Comentario a la obra teatral El luto le sienta a Electra, de E. O’Neill. (Dramaturgia R. Sturua y P. Zangaro. Complejo Teatral de Buenos Aires).
Hace ya casi ocho décadas Eugene O’Neill acometió la ciclópea tarea de adaptar la Orestíada de Esquilo, que muestra el destino final de la estirpe de los Atridas, en El luto le sienta a Electra. La trilogía griega ponía en escena cuestiones culturales de época como era el tránsito de una justicia arcaica de autodefensa a una justicia institucionalizada que venía a poner coto al derramamiento de sangre, producto de la venganza que se retroalimenta incesantemente. El dramaturgo norteamericano respeta la división tripartita del original pero, en consonancia con su visión fatalista de la vida y con los aportes de la psicología profunda de comienzos del siglo XX, complejiza la construcción de los protagonistas quese debaten ferozmente entre odios y amores incestuosos, acosados por la maldición heredad, por las huellas feroces que deja la guerra y por sus propias conciencias.Su mirada final es bastante más desoladora que la del trágico griego: mientras que en el texto original Orestes es perdonado por el matricidio, en la versión del norteamericano no hay paz para ninguno de los protagonistas, que pagan sus culpas con el suicidio o con el enclaustramiento de por vida.
El director georgiano Robert Sturua, conocido por unos cuantos memorables trabajos en los escenarios oficiales porteños, es el responsable –junto a Patricia Zangaro, también a cargo de la traducción– de la puesta en escena de este clásico del cual no recordamos reposiciones en la Argentina, por lo menos en estos últimos treinta años. Teniendo en cuenta los cambios sociales y morales experimentados y que la obra “abre por sí misma el camino al humor”–opinión esta última con la que disentimos– Sturua modificó y recortó el texto y, consecuentemente la puesta, para convertirla en una tragifarsa o tragicomedia y lograr así que aun lo detestable pudiera provocar la risa, seguida luego de la reflexión. La idea en sí misma no es ciertamente novedosa ni tampoco objetable. Hace ya casi un siglo y, en parte, por motivos semejantes, Valle Inclán crea con Luces de bohemia el esperpento, un nuevo subgénero que combina la tragedia y la farsa, pero sin apelar a la risa ni al juego teatral.
En esta puesta Sturua aligera un texto denso en problemáticas que hoy no deslumbran como entonces y que, resulta, por momentos, reiterativo, para adecuarlo al público de los tiempos que corren. Para ello recurre a las técnicas del distanciamiento brechtiano que rompe con la cuarta pared. En cuanto a las notas de humor éstas no surgen del texto en sí mismo sino de las intervenciones que realiza el jardinero borracho, a quien se le asigna el rol de narrador y comentarista de la acción, y de la marcación actoral que apela a la gestualidad exagerada como recurso paródico, especialmente en instancias dramáticas.
Aunque alejado de las indicaciones textuales, el diseño escenográfico –un fondo de ladrillos con un vasto entramado de andamios de metal y un escenario que avanza en cuña hacia la platea– resulta muy efectivo, no sólo para atemporalizar la ubicación de la acción sino, además, para permitir el desplazamiento de los personajes pueblerinos que O’Neill pensó como trasfondo humano para el drama de la familia Mannon y a los que esta puesta les concede mayor presencia e intervención, como corresponde al Coro de la tragedia griega. Como es previsible Leonor Manso realiza un sobresaliente trabajo en el rol de la esposa adúltera, a quien solo alientan el odio y el deseo. Paola Krum sorprende con su interpretación de Lavinia, la hija que en un doble juego de atracción y rechazo, termina mimetizándose con la figura de la madre odiada y como única habitante de una casa poblada de espectros. Dentro de un elenco homogéneo, también resultan destacables la actuación de Pablo Brichta como el jardinero Seth, la de Diego Velázquez –que encarna a un Orin devastado por la violencia de la guerra, los celos, el odio y el remordimiento– y la de Héctor Bidondecomo su padre, el hombre atribulado por su incapacidad para comunicarse que vuelve de la guerra ansioso de vida para encontrar la muerte en el lecho conyugal. El vestuario de Renata Schussheim, la sugestiva música del georgiano Giya Kancheli y la iluminación de Chango Monti se suman para consolidar los aciertos de esta puesta en escena que recupera para la reflexión un texto que desnuda los abismos de la condición humana.