Un recorrido por el Giornale dell’anima de san Juan XXIII.
El pasado sábado 11 de octubre celebramos por primera vez la fiesta del nuevo santo Juan XXIII, conocido como el Papa del aggiornamento que convocó el Concilio Vaticano II. Su anecdotario es variado y conocido, con episodios que recuerdan al actual Papa por la sencillez y espontaneidad de sus salidas. De él tenemos el Diario del alma, muestrario de su corazón. Contiene consideraciones, acciones de gracias y propósitos que el Papa permitió publicar después de su muerte pensando: “Podrán hacer algún bien a las almas”. Comienza en 1895 y culmina en 1962 en vísperas del Concilio. De seminarista empezó con anotaciones semanales, a veces a diario; están conservadas sus notas de los retiros para las sagradas órdenes (1903-1904); luego quedará solamente lo escrito en los retiros anuales. Su relectura la usaba para reflexionar sobre el paso de Dios por su vida.
Elegido obispo adoptó el lema Obedientia et pax. Le sirvió de inspiración para buscar la voluntad de Dios en lo que pidiera la Iglesia con una conversión renovada a través de sus exámenes de conciencia, la confesión frecuente y los ejercicios espirituales. Si bien el diario es testigo de sus luchas –“es humillante tener siempre que confesar las propias negligencias” – supo poner su confianza en Dios obteniendo de ese modo una paz cada vez mayor. Desde muy joven aprendió la importancia de no enojarse consigo mismo y de pedir simplemente perdón a Dios. En efecto, siendo seminarista, escribe: “La he pasado muy mal por la continua distracción en que he caído en las oraciones (…) lo peor es que yo, en lugar de hacer un acto de humildad cuando me daba cuenta de estar distraído, me entristecía, me inquietaba. Basta. Dios me perdone”. Ya de sacerdote se propone buscar “un sentimiento cada vez más delicado y profundo de mi nada; sentimiento también de habitual abandono en Dios”.
Desde el inicio del diario se advierte el empeño en adquirir el espíritu de oración: “Cuántas faltas también esta semana (…) sobre estos tres puntos [se refiere al examen de conciencia, a la meditación y a las jaculatorias] tendré que vigilar especialmente en esta semana”. Siendo representante pontificio en Bulgaria, dice: “Quiero ser, cada vez más, hombre de intensa oración. Este año pasado he registrado mejoría en tal sentido. Proseguiré con ahínco y fervor”. En 1934, con 52 años, continúa tratando de ser “fiel a la piedad sacerdotal concreta: misa, breve meditación, breviario, rosario, visita, exámenes, buenas lecturas; pero todo con tono más elevado de fervor”. Y poco antes de ser Papa en 1955: “Insistiré una vez más –y ahora más que nunca– en la preocupación por una vida interior y sobrenatural más intensa. El paso de los años me hace todo más placentero en la vida de oración: la santa misa, el breviario, el rosario, la compañía del Santísimo Sacramento en casa. El mantenerme siempre con Dios, desde la mañana a la tarde e incluso por la noche, con Dios o con las cosas de Dios, me da un gozo perenne y me induce a la calma y la paciencia en todo. Pero las ocupaciones (…) casi me abruman, impidiéndome una mayor calma y tranquilidad para mis prácticas y devociones. Insistiré más en éstas: al menos en el rosario”. Finalmente como Papa, terminando un retiro, fija nuevamente “los tres puntos más destacados de mis conversaciones con Jesús” referido a su horario y disciplina de vida con respecto a su oración litúrgica y privada.
También la mansedumbre y la caridad son objeto de su examen. Escribía en 1927: “Prestaré cada vez mayor atención al dominio de mi lengua (…) Nuevamente haré este punto objeto de mis exámenes particulares. No debe salir nada de mi boca que no sea alabanza o suavidad de juicio, o bien una invitación para todos a la caridad, al apostolado”. Y al año siguiente: “En este retiro espiritual he sentido de nuevo, y de una forma viva, el deber de ser santo de veras (…) comprendo que el principio de la santidad es mi completo abandono a la santa voluntad del Señor, incluso en las cosas pequeñas, insisto en este punto (…) recuerdo una vez más mis propósitos sobre la vida de oración”; también se propone una caridad: “que me haga paciente, inalterable de carácter, olvidadizo de mí mismo, siempre alegre en las efusiones de caridad episcopal”. Le gustan los consejos de san Agustín aliis blanda, aliis severa, nulli inimica, omnibus mater[1] y anota: “Sobre este punto volveré con frecuencia en mis exámenes y en las confesiones”. En 1956, ya patriarca de Venecia, continúa: “la mansedumbre, la paciencia y la caridad (…) aun con peligro de ser tenido por un pobre hombre”.
Merece destacarse que junto a su perseverancia no hay voluntarismo ni autosatisfacción orgullosa sino gran paz obtenida por la confianza en Dios. Después de haberse confesado y renovado sus propósitos anota en 1933: “Lamento ser mezquino y miserable, pero persevero en el propósito de querer santificarme a toda costa, con calma, con paciencia, con absoluto abandono en Jesús”. Reconoce sus progresos y continua escribiendo en 1936: “Reconozco que ya me he habituado a la unión constante con Dios (…) Pero cuán defectuosas resultan mis acciones diarias”. En 1950 apunta: “Lo que considero mi deber es no envanecerme por nada, atribuyendo todo a su gracia”. Y un año antes de ser Papa: “No me cuesta reconocer y repetir que no soy nada ni valgo absolutamente nada (…) mi esperanza se cifra por completo en la misericordia de Jesús, que me quiso sacerdote (…) tengo poca o ninguna confianza en mí mismo, aunque la tengo total en el Señor”. De Papa escribía en un retiro: “Durante toda mi vida he sido fiel siempre a la confesión semanal (…) la santa confesión bien preparada, el viernes o el sábado, repetida cada semana, es siempre una base sólida para avanzar en el camino de la santificación (…) vivo por la misericordia de Jesús, a la que debo todo y de la que espero todo”.
El diario refleja su gran libertad de espíritu. Nuncio en Francia, anota: “Ya no me afecta ninguna tentación de honores en el mundo o en la Iglesia. Es para mí una confusión cuanto el Santo Padre ha tenido a bien hacer por mí, mandándome a París. Tener otro grado en la jerarquía o no tenerlo me es completamente indiferente. Esto me proporciona una gran paz. Y me da agilidad”. Y pocos años después: “El ser sencillo, sin pretensión alguna, a mí no me cuesta nada. Es una gran gracia que el Señor me concede. Quiero continuar y hacerme digno de ella (…) sólo deseo que mi vida acabe santamente”.
Su familia pobre, trabajadora y cristiana y su obispo Radini Tedeschi colaboraron en la forja de su personalidad. Su espontaneidad se vio enriquecida con su fuerte voluntad, que no tuvo nada de rigidez sino de paz conseguida en el intento por cumplir la voluntad de Dios. Su ejemplo no tiene nada del “neopelagianismo autorreferencial y prometeico de quienes en el fondo sólo confían en sus propias fuerzas y se sienten superiores a otros por cumplir determinadas normas” (papa Francisco, Evangelii gaudium 94). Es admirable su entusiasmo humilde por alcanzar la santidad: “En todas partes me llaman ‘Santo Padre’, así debo y así quiero ser en realidad. Estoy muy lejos de poseerla de hecho, pero el deseo y la voluntad de conseguirla son verdaderamente vivos y resueltos”. Para los que hacemos una lectura creyente del diario, más que la perseverancia de su voluntad constatamos el triunfo de la gracia que realiza maravillas en los que confían en Dios.
[1] De catechizandis rudibus 15, 23: la misma caridad con unos se muestra tierna y con otros severa, de nadie es enemiga y de todos es madre.