Los cristianos estamos llamados a ser protagonistas de cambios auténticos que nos inserten con más fuerza en el Evangelio.Hace pocos días releía un texto escrito por el P. René Voillaume en diciembre de 1956, comentando las palabras de Jesús “… si no se hacen como niños no entrarán en el reino de los cielos….”. Al respecto afirmaba “… podemos hacer mucho en forma de obras de caridad, de actividades, de abnegación, etc., sin la disposición del corazón y del alma de un pequeño… Dios exige de nosotros la humildad, la sencillez y sólo ella nos ayudará a vencer nuestro amor propio, el apego a nuestras ideas personales, a nuestra personalidad orgullosa y egoísta…”. Este texto me sugirió las algunas reflexiones.

La Iglesia pasa por un momento de prueba. Convicciones tan profundas como el amor por la vida, por toda la vida ya concebida, por el matrimonio y la familia, son puestas en ridículo como si fueran concepciones retrógradas. Actitudes aisladas, de carácter transgresor, se presentan como ejemplo de valentía, autonomía y de personalidad desarrollada. La desobediencia parece ser una virtud, y una vida ordenada se asemeja a lo aburrido y anticuado.

¿Podríamos los miembros de la Iglesia renunciar a nuestras convicciones más profundas sin traicionar a Jesús y al Evangelio? ¿Podríamos parcializar el mensaje de Jesús tomando de él sólo nuestra preocupación por los pobres, porque parecería ser que esto es lo único que le cae bien a la cultura actual? En todo caso esta esencial preocupación nunca debería estar motivada por “el quedar bien”, sino por el amor a Jesús, presente en la debilidad de cada persona.

Ciertamente ni estamos en el momento más difícil de la historia ni en el peor tiempo para los miembros de la Iglesia. Pero sin duda son momentos complejos, desafiantes, de “mucho movimiento” y la tentación de respuestas no-evangélicas puede aparecer frecuentemente.

¿Qué significa en momentos como estos hacernos como niños? La primera respuesta puede sonar “muy espiritual”, pero creo que lo que espontáneamente se le ocurre a un niño ante un peligro es refugiarse en los brazos de su padre y de su madre. Esto significa: debemos rezar más, buscar más a Dios para implorar la luz necesaria para ver, como el ciego que le pedía a Jesús: “…Señor que vea…”. Gracias a Dios tenemos fe y esto significa confianza en que “Él estará siempre con nosotros, hasta el fin del mundo”. Por eso los caminos y las respuestas, y sobre todo, las actitudes adecuadas para el tiempo, sólo Él puede revelárnoslas. Debemos también huir de la tentación de enojarnos. ¡Qué fácil que es victimizarse cuando las cosas no nos salen bien! En todo caso Benedicto XVI lo ha dicho con toda claridad: los principales problemas de la Iglesia no nos han venido desde afuera sino que han sido primordialmente nuestros propios pecados.

La cultura actual no sólo nos muestra la adversidad de muchos hacia la Iglesia. También se dan dimensiones muy positivas, exigencia de sinceridad y transparencia, un tiempo al que no le gusta el ocultismo, la arrogancia y el hablar con altivez. Es para nosotros un tiempo de purificación. Y esto que normalmente le pedimos al mundo, hoy estamos llamados a vivirlo nosotros mismos. Purificación es sinónimo de conversión, de auténticos cambios que nos inserten con más fuerza en el Evangelio. Y por supuesto, nada más alejado del mismo Evangelio que cualquier respuesta que incluya un mínimo de matiz violento. Lejos de nosotros los tonos hirientes, el desprecio o la ironía.

¿Pero qué hacer entonces? ¿Dejar que lo que consideramos erróneo o falso se imponga contando con nuestra pasividad o indiferencia? ¿Callar lo que nosotros consideramos verdades que nos han sido legadas por Jesús? Por supuesto que son preguntas obvias que tienen respuesta negativa. No podemos ser infieles y traicionar nuestros principios. Cristo en su Pasión tuvo algunos momentos de fuertes afirmaciones y otros de silencio. Lo que primó en Él fue la búsqueda de la voluntad del Padre que lo llevó a ser el humilde servidor de la humanidad. La fidelidad a nuestros principios implica no sólo la proclamación de nuestras verdades, sino también un estilo evangélico de proponerlas. Por eso creo que es ante todo tiempo de testimonios. De ser testigos vivos. Esto significa que la respuesta pasa principalmente por encarnar el Evangelio en nuestra vida. No vamos a ser más creíbles por multiplicar nuestras declaraciones (aunque no podamos dejar de emitirlas). El testimonio de sacerdotes entregados, de consagrados serviciales y de familias alegres y gozosas de ser fieles y fecundas, creo que es lo primero.

Y como no podemos dejar de decir lo que creemos, debemos encontrar el modo de proclamar con humildad nuestras verdades. Un estilo donde quede claro que por sobre todo estamos guiados y motivados por el amor que, hablando cristianamente, debe llegar hasta a los “enemigos”. Un amor lleno de respeto hacia todos, aunque consideremos que están equivocados. Un amor que discierne entre la verdad y el error, entre el bien y el mal, pero que nunca deja de amar a todos. Un discernimiento que nos ayude a compatibilizar la valentía de expresar la verdad con la mansedumbre propia de la auténtica caridad.

Sin duda es tiempo para santos. Por eso volvemos nuestra mirada a Jesús, ya que sólo Él sabrá inspirar el camino que cada uno de nosotros y su misma Iglesia debe recorrer.

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