Murió el cardenal Jorge Mejía. Murió un amigo. Seguramente esta misma revista se encargará de mostrar su copioso currículum, con los distintos e importantísimos servicios que prestó a la Iglesia.

Yo, como obispo emérito de San Isidro, me limito a despedir a un gran amigo, a un antiguo feligrés y al que fue en momentos más críticos para la Iglesia en la Argentina, nuestro hombre en Roma.

Conocí a Mejía como profesor de Sagradas Escrituras en el seminario de Villa Devoto. Sin duda, junto a Lucio Gera, fueron los dos mejores profesores que tuve. Afable, didáctico, partiendo de una frase “El pueblo judío atravesó el Mar Rojo a pie enjuto” y caminando él mismo de ese modo por el corredor del aula, nos hizo entender el complejo problema de los géneros literarios en la Biblia.

Cuando llegó el tiempo del Concilio, monseñor Antonio María Aguirre le pidió que lo asesorara. Visitaba frecuentemente el obispado y allí comencé a trabar una sincera amistad con él, lo cual significaba estar dispuesto a escucharlo mucho. Su erudición era apabullante, pero también lo era su interés por lo que conocía menos. De modo tal que en nuestros imprescindibles encuentros cada vez que visitaba el país, pasábamos largas horas de intercambio entre lo que él vivía en Roma y yo en el país y en el contexto de la conferencia episcopal argentina. Es verdad que le encantaba hablar de lo que hacía, pero también sabía escuchar y se interesaba muchísimo por todo lo que tenía que ver conmigo. Fue un verdadero amigo.
Despido a un antiguo feligrés de San Isidro. Nació y vivió aquí. Hizo su primera comunión en la catedral y el Señor lo llamó 86 años después en el mismo día de la Inmaculada Concepción.

La diócesis le cedió un sacerdote que fue su secretario, colaborador y amigo. La presencia del presbítero Luis Duacastella se le había convertido en una compañía imprescindible y estuvo a su lado durante muchos años y en el momento de su muerte.

Y por fin despido al que podría titular “nuestro hombre en Roma”. ¿Qué quiero decir con esto? Más de una vez presencias extrañas desvirtuaban con sus comentarios e influencias, la misión de los obispos argentinos. De hecho la comisión ejecutiva del episcopado debió viajar varias veces para clarificar nuestra viva adhesión al Papa y aclarar el alcance de nuestros documentos y de nuestra acción pastoral. Mejía siempre se nos adelantaba. Era un fiel intérprete de la misión de la Iglesia en el país, de las relaciones con los gobiernos, de las inquietudes apostólicas de los obispos argentinos. Y era nuestro interlocutor y el que siempre trataba de abrirnos las puertas necesarias para que nuestros mensajes llegaran a buen puerto.

Gracias a Dios hoy no necesitamos que nadie nos interprete en Roma, porque el mismo Francisco está aplicando muchos de los pensamientos y acciones anteriormente compartidas con nosotros.

¿Qué más puedo decir? Quizás lo más importante: era un hombre de oración. Rezaba mucho. Y seguramente ese fue el sustento de una vida tan prolífica. Dios lo tendrá en su gloria, dado que esperaba con ansias entrar en su presencia.

Alguna vez comentamos la riqueza de la segunda parte del Ave María. Le pedimos a la Virgen que se ocupe de nosotros en los dos momentos más importantes de la vida “ahora” y “en la hora de nuestra muerte”. Esta oración se cumplió siempre en Jorge y la Virgen se lo llevó una hora después de haber terminado en Roma la celebración de la Inmaculada Concepción.

El autor es obispo emérito de San Isidro.

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