Empezar a trabajar del modo más serio posible en enfrentarla debe ser de una mayúscula prioridad.

Hace 24 años escribí en esta revista sobre la pobreza, un tema que a excepción de ámbitos académicos era por entonces raramente considerado. En un número conmemorativo de la Rerum Novarum, dedicado a los nuevos desafíos, el enfoque era señalar, ante los no afectados directamente, la magnitud del problema. Precisamente el título fue “La pobreza, también un problema de los no-pobres”(Navidad de 1990).
Más allá de la intrínseca importancia del tema, de las cambiantes condiciones macroeconómicas ocurridas en el mundo y en el país desde entonces, o de los cambios que se puedan haber producido en cuanto a características y magnitudes y de lo que se sabe de ella, ¿qué reflexiones suscita hoy una mirada sobre esta cuestión?
Varias, por cierto. La primera que se debe destacar es que, en términos amplios, la pobreza sigue entre nosotros; no se ha ido, no ha podido ser erradicada. Es la comprobación más tremenda y la que por sí misma genera consecuencias que comprometen mucho el futuro. No es un problema exclusivo nuestro y sabemos que siempre habrá quienes tengan menos. Más allá de caracterizaciones y de las diversas formas de cuantificarla, se cuentan con los dedos los países que han logrado enfrentarla debidamente y la están reduciendo o la mantienen dentro de límites “aceptables”. Es que la pobreza, con toda su complejidad multidimensional en cuanto a sus efectos, a las formas como se expresa y a las dificultades para erradicarla, es un problema grave, de alcance mundial y de muy compleja solución. No tiene preferencia alguna por modelos económicos o sistemas políticos. Por algo ha sido incluida también ahora entre los ocho desafíos principales de la humanidad por la Singularity University.
Como tantas cuestiones irresueltas, a medida que pasa el tiempo y más allá de que disminuya o crezca en determinadas proporciones, la pobreza se consolida más y más se profundizan sus alcances y consecuencias. Uno de los débitos más dañinos y corrosivos son las secuelas transgeneracionales. Dos ejemplos: los retrasos educativos y madurativos en las recientes generaciones de nuestro país y su efecto acumulativo –
y, consecuentemente, de agravamiento– requerirán tiempos largos y medidas muy consistentes para recuperar posiciones. Tampoco hay dudas de que en materia sociocultural, insertarse en una vida de trabajo, con rutinas, esfuerzos, cumplimientos y responsabilidades, no es lo mismo para quienes ni siquiera han visto a sus abuelos hacerlo, que para aquellos que en el marco de alguna crisis vieron salir momentáneamente de esas rutinas a sus padres. Recrear una cultura de trabajo y esfuerzo es hoy tremendamente más difícil que hace unas décadas atrás, donde ya era un problema, pero no de semejante magnitud ni alcance. Y esa recreación es absolutamente necesaria; lo mismo vale para el ejemplo anterior de las capacidades educativas.
Un tercer punto es que la pobreza como tema ganó autonomía. Junto con sus conceptualizaciones afines, son ampliamente tratados y analizados por fuera de instituciones académicas y organismos técnicos y con amplia repercusión en los medios de comunicación. Integra la agenda pública permanente y está presente en innumerables manifestaciones y declaraciones, a tal punto que es una cuestión imposible de omitir si quien se expresa desea mantener o adquirir un posicionamiento en espacios político-mediáticos. Dejó de ser algo reservado a ciertos ambientes y pasó a estar entre las noticias cotidianas, en la agenda diaria. Se lo banaliza y se le quita entidad; se lo convierte en patética moneda de cambio y de puja entre argumentaciones muchas veces irrelevantes o interesadas, que descentran el foco del verdadero problema –ejemplo: el reciente cambio de criterio en la valoración de los aportes del Observatorio de la UCA en la medición de la pobreza, con posterioridad a reclamos desde el Gobierno, tema mencionado en el número anterior de Criterio–. Y esto, dadas sus consecuencias, está mal pues se lo saca de foco y se lo convierte en instrumento de discusión, de disputa política, sin atender debidamente al verdadero problema ni profundizar en la aplicación de medidas de fondo.
Hay dos maneras de mirarla: desde atrás, cuánto creció o se redujo; o hacia adelante, qué hacer para reducirla, para enfrentarla. Muy lamentablemente la primera es la manera más frecuente y eso se asocia, sin duda, a disputas partidistas. Si bien mirar para atrás es lógico para quienes tienen como fin medirla o evaluarla (los ámbitos académicos y de producción de información estadística), no lo es cuando las modificaciones (en más o en menos) son prenda o bandera de debate político. No hay que olvidar que cuando la remediación o la simple atención de la pobreza se ata a la gestión política queda fuertemente reforzada y anudada a la relación clientelar. El puntero necesita tener qué ofrecer, “el plan” es su cebo y éste el anzuelo del político.
¿Cuáles son los saldos de lo que la existencia, permanente y continua de este fenómeno, ha dejado? Su permanencia produce un efecto de corrosión estructural que, como su símil ingenieril, atenta contra la integridad de la obra, que en este caso es nuestro país. Aun dejando criterios éticos de lado, es difícil imaginar la sostenibilidad de un país cuando el óxido ha avanzado sobre su estructura de población y sobre sus instituciones. Por más que una parte de ella pueda florecer y lucir próspera, puede ser muy efímero si las diferencias entre sectores son muy grandes. Dicho de otra manera, si la inequidad se mantiene, poca capacidad de crecimiento habrá disponible en plazos medios. Y cuánto más si la inequidad aumentara.
No es lo mismo preocuparse por “esa pobre gente” para ver cómo asistirlos o cómo facilitarles la adquisición de capacidades, que mirar la o las responsabilidades que hay detrás, lo que ya significa observar el problema como algo que atañe a la sociedad toda. Pero no se debe atender solamente la pobreza urbana, expuesta cotidianamente en los medios de comunicación y que tanto ofende por estar más a la vista (ofensa a valores humanitarios y cristianos, no a cuestiones estéticas, obviamente). Hay que mirar también la pobreza de aquella “Argentina secreta” que señalaba monseñor Zazpe hace tantos años.
Más allá de responsabilidades (directas o indirectas) y planteando el tema como puja entre sectores, cabe hacerse la pregunta de quiénes ganaron mientras otros perdieron. No necesariamente para encontrar culpables, sí para imaginar esquemas más justos, mejoras en la regulación de los equilibrios entre sectores, maneras de acortar las diferencias en las capacidades adquiridas. En especial aquellas que, por su carácter estructural y atadas al largo plazo, como educación, requerirán más tiempo de permanencia de sus respectivas políticas.
El desarrollo de estudios sobre el tema y las evaluaciones efectuadas a las muy diferentes maneras de enfrentar la pobreza propiciadas desde los organismos internacionales en asocio con las organizaciones civiles han dado buenas “mezclas” de información y estrategias posibles. Y se ha avanzado mucho en precisar el alcance de conceptos como exclusión, desigualdad, indigencia, vulnerabilidad, etc.; también de sus causas y de sus consecuencias, incluyendo, por cierto, las más recientes de la droga y de sus mafias. De manera explícita o implícita sobrevuela en ellas el convencimiento de que hay que imaginar soluciones múltiples pero también sostenibles en el tiempo. En otras palabras, políticas de Estado sustentables más allá del paso de los diferentes gobiernos. Hay algunos pocos temas que sí o sí merecen y requieren que se piense y se acuerde esas consistentes políticas y, sin duda, la pobreza es uno de ellos.
No debe perderse de vista que medidas sostenibles en el largo plazo y que apunten a subsanar carencias (propiedad del loteo de la tierra, trabajo seguro, disponibilidad de servicios y en general, de activos públicos) son precisamente las que estimulan a las familias a mejorar sus condiciones por sí mismas.
La pobreza es una consecuencia; es algo indeseable, a excepción de aquella valorada como virtud de desprendimiento, pero ese es otro plano de análisis. Es también un imperativo ético (“hay una responsabilidad histórica, social y colectiva en lo que les ocurre a muchos compatriotas nuestros”, decía en 1990). Empezar a trabajar del modo más serio posible para enfrentarla, en lo que se avizora como el fin de un ciclo, debe ser de una mayúscula prioridad. Es esperanzador que ya exista un rumbo –algunos intentos se están haciendo–, sin olvidar que lo esencial de las políticas de Estado es que se construyen y se acuerdan entre muchos actores de la más plural procedencia, que no deben quedar reducidas a competencias de un determinado ministerio o “sectorializadas” y que deben sostenerse y ampliarse aquellas medidas que se hayan demostrado apropiadas.

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