Reseña de Las poetas visitan a Andrea del Sarto, de Juana Bignozzi. (Buenos Aires, 2014, Adriana Hidalgo editora)

Las poetas que visitan al pintor manierista Andrea del Sarto (Florencia, 1486-1531) son, en primer lugar, la autora de estos poemas, y, detrás de ella, la sombra de la inglesa Elizabeth Barrett (1806- 1861), quien se había casado en secreto con Robert Browning y, contrariando a su familia, huyó a Florencia donde tuvo un hijo y, al morir, pidió descansar allí. Está enterrada en el cementerio inglés, en una tumba de mármol blanca con sus iniciales. Virginia Woolf la recuerda, a través de su seductor perro, en Flush, una suerte de biografía novelada sobre los años florentinos de Elizabeth. Es la autora, entre otras obras, de Las ventanas de la casa Guidi.
Andrea del Sarto fue considerado un artista «sin errores», realizador de numerosas obras hoy repartidas por diferentes países y, entre ellas, los frescos de la Annunziata en Florencia que inspiran a la autora. Juana Bignozzi se inició muy joven con el grupo de poesía y política El pan duro, con Juan Gelman y otros escritores militantes. En 1974 se estableció en Barcelona donde trabajó durante 30 años como traductora.
Este libro tiene una primera parte que conforma un largo poema donde quien habla es el mismo pintor, salvo cuando Juana introduce (en bastardilla) sus propias palabras como si conversara con el artista (las dos últimas partes describen obras pictóricas modernas y contemporáneas). Así se expresan Andrea y Juana: «… guardaba una pureza / ya se sabe / los dogmas / los dogmas ayudan a vivir / tenía como usted poco más de veinte años / y un espantoso temor / como con el primer libro / toda Florencia me miraría / toda la calle Corrientes me miraría / y era difícil decirles soy un pintor soy una poeta/ había que esperar que muchos se borraran / me aferré a los pinceles / me aferré a lo que se decía en mi casa / la secundaria un idioma así se sale / no quise pintar no quise escribir / sin saber que esa diferencia condenaría / al barrio que amaron / dureza dureza…». Los diálogos entre el pintor y la poeta se entrelazan y comparten momentos comunes, alta comprensión de sus destinos.
Juanita -como la llaman los amigos y ella misma se presenta- escribe los versos sin puntuación porque prefiere que libremente fluyan las palabras imponiendo su propio ritmo, como una respiración. Por eso la poesía se lee en voz alta. La poesía es una soledad compartida. Para conocerla hay que recitarla.
El río Arno, el de Dante Alighieri y a donde fue a lavar su lengua Alessandro Manzoni, la iglesia del Carmine, con Masaccio, o Poggio a Caiano, con una de las villas de los Medici más bellas, se confunden deliberadamente en la evocación con paisajes de Buenos Aires: La Boca y sus pintores, las cortadas solitarias de los barrios, el colectivo 67 por Avenida del Tejar, la calle Corrientes. Bignozzi nunca olvidará «el comité de la calle Monroe» o «esa cita a las diez de la noche en el parque Saavedra». Como Borges y tantos otros poetas, Juana sabe que su oficio es introducir la ciudad en el mito y la leyenda, y eso sólo es posible desde la poesía épica.
El maestro de Andrea, fra Bartolmeo, o sus contemporáneos, el inefable Pontorno y el Rosso Fiorentino, e incluso la codiciosa Lucrezia, conviven con poetas, camaradas y amigos de la argentina. Ante los labios finos que pinta Andrea del Sarto, Juana anota: «y yo sigo entregada a uno de esos hombres de labios finos / que era mi padre».
Beatriz Sarlo escribió: «Dos palabras vienen casi juntas para evocar el temperamento de Juana Bignozzi: melancolía e irritación. Ambas pertenecen a la gran tradición poética».

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