Reseña de El borde de las cosas, de María Carbó. (Vinciguerra – Nuevo cauce)
Entrar en el mundo de la ficción de la mano de Maria Carbó es penetrar la trama de escenas que nos constituyen, para verlas con los ojos que tuvimos o con los que nunca tendremos. Cada narración crea de nuevo ese universo, hecho de memoria, de retazos de tiempo, que la palabra va hilvanando; de secretos en torno a los cuales se reúne la familia; bordes que se abordan desde un lado y desde el otro. Los bordes separan y reúnen a la vez, revelan la diferencia de miradas, para no creer que lo que vemos es todo, para saber que estamos hechos de bordes, de un más allá y un más acá siempre móviles.
Alcanzar un borde puede ser aterrador si lo que sigue es el fondo oscuro. María nos lleva hasta ahí para exorcizar el miedo, sencillamente porque vivimos de abismos. Hasta lo más banal tiene otro lado, roza otra escena, que está siempre a la espera, que irrumpe en forma de sueño o de relatos diferidos que se cruzan. El motivo desencadenante puede ser cualquiera, el que elija la imaginación. Puede ser el caso, una visita al dentista y el fondo oscuro puede verse dibujado en un patio. María convierte la amenaza en palabra fantástica que lejos de hacer olvidar el abismo, lo vuelve más verdadero, lo hace más tangible. Con su escritura, ella nos recuerda incansablemente, que no soñamos para evadirnos, soñamos para no olvidarnos, para no perdernos en la espesura de los ritos cotidianos, en la repetición que aliena sin ser percibida. El sueño de la narrativa nos sustrae de ese olvido.
En muchos de los cuentos se enhebran, en una historia dos historias y, en un tiempo dos tiempos: la historia que narra la escritora y la que trae o descubre el personaje. ¿Quién habla? ¿Quién es quién? ¿Dónde está la certeza del yo? El tiempo es ahora y es también ese otro tiempo “sido” que soy, esos otros que son en mí, secretamente. El yo que soy se desvela: en la inquietud de la duda; en la reconstrucción onírica del cuerpo de un hombre; en una foto; en cartas halladas ingenuamente por obra del destino; en la jaqueca azul genial marca genética de los elegidos; en una música que atestigua la envidia como impotencia de la vejez. Todas ellas son revelaciones de una genealogía histórica hechas de signos, huellas, síntomas, trazos.
La narrativa de María parece ser ese borde mismo que ella explora en todos las historias que crecen desde su imaginación. Este libro El borde de las cosas nos muestra la madurez de una mujer que capturó mucha vida, que ella precipita en historias donde la propia se entreteje con la de otros, con la de todos los otros, porque finalmente la vida del texto es vida emancipada de la mano que la escribe, aunque por cierto, en un rincón guarda su firma. La niña terrible, insolente, de humor inteligente y certero, que nos asombró en Como el agua, cuida desde dentro a esta mujer que tomó la palabra y espera una próxima metamorfosis. En El borde de las cosas crecen enhebradas inocencia y desencanto, ilusión y traición, amores desavenidos, mal amados y amores entrañables, el dolor de la revelación y las lágrimas que reconcilian, la soledad de los vínculos y el alivio del abrazo, hermanas y tías, abuelas y madres, la última jugada y la tibieza del hijo recién nacido, la ineludible vejez. A nosotros, los lectores, el libro de María Carbó nos deja pensando que, tal vez, en verdad, el fondo oscuro no sea otra cosa que el precipitarse de la vida en todos sus bordes.


















