El espíritu humano es complejo por naturaleza. Combina de manera indisoluble unas tendencias cooperativas, constructivas y amorosas con otras competitivas, despóticas y destructivas. Esta puja constitutiva y complementaria eros-tánatos se verifica en la interioridad de cada alma y en todos sus espacios de relación. En las parejas y en las familias, en las empresas y en los sindicatos, en las iglesias y en los Estados. Con variaciones en el tiempo, siempre hay relaciones de alianza, de amistad y enfrentamiento entre clases sociales, entre sectores económicos, entre etnias, entre partidos. La escisión centrífuga es una fuerza tan propia de la cosa común como la cohesión centrípeta. Si sólo fuéramos tiburones, el orden colectivo sería imposible; si sólo santos, superfluo. Traicionando a Borges, digamos que no sólo nos une el amor, sino también el espanto.
Pero todo tiene un límite. La pesadilla de la guerra hobbesiana de todos contra todos, de un lado, se espeja en el horror de una sociedad totalitaria sin diferencias ni opciones, del otro. En algún lugar entre ambos extremos se encuentran las sociedades modernas, que pretenden pensarse como Estados de Derecho. De acuerdo con este ethos, la calidad de una forma de vida en común se puede ponderar, precisamente, por su capacidad para propiciar el despliegue de las fuerzas colaborativas y competitivas de sus integrantes, al tiempo que restringe los efectos más nocivos de sus tendencias agresivas. El recelo nunca puede desaparecer del todo, porque es expresión de la individualidad que, para ser vigorosa, necesita retener un eco de su atavismo primal. Pero cuando lo que prevalece es la confianza, crece la productividad cultural y económica, y bajan los costos materiales y simbólicos de la conciliación de intereses. Los buenos modales no se desprecian como sinónimo de hipocresía sino que aparecen como lo que son: impulsores genuinos de comunidad (politesse, politeness, urbanità, Freundlichkeit). El cotidiano fluye amigablemente, y el futuro gana a la vez en previsibilidad y creatividad. Las normativas se cumplen por motivos mucho más nobles e interesantes que el mero temor al castigo. El estudio recupera el aroma del clásico y lujoso amor por el conocimiento, el valor de las cosas bellas supera el precio que éstas ostentan como mercancía, la diversión es más placentera que la evasión compulsiva, frenética y química. La vida es más alta en energía y más baja en estrés. Se hace más auténtica.
Y viceversa. Con índices bajos de sociabilidad la desconfianza es signo de prudencia, los poderes y servicios estatales pierden crédito (y, por tanto, eficiencia), la comunicación se rebaja a retórica, el entorno amigable de cada uno se limita a unos pocos, el horizonte se embruma y se estrecha en tiempo y espacio. Ganan protagonismo la sospecha, la descalificación y el resentimiento. En situaciones agudas, reaparece la muerte violenta, enemigo principal de toda civilidad.
La calidad de la vida colectiva argentina, en términos generales, no es elevada. Nuestra existencia cotidiana ilustra de diferentes maneras el retroceso del elemento libidinal frente a las tendencias tanáticas. La así llamada “grieta”, ese malestar irascible que hoy separa a los simpatizantes y cuadros del cristinismo de sus críticos y opositores, preocupante como es, no resulta novedosa. La historia más o menos reciente registra varias grietas equivalentes, o peores. Quien más quien menos, nadie se salva de haber tenido que callarse la boca más de una vez para no tensar el clima de una cena familiar, de un coffee-break, de un tercer tiempo, de una reunión de egresados. Peronistas y antiperonistas, peronistas de izquierda y peronistas “de Perón”, procesistas y militantes por los derechos humanos, radicales y liberales de derecha, para mencionar las más advertidas. A estos antagonismos ideológicos se pueden sumar otros, no menos serios, de índole sistémica, como el de representantes y representados, gerencia política y funcionariado de planta (en particular, fuerzas y organismos de seguridad), capital financiero y mundo de la producción, etc. Cada tanto, las muertes violentas vinculadas a lo político nos vuelven a interpelar como evidencia horrible del fracaso en la tramitación civilizada del conflicto. Deliberadas, como los asesinatos: bombardeos de Plaza de Mayo, acciones guerrilleras y terroristas, represión estatal, internas gremiales, etc. O colaterales, como las de Río Tercero, Cromañón, Miserere o Gran Rosario. Y como trasfondo ominoso, los fenómenos inhumana y estúpidamente naturalizados de la pandemia de siniestros viales y de la indigencia estructural.
Es en este contexto que se inscribe la muerte del fiscal Nisman. Dada la magnitud de las potencias externas involucradas por los crímenes de la Embajada y de la AMIA, era razonable esperar que los procesos judiciales que intentaran iluminarlas con verdad y justicia serían muy vulnerables a la obstrucción y la contaminación, ya fueran éstas de procedencia exterior o endógena. Son casos que exigen al límite el módico nivel de calidad de las respuestas que puede ofrecer nuestra vida colectiva y que, en consecuencia, reactivan sus más profundos vectores de conflictividad. Abundo con esta precisión conceptual. Buena parte del discurso oficial y oficialista apoya su pretensión de legitimidad sobre una hipótesis de conflicto rizomática, que es a la vez interna y externa. El Poder, así, con mayúsculas posmofoucaultianas, que anteayer volteó a Perón, que luego bajó a Cámpora, que usó temporalmente a Isabel (para lo cual cercó y engañó al mismísimo Perón), y finalmente arrasó a la Nación, ahora no tolera que la verdadera política se haya venido a hacer cargo, finalmente, de realizar la voluntad del pueblo. Invirtiendo la frase célebre de Clausewitz, los cuadros y militantes cristinistas insisten en concebir la política como la continuación de la guerra por otros medios. Paradójicamente, se perciben, a la vez, como vanguardia de las multitudes amantes y como elite intelectual y moral sitiada … en la cúspide de la superestructura estatal. En su perspectiva, todo corrobora que estamos y estaremos en guerra, siempre, sin victoria final posible. Da lo mismo, en última instancia, quién haya suicidado al fiscal o inducido su muerte. En cualquier caso, se “sabe” –dogmáticamente– que resultará una situación funcional a todos los Poderes, económicos, mediáticos y pseudopolíticos que lucran y gozan con la fantaseada derrota del Proyecto. La eficiencia, la ética y la épica (y, por tanto, la verdadera política) tienen un solo bando, una sola manera de hacerse efectivos y un único liderazgo posible.

Dicho con todo respeto hacia la hospitalaria y querida voluntad editorial de Criterio, el cristinismo aspira –imposiblemente– a constituirse en un cristianismo secular y prístino.
Ahora bien. Los problemas argentinos de estructura, de gestión y de percepción no son sólo argentinos, no son recientes, y, básicamente, no fueron generados por la presente administración. No es inteligente ni responsable replicar la lógica kirschnerista de la enemistad interna como clave última de la politicidad. A los fines pedagógicos y paternalistas, Carta Abierta simplifica y condensa la multicausalidad contemporánea en la única figura fantasmática de un Poder, concentrado en destruir a la única persona (encarnada) que tiene cómo enfrentarlo. Hacer lo mismo invirtiendo el signo de las denuncias es profundizar un juego tóxico. Hay demasiada gente dispuesta a afirmar que, aunque no le constan los hechos ni la convencen los argumentos, es indudable que el fondo de la cuestión es transparente, y que la muerte de Nisman es funcional al encubrimiento de una voluntad política indecente y mafiosa. Hay demasiada energía puesta en visualizar el caso Nisman como el comienzo del fin, punto de inflexión, oportunidad para despertar la conciencia refundacional, etc. Si hay algo que no necesitamos los argentinos, es más discurso publicitario de cine catástrofe.
El populismo es un ensayo de respuesta ­–inadecuada y vulgar, a juicio de quien escribe– a deficiencias severas que la democracia liberal y capitalista no está logrando percibir ni aliviar. Las estrategias culturales y políticas vivificantes sólo podrán surgir de un ánimo de conciliación que deje bien en claro que, gracias a Dios, estamos lejos de esa guerra civil que aturde tácitamente al imaginario. Por tanto, la responsabilidad colectiva es combatir la escisión enervada, marca común al deterioro de todos nuestros ámbitos. La lucidez amorosa, para con nuestros muertos y para con nuestros hijos, hoy se llama respeto recíproco y mesura. Calidad en el espacio público, y, especialmente, calidad al exigir calidad. Claridad y sobriedad argumentativa. Y lealtad. No hay enemigos al interior de la Constitución.

El autor es Doctor en Filosofía y profesor de la Universidad de San Andrés

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  1. LUCAS VARELA on 18 agosto, 2015

    Estimado Dr. José Luis Galimidi,
    Empiezo por reconocer y confesar, que Ud., Dr Galimidi no carece de estilo; no cabe obviar, o negar, sin notoria injusticia. Y hay que ser justos con todos; con los “populistas” inadecuados y vulgares, y también con las “demócratas liberales y capitalistas”.
    No interesa ahora saber el significado que Usted, Dr. Galimidi, le da a los conceptos “populista”, “liberal” y “capitalista”. Es un ideario encarnado en un hombre, que hoy brega por respeto recíproco y mesura, por calidad al exigir, por argumentos claros y sobrios, y por lealtad. Me sumo a la responsabilidad colectiva para combatir “la escisión enervada”.
    Espero, de corazón, que la editorial de Criterio lea, y relea éste escrito. Porque, en ocasión de la muerte de Nisman, el anónimo “Concejo de Redacción” optó por la “acción directa” diciendo:

    “el Estado argentino no está estructuralmente capacitado para llevar adelante sus funciones más básicas” (Revista Criterio, editorial Marzo 2015)

    Estimado Dr., le agradezco su lúcido artículo.

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