Después de la ejecución de todas las sinfonías en el Teatro Colón de Buenos Aires, colmado de gente enfervorizada –no pocos jóvenes­–, el autor recuerda al gran creador alemán e intenta asomarse a sus tormentos.

“Los hombres encuentran en las mismas crisis la fuerza para su superación.”
Ernesto Sabato

Decir que Ludwig van Beethoven (1770–1826) fue uno de los más grandes compositores en la historia de la humanidad no representa una frase original ni novedosa. También está ampliamente difundido –y ocupa párrafos enteros en cualquiera de sus biografías – que el genio de Bonn padeció una progresiva pérdida de audición que lo llevó, hacia 1814, promediando su vida, a la sordera total. La afección fue entonces transformándose en una verdadera condena a la soledad.

Su obra comprende algunas de las páginas musicales más bellas jamás escritas. Basta un recorrido fugaz de la memoria para que en la mente de quienes amamos su obra emerjan inmediatamente y en particular, varias de sus 32 sonatas para piano, alguno de sus cuartetos de cuerda, sus cinco conciertos para piano y orquesta, el concierto para violín, su Quinta sinfonía, o la Heroica (Tercera), o la monumental Novena, que incluye en su cuarto movimiento, aunque él mismo lo callara, el más maravilloso instrumento: la voz humana. Y lo callaba porque esa novedad, esa rareza, apenas sugerida por alguien incapacitado para oír habría significado, tal vez, que la obra se hubiera caído en el olvido para siempre. Nadie hasta entonces se había atrevido a incluir la voz humana en una sinfonía.

Probablemente sólo quienes tienen la completa posesión del arte de componer música puedan comprender cabalmente el tormento que significó para aquella mente genial haber tenido que transcurrir dos tercios de la vida con esa discapacidad, en una época, además, en que muchas patologías eran vividas como una maldición que disculpaba la segregación y hasta  la explícita discriminación de quien las padecía.

Pero el gran tormento de Beethoven, entonces, lejos de aplacar sus ansias de crear lo llevó a seguir componiendo; muchas de sus más grandes obras fueron concebidas en su mente cuando sus tímpanos ya no le regalaban la nitidez del sonido musical. En octubre de 1802, por recomendación de su médico, Beethoven estaba pasando una temporada de verano en Heiligenstadt, un pueblito de campo, en aquella época separado de Viena. Allí, su infortunio lo llevó a escribir una carta a sus hermanos, conocida como el Testamento de Heiligenstadt y considerada hoy en realidad una carta a la Humanidad, que comienza así: “¡Oh, hombres que me juzgáis malevolente, testarudo o misántropo! ¡Cuán equivocados estáis!…”

La sordera lo atormentaba doblemente: por un lado, la desazón de no poder escuchar música, su música, que brotaba incontenible desde lo más profundo de sí. Por el otro, un miedo inmanejable al entorno: “Debo vivir como un exiliado, si me acerco a la gente un ardiente terror se apodera de mí, el miedo de que puedo estar en peligro de que mi condición sea descubierta”…

Y más adelante agrega: “nacido con un temperamento ardiente y vivo, hasta inclusive susceptible a las distracciones de la sociedad, fui obligado temprano a aislarme, a vivir en soledad. Cuando en algún momento traté de olvidar, ¡oh!, cuan duramente fui forzado a reconocer la entonces doblemente realidad de mi sordera, y aún entonces, era imposible para mí, decirle a los hombres, -¡habla fuerte!, -¡grita!, porque estoy sordo. ¡Ah! Como era posible que yo admitiera tal flaqueza en un sentido que en mí debería ser más perfecto que en otros, un sentido que una vez poseí en la alta perfección, una perfección tal como pocos en mi profesión disfrutan o han disfrutado”.

Pero a continuación, emerge de las líneas de Beethoven el hilo de fe y de esperanza que motorizó y transformó su potencia creadora hasta plasmar en su música los niveles máximos que su genialidad contenía: “Ser Divino, Tú que miras dentro de lo profundo de mi alma, Tú sabes, Tú sabes que el amor al prójimo y el deseo de hacer el bien, habitan allí.”

La esperanza es esa fuerza que, como la fe, surge de lo más profundo del corazón del hombre, en los momentos más difíciles, aún cuando todo parece terminar o no tener  sentido. Santo Tomás de Aquino afirma: “Es Dios quien causa la Fe y la Esperanza en el creyente, inclinando su voluntad e iluminando su inteligencia”. A esto se refirió Jesús cuando afirmó: “Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre que me envió” (Juan 6,44). Pero decir que tanto la esperanza como la fe son dones de Dios es una afirmación incompleta si no agregamos que se trata de dones ofrecidos a todo hombre, a todo ser humano, creyente o no. De otro modo, estaríamos frente a un Dios discriminador, caprichoso y selectivo.

Ciento setenta y cuatro años después de la muerte de Beethoven se publicó La Resistencia, un ensayo de Ernesto Sabato que consta de cinco partes y un epílogo. Es una obra que, impregnada de existencialismo, alude a hechos que tuvieron que ver directamente con la vida de su autor.

Sabato, que falleció poco antes de cumplir cien años, vivió gran parte de su vida en la búsqueda incesante de Dios. A menudo calificado como pesimista y hasta de carácter de tendencia depresiva, Ernesto Sabato plasma claramente en esa obra su inquietud y preocupación por todo aquello que aleja al ser humano de una vida plena, y con una tangible huella de esperanza orientada a la autorrealización pero siempre a través del otro, del prójimo. De allí el título: La Resistencia. Resistir a abandonarse al ajetreo que sumerge a todo hombre en las cuestiones más banales: “…a pesar de las desilusiones y frustraciones acumuladas, no hay motivo para descreer del valor de las gestas cotidianas. Aunque simples y modestas, son las que están generando una nueva narración de la historia…”

Así, en los últimos tiempos, en los tiempos de La Resistencia, Sabato –un agnóstico abierto al misterio de Dios– consintió en comulgar, se abrió a lo trascendente y mucho tuvo que ver con eso el ensayista, poeta y sacerdote Hugo Mujica. “Ernesto –escribió Jorge Fernández Díaz – creía que la realidad no cabía en la realidad, y asistía a sus oficios en la parroquia del Patrocinio de San José”, y más tarde, cuando la afasia que entonces lo aquejaba lo acercaba todavía más al final, asistía a misa los días de semana, en la catedral de San Isidro.

Sabato termina La Resistencia afirmando: “…El ser humano sabe hacer de los obstáculos nuevos caminos, porque a la vida le basta el espacio de una grieta para renacer.(…)El mundo nada puede contra un hombre que canta en la miseria.”

Beethoven y Sabato. Sabato y Beethoven. Dos nombres. Dos artistas geniales; disciplinas diferentes en dos momentos diversos de la historia de la humanidad. Sin embargo, un solo y común denominador como hilo conductor: el amor a la vida, plasmado en el arte, ofrecido como servicio a los demás y puesto en movimiento, enriquecido y alimentado por una profunda esperanza. Una esperanza activa plasmada de manera concreta en sus obras.

El rabino Sergio Bergman sostiene, en su libro Ser Humanos, que la esperanza no es la espera quieta de quien piensa en algo que llegará en algún momento, que vendrá en un futuro; esperanza no es en absoluto inacción: “Transitar este camino [la vida] con esperanza equivale a hacer las cosas sostenido por la confianza, en un presente que hace memoria del pasado y se proyecta hacia un futuro, con la certeza de que somos capaces de mejorarlo con nuestras acciones.” Y más adelante agrega: “La única garantía debe quedar ubicada, en cambio, en la confianza de estar contribuyendo a acercarnos a un destino que anhelamos. Finalmente concluye: “A la esperanza no se llega. La esperanza sirve para llegar.”

El verdadero artista está siempre fuertemente atraído por el impulso innato de crear. Pero es a través de un íntimo sentimiento de esperanza que ese intenso impulso logra canalizarse, orientarse y emerger. Y es esa esperanza la que enriquece y aún potencia en el artista sus dotes, su veta creadora.

 

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