A los 106 años acaba de morir el legendario director cinematográfico portugués, cuya carrera se inició en los años del cine mudo y siguió hasta la actualidad.
Tuvimos la suerte de conocerlo años atrás, en el Festival de San Sebastián. El presentaba Belle toujours, antojadiza y risueña continuación de la Belle de jour de Buñuel, y también presentaba una copia restaurada de Lola Montes, la impresionante obra de Max Ophuls ambientada en las cortes del rey Ludwig. Hablaba en excelente francés sobre esta última, y en portugués sobre la suya. Y tenía, en ese momento, 97 años.
El primer acercamiento de nuestro público a su obra había sido unos diez años antes, cuando Catherine Deneuve presentó en el Festival de Mar del Plata un delicioso documental sobre su amado Marcello Mastroianni, Mi recordo, sì, mi ricordo. En una parte, el propio Mastroianni mostraba escenas de rodaje del film que terminaba de realizar con Oliveira, Viaje al principio del mundo. Él no lo decía, pero cuando actuó en esa película ya estaba enfermo. Esa sería su despedida. Y bromeaba admirado de la insólita vitalidad del director. En otra sala daban, precisamente, el Viaje al principio del mundo. Deneuve y su hija, Chiara Mastroianni, fueron a verla. Una obra hermosa, muy tierna y de suave humorismo dentro de su melancolía, donde un hombre ya grande, queriendo saber de otro, encuentra el aire de su propio pasado. El público amó esa obra. Ya las siguientes produjeron otro tipo de reacciones, no todas positivas. Igual lo siguieron amando y admirando. Hombre fino, magnánimo, el Jueves Santo, cuando murió, había alcanzado los 106 años y había hecho 62 películas, la mayoría a partir de los 80 años y la última hace pocos meses. Otro dato admirable: llevaba 75 de casado.
Nacido Manoel Cándido Pinto de Oliveira el 11 de diciembre de 1908, de naturaleza amable y bondadosa, deportista, hijo de un rico fabricante, se acercó al cine como autor amateur de cortos documentales. El primero, Douro, faina fluvial, 1931, sobre la faena de los pescadores, ya revelaba un estilo poético. En 1942 hizo su primer largo, Aniki-Bobó, vívido retrato de un grupo de niños callejeros. Ocupándose de otras actividades, sobrellevando amablemente el largo régimen salazarista (incluso estuvo un tiempo preso), recién en 1956 hizo su segundo largo, El pintor y la ciudad, ya con el estilo de planos calmos y hermosamente conversados que habría de caracterizarlo, asociándolo al teatro. El reconocimiento le vino justamente con la adaptación de una pieza teatral, Benilde o La Virgen Madre, 1975. Para entonces, con la Revolución de los Claveles, al fin soplaban otros aires en su país.
Pronto inició una nueva vida y se dedicó exclusivamente al arte. Desde ese momento se convirtió en un ejemplo cada vez más impresionante de vitalidad: a los 88 años apareció en Inquietude bailando un tango con su mujer; hacía un largo o dos cortos por año, viajaba a festivales, incluso a Tokio, pero hay un detalle curioso: irónicamente, sus películas eran de una lusitana y melancólica languidez, muchas veces aplicada a olvidados textos literarios o teatrales, o a pesarosas reflexiones sobre la historia, el pasado y la vaguedad de la vida.
A veces exageraba. Le soulier de satin, sobre la obra de Paul Claudel, llegó a 410 minutos de duración (casi siete horas). Pero casi siempre hipnotizaba. Tenía esa virtud, además de un exquisito sentido del humor, capaz de crear un delicioso regocijo interior en obras como Viaje al principio del mundo (ahí ayudado por la calidez de Marcello Mastroianni), la más reciente Singularidades de una muchacha rubia o la antedicha Belle toujours.
En San Sebastián, tras presentar esta última, charló un rato con un puñado de periodistas, entre los cuales estábamos. Ya oía con alguna dificultad, pero todavía caminaba bastante derecho, mantenía su estatura (1.75 m.), y ante cada pregunta se expandía en un largo, calmo, grato y melancólico monólogo, indiferente a los esfuerzos de su traductora por interrumpirlo en algún párrafo. Se le avivaron los ojos cuando le preguntamos por su próxima picardía: «La tengo en elaboración, así que no puedo decir nada, salvo que será un poco polémica, lo que no es malo». Igual dijo unas cuantas cosas. Esa obra iba a ser Cristóbal Colón. El enigma, reflexión sobre las ya vanas teorías del historiador Manoel da Silva Rosa, que insistía en el origen portugués de quien llamaba Cristovao Colón.
Quién sabe cómo, la charla derivó hacia recuerdos más personales, que describió con una exquisita bonhomía y elegancia. «Con el correr de los tiempos, las costumbres han ido cambiando, y lo que antes escandalizaba ahora se ha ido aceptando, al menos en los otros», ironizaba.
«Antes, por ejemplo, los jóvenes sólo podían casarse con señoritas vírgenes. Si alguien quería elegir una que no lo fuera, era desaprobado por toda su familia, y también por la propia familia de la señorita que no era virgen. Y la muchacha pura debía serlo hasta el matrimonio. El joven debía esperar. En contrapartida, había unas casas muy lindas, muy confortables (digo esto no por mi boca, sino por la de compañeros míos que iban), donde había unas niñas muy agradables. Ahí se conversaba con una de esas niñas, se creaba cierta corriente de afecto, y cuando ésta se había creado pasaban a una habitación aún más confortable. Ángeles, llamaba alguien a esas niñas, que venían a salvar la virginidad de otras niñas, que así después podían casarse».
El Viernes Santo, con aplausos desde la salida de la iglesia do Cristo-Rei hasta el cementerio, acompañado por su esposa, de 96 años, el presidente de Portugal, el primer ministro y un gran cortejo de gente de cine, directores de museos europeos, figuras públicas, familiares y vecinos, fue sepultado en su ciudad de Oporto don Manoel de Oliveira, «o maior cineasta portugués de sempre». Al momento de despedirlo, el obispo de Oporto, don Antonio Francisco dos Santos, recordó especialmente O acto da primavera, donde Oliveira registraba un Auto Sacramental desarrollado precisamente en ese lugar, en una fecha como esa. Una ironía que parecía propia de su espíritu.
Otra ironía, de diferente índole: algunos portugueses ya lo están poniendo a la altura del poeta Luiz de Camoes y demás grandes figuras de su patria, y ya hablan de trasladar sus restos al Panteón Nacional, sito en Lisboa. Los lugareños se resisten con una razón muy valedera: «Don Manoel siempre fue poco afecto a los panteones».
Para quien quiera verlas, Las pinturas de mi hermano Julio, No, o la vana gloria de mandar, La carta, Vuelvo a casa, Palabra y utopía, El principio de la incertidumbre, Porto de mi infancia y el reciente O velho do Restelo, son otras de sus películas más celebradas.




















