
A propósito de las piezas de Janacek, Milhaud y Britten representadas en la Ciudad.
Buenos Aires es una ciudad rica y sorprendente en su oferta musical, variada y de calidad. Ejemplo de esto es que en los mismos fines de semana se han visto dos notables espectáculos, uno a precio módico y cuasi simbólico, y el otro directamente de acceso libre, con invitación discreta a dejar una contribución a la salida.
La Usina del Arte es un centro cultural que, venciendo el mito de que quedaba fuera del centro, y por una mejora y seguridad del entorno, tiene ahora un público numeroso y consecuente. Conocía la sala grande de conciertos, esta vez la cita fue en la de cámara, con cabida para doscientos espectadores. Janacek y Milhaud fueron los compositores elegidos por Marcelo Lombardero, a quien debemos, entre otras muestras de su talento, la puesta de “Der König von Atlantis”, invitada luego a escenario parisiense; un muy discutible pero atractivo “Don Giovanni” para Buenos Aires Lírica; “Tristán e Isolda” y una Tetralogía interrumpida después del Prólogo por penurias presupuestarias en el Argentino de La Plata, teatro por cuya dirección pasó, al igual que la del Colón, sin olvidar “Bromas y lamentos”, un delicioso café concert del Renacimiento. En la temporada actual reemplaza a la cuestionada Katherine Wagner, nieta del músico, para la puesta de “Parsifal”.
Leos Janacek, compositor checo, o más bien, moravo, nacido en el Reino de Bohemia en 1854, falleció cerca de su ciudad natal, Brno, para entonces Checoeslovaquia, en 1928, y allí reposan sus restos. Aunque buena parte de su existencia transcurrió en el siglo XIX, no es un anacronismo colocarlo entre los compositores del XX. Tras una primera etapa estuvo dentro del nacionalismo musical, con su rescate del acervo folklórico de Moravia, la ópera ”Jenufa” (1891) se inscribe en el realismo popular, y con su difusión mundial, el autor evoluciona del impresionismo al expresionismo y a la vanguardia europea. En el Colón se ha representado esta ópera (la vimos primero en alemán, luego en checo), y las posteriores “Katia Kabanová”, “El caso Makrópoulos” y “La zorrita astuta”, y solamente en DVD la lúgubre y trágica “De la casa de los muertos”, en base a Dostoievski.
La primera de las dos obras del programa de la Usina del Arte no fue una ópera sino un ciclo de veintiún canciones más un número de piano solo, que el compositor quiso tuviera desarrollo escénico: “Diario de un desaparecido”. Se trata de un muchacho campesino que cae enamorado de una gitana, debatiéndose entre la pasión y su fe religiosa (perder la castidad, lo que efectivamente ocurre), y el disgusto que daría a sus padres. Con la perspectiva de un hijo por nacer, el joven deja todo y se va, y “de él no se supo más”, como seguía el título original, acortado luego. Janacek escribió a Kamilla Sosslová, que influyó fuertemente en su imagen del ser femenino: “…Y la gitana morena en mi Diario de un desaparecido, esa eras tú. Por eso hay tanto fuego emocional en la obra. Tanto fuego que si ambos nos viéramos atrapados, nos volveríamos cenizas….Y a lo largo de toda la obra, ¡yo pensaba en ti! Tú eras mi Žofka. Žofka con un niño en brazos, ¡y él corre detrás de ella!…”.
Escrita para tenor, mezzosoprano, piano y tres voces femeninas en breve intervención, puede decirse con el recordado Julio Palacio que está ahí la “contundente originalidad” característica de un compositor “solitario e independiente” que “ni formó escuela ni tuvo imitadores directos”.[i] La obra fue servida con todos los honores. El tenor Pablo Pollitzer fue intenso en su actuación, con una bella voz, y una formación que le permite frecuentar un repertorio que va de Monteverdi a Berg o a Gandini. Florencia Machado fue la seductora gitana con toda las condiciones que le valieron el Premio del Concurso Internacional de Canto, Teatro Colón 2012. Carlos Koffman se ganó el aplauso entusiasta en una obra en que el piano también es protagonista, y en el número solista, clave.
Siguió a Janacek el francés, de familia judía provenzal, Darius Milhaud (1892-1974), uno de los integrantes del Grupo de los Seis (con Arthur Honneger, Germaine Tailleferre, Georges Auric y Francis Poulenc). En 1916 se trasladó a Brasil como secretario del embajador francés, el gran escritor Paul Claudel, hoy injustamente olvidado, una especie de venganza póstuma de su hermana Camille. La estadía y la amistad se plasmaron en composiciones como “Saudades Brasileiras”, y en ciclos de canciones sobre poemas de Claudel (para barítono y piano). Claudel fue el autor de la obra a la que Milhaud puso música, “Christophe Colomb”, que se representó en el Colón en 1953, con dirección de Albert Wolff, Felipe Romito como regisseur y “excelente” Narrador, Jacques Janssen; Angel Mattiello, Matilde De Lupka y Eugenio Valori, estos tres últimos cantantes de quienes conservamos el mejor de los recuerdos.[ii]
“El pobre marinero” (“Le pauvre matelot”) data de 1926, es una “complainte” (lamento) en tres breves actos sin solución de continuidad, con libreto de Jacques Cocteau (como se ve, Milhaud no se quedaba corto a la hora de elegir textos; ya lo hizo al recurrir a Francis Jammes para su primera ópera). La obra, estrenada en el destruido teatro Odeón en 1948, estuvo en cartel en 1999 para Juventus Lyrica y en el Colón en 2000. Es algo así como un Ulises al revés: en una localidad portuaria, una mujer espera el regreso de su esposo marinero que partió hace quince años. El bar, que regentea con su padre enfermo, está al borde de la quiebra. El “pobre marinero” llega, el amigo lo reconoce y, noblemente, porque ama a la mujer sin ser correspondido, lo urge al reencuentro conyugal. Pero el marinero, ahora un hombre rico, prefiere visitarla como mensajero del marido, con esta vuelta de tuerca: le dice que él es rico, y que su marido está por retornar, pero pobre y agobiado por las deudas. La mujer no reconoce en ese hombre al marido, (apenas, “las espaldas de los marineros se parecen”). Espera que el hombre se duerma y tras comprobar que efectivamente es rico, lo mata a martillazos. Con el padre, que no ha participado del crimen, esconde el cadáver. Ella se queda esperando, ahora sabemos que para siempre, a su esposo. Tremenda historia aparentemente, como “I Pagliacci”, sacada de la vida real. Milhaud recurre a un canto alternado, con pequeños motivos repetidos y rítmicos. Con los doce instrumentistas que dirigió Martín Sotelo, un notable grupo de cantantes dio vida a esta historia, que ocupó al parecer las crónicas policiales de la época. El pobre marinero, que de pobre no tenía nada, fue Gustavo López Manzitti, quien en 2014 nos impresionó muy bien como Idomeneo y tenemos referencias del éxito obtenido este año como Werther. Aunque su voz podía resultar demasiado voluminosa para la sala, tanto vocal como actoralmente, fue una interpretación de alto nivel. El resto de los intérpretes, también óptimos, fueron Graciela Oddone, la esposa; Hernán Iturralde, el padre (entre Scarpia y Don Pasquale para Buenos Aires Lyrica, prueba de su ductilidad como artista); y Víctor Torres, que compuso el rol de amigo con honda sensibilidad y dicción francesa excepcional. Marcelo Lombardero, director de escena, une las dos obras en quien se va y quien llega con el elemento común de la tela semitransparente de una ruta, detrás de la que están los instrumentistas, la gitana y las tres voces femeninas de breve intervención. Como ocurre en las puestas innovadoras, lo que dice el texto no siempre se corresponde con la escena, reparos que no disminuyen el valor visual y la tensión dramática logrados en ambas puestas. Fue un espectáculo realmente notable que confiamos vuelva a la Usina o a otros escenarios, como el público se lo merece.
En el barrio de Almagro se fabricaban hasta alas de avión. La empresa quebró en los noventa y el edificio, IMPA, fue “recuperado por los trabajadores”. Testimonio de otros tiempos es el oscuro galpón y las maquinarias de grandes proporciones, ya inútiles. En la fábrica, que produce en pequeña escala, hay espacios culturales, educacionales y un museo. Este lugar, sorprendente como punto de partida, fue elegido por Lírica Lado B para un estreno de Britten. Al conjunto, talentoso y esforzado, se debe el rescate en años anteriores de obras poco conocidas (como un “Falstaff” de Salieri). Su director, Camilo Santostefano, lo es a su vez de MusicaQuantica y del Coro de la Universidad de las Artes, en todo lo cual tiene bien ganado prestigio. Todo –espacio no convencional, músicos dedicados y talentosos– confluyó para la conmovedora experiencia que fue conocer una de las tres “fábulas de iglesia” de Benjamin Britten (1913-1976), “Curlew River” (se prefirió, con buen criterio, no intentar traducirlo por “Río de zarapitos”). Britten fue prolífico en el género operístico, que en buena medida hemos conocido en estos lares, como “Sueño de una noche de verano”, “Peter Grimes”, “Muerte en Venecia”, “Albert Herring”, “Una vuelta de tuerca”, más el Réquiem de Guerra recientemente y música instrumental y vocal. El “efecto Malvinas” nos privó en su momento de “Billy Budd”, sobre el relato de Melville, ya que la acción transcurre en un buque de guerra británico. Quien haya podido conocerla en el exterior o en DVD sabe que es una ausencia para el Colón que debe ser reparada.
Britten escribió tres “parábolas para ser ejecutadas en la iglesia”, con destino al templo en Orford, las otras dos son “El horno ardiente” y “El hijo pródigo”, que bien podrían tentar a Lírica Lado B en el futuro. El autor, tras un viaje a Japón, quedó impresionado por el teatro Noh, y lo tomó en una de sus variantes (la locura) con un elenco totalmente masculino, inclusive la Mujer Loca. Un coro monástico con salmos en latín marca el comienzo y el final de la obra: impresionante es el efecto y la perfección que alcanza. El abad (una revelación, el joven barítono Max Hochmuth) propone relatar una parábola, y comienza la acción. Al borde del río, el Barquero (barquero y mástil en la plástica composición del barítono Alejandro Spies, muy bueno vocalmente) espera con el Viajero (Gabriel Rabinovich, muy logrado), y otros pasajeros para cruzar de orilla. Incoherencias y lamentos se escuchan cada vez más cerca hasta que aparece quien los profiere, la Mujer Loca. El Barquero se resiste a embarcarla pero al fin lo hace y a medida que navegan nos enteramos de que busca desesperada a su hijo preadolescente secuestrado un año antes. Justamente, del otro lado del río, hay una tumba que se ha convertido en lugar de peregrinación; la Mujer comprende por el relato que le hacen que ahí yace su hijo. Horrorizada, rebelada contra Dios, es consolada y volcada a la oración con la aparición del espíritu de la criatura (una voz verdaderamente celestial la de Constanza Leone). Todo esto, sobre una plataforma de maquinaria, excelente iluminación, el coro, monjes que pasan a ser parte de la parábola, con ropa fabril, y los cantantes con elementos muy simples para identificarlos, que visten en escena, más un pequeño grupo de instrumentistas y tres bailarines. El texto, de William Plomer, y la música conmueven y mantienen en permanente atención. Mención especial corresponde a Pablo Pollitzer, la Mujer Loca. Creáse o no, en el espacio de una hora, pasa de la Boca a Almagro y del checo al inglés, de varón a mujer, y vuelve a brindar una interpretación de tan alto sino de superior nivel. El fervor del público, que hace una larga cola para ingresar y en muchos casos no le importa quedar de pie, fue desbordante, impactado por este regalo para el espíritu.
En síntesis, ha sido un privilegio disfrutar de estas tres obras de grandes exponentes de la música del siglo XX, y alentador en cuanto a la existencia de un cada vez mayor y mejor grupo de artistas y de mucha gente que responde incluso a propuestas pocos convencionales como éstas.
[i]Palacio, Julio. El león y la zorrita, en Teatro Colón, temporada 2000, pág.32. Ver también en la misma revista: Leos Janácek, una pasión morava, por Pola Suárez Urtubey.
[ii]Valenti Ferro, Enzo. La Opera, pasión y encuentros, ed. Arte Gaglianone, 1994. Colón en el Colón: La Municipalidad porteña publicó entonces, cabe destacar por el obvio contraste, en pleno peronismo, una cuidada edición del texto de Claudel (seguramente en traducción de Ángel Battistesa). Milhaud escribió en 1947 una ópera, “Bolívar”, pero Juana Azurduy no figura en su catálogo.