Rusalka, ópera de Antonin Dvorak, subió a escena en el teatro Avenida con notables voces y una régie para el olvido. Situación inversa a la experimentada con la puesta de Don Carlo en el Teatro Colón, donde la brillante labor del regisseur hizo olvidar a un elenco que no se distinguió por su desempeño vocal.

Por diferentes razones eran dos obras muy esperadas, testimoniado por ambos teatros con asistencia completa desde la platea al paraíso. Don Carlo pertenece a la madurez de su autor y es una de las cumbres de la ópera verdiana. Rusalka, inserta en la mitología eslava, también se inscribe en los años finales de su compositor, ya convertido en figura plena de honores en su patria natal. Ambas fueron presentadas dentro de la programación de cada teatro como uno de los acontecimientos de la temporada. Empero, algo quedó a mitad de camino.
El caso de Rusalka quizás sea el más dramático porque fue absolutamente tergiversada en su puesta. Algunas anotaciones previas: la labor que realiza Buenos Aires Lírica merece aplaudirse por lo que significa su apuesta en tiempos adversos para la alta cultura. Su repertorio es cuidado, tal como la selección de los artistas, y en particular el programa de mano (que incluso supera en calidad y contenidos al que ofrece en esta temporada nuestro primer coliseo). Dicho esto, asistimos con entusiasmo a una conferencia previa que los involucrados –y organizaciones vinculadas con la cultura eslava– brindaron en el Jockey Club. Hasta allí todo era entusiasmo, y se remarcó esa noche la pertenencia de la entonces Bohemia al aún poderoso Imperio Austrohúngaro. Parecía sólo un detalle de la historia.

Al abrirse el telón del Avenida en la segunda función, el mundo feérico había abandonado al espectador por completo. En lugar del bosque, el lago y las ninfas, la acción presentaba un prostíbulo, una tina y diversas meretrices que recibían y despedían a los clientes de sus servicios. Rusalka canta su desdicha de amor por el apuesto príncipe pero, claro, cuando consigue convertirse en “humana” (¿antes no lo era?) es porque implora a la bruja Ježibaba, que tampoco es una bruja –al menos en el sentido “encantado” del término– sino la déspota madama del lupanar. Quizás lo más hilarante o irritante haya sido cuando –en uno de los pasajes más bellos de la ópera– Rusalka canta el “Himno a la Luna”, y el astro es reemplazado por una lámpara redonda con detalles a tono con una escenografía Art-Noveau. Tal cambio de coordenadas trastoca la naturaleza del segundo acto, donde el palacio del Príncipe no luce con la correspondiente magnificencia y se limita a cuidar las formas para devolver la acción en el tercero nuevamente a la casa de citas.

Si en la historia original Rusalka es una Princesa extranjera y el Príncipe (la obra original no menciona de dónde), puede intuirse austrohúngaro (por los colores rojo y blanco y por el Modernismo del prostíbulo, corriente que tuvo su apogeo en los años del estreno de la obra en Praga), ¿podría sindicarse que las prostitutas son checas ante la dominación austríaca? Sería aventurado afirmarlo pero lo que sí es seguro es que, por desgracia, la nueva contextualización resignifica la historia transformándola del romanticismo sensual a la pulsión sexual. Pero no todo fue un desaliento: la dirección musical de Carlos Vieu fue inteligente, otorgándole a la ejecución de la partitura el brillo y la gracia del cuento encantado que permitió que la obra, con sus leitmotiv y lied, adquiriera la imaginería robada visualmente. En tanto, Eric Herrero, Homero Pérez-Miranda y Elisabeth Canis cumplieron con corrección sus roles; y las sopranos Marina Silva, y en particular la Rusalka de Daniela Tabernig, fueron deslumbrantes. La labor de esta última por momentos acarició la memorable visita al personaje que hizo Renée Fleming. Así las cosas, Rusalka fue una plena labor musical para escuchar con los ojos cerrados.

Por el contrario, donde hubo que tenerlos bien abiertos fue en el Colón ante la destacada puesta de Eugenio Zanetti para Don Carlo de Verdi. Por lo pronto, todo aquel mundo acuático ausente en Rusalka se hizo presente en los cambios de escena de esta larga ópera y nos recuerda una sentencia de Bachelard cuando escribe: “Todo lo que el ser humano desea puede reducirse a la figura del agua”. Hondo drama de amor y deseo durante el reinado de Felipe II de España hacia 1560, para Giuseppe Verdi significó la tercera labor a pedido de la Ópera de París, luego de Gerusalemme e I Vespri siciliani. La versión original estrenada en1867 constaba de cinco actos y se consustanciaba con la suntuosidad del drama lírico francés. La presentada en el Colón se corresponde con la nueva versión del libreto en cuatro actos, labor de Angelo Zanardini, si bien el propio Verdi le otorgó otras modificaciones luego de su estreno en la Scala en 1884. Anota el experto Pierre Milza en su libro Verdi y su tiempo: “Aplaudieron a los intérpretes y a la orquesta, ovacionaron con cortesía al compositor, pero no hubo explosiones de entusiasmo. De todos modos, Don Carlo, se mantuvo en cartel durante varios meses”, y añade: “Don Carlo desconcertó al público parisino porque era difícil de clasificar. No era ni una ‘gran ópera’ tradicional, ni una ‘opera lírica’ al estilo Gounod, pero tampoco era una clásica ‘ópera a la italiana’, ni un drama musical de inspiración wagneriana como sostenían algunos críticos”.

Ampulosa como su orquestación fue la puesta de Zanetti, que ubicó la acción dentro de un majestuoso palacio cuyas columnas se encuentran horadadas en la base, señal de la progresiva decadencia del Imperio. El regisseur elige una escenografía que privilegia los dorados, proyecciones e incluso retoques digitales como el que efectúa al célebre Jardín de las delicias de El Bosco, permitiendo que algunos de sus personajes caminen dentro de la pintura que representa el falso paraíso al que ha llegado la humanidad. No casualmente esa pintura fue una de las favoritas de Felipe II, y el hincapié puesto en su presencia en Don Carlo permite reconocer en buena medida la tensión psicológica del rey, que de tal modo tiene mayor presencia a lo largo de la ópera. Conocedor como nadie de la dirección de arte en el cine, un singular juego de sombras frente a la obra de El Bosco, con un vestuario tan detallista como impactante, recuerda particularmente a La conspiración de los Boyardos, de Sergei Eisenstein: “Por días y días habíamos luchado con ciertos trajes cortándolos y drapeándolos para que tomasen aquel ritmo que había soñado cuando, cerrando por un instante los ojos con aquel brocado entre las manos, he visto una procesión de Boyardos moverse lenta y pesadamente vestidos hacia la cámara del zar moribundo… He estudiado atentamente cada movimiento de los personajes, de los más violentos a los más imperceptibles. He analizado cierta posición característica de los dedos, en las pinturas del Greco”.

Seguramente se recordará durante años esta puesta, que se sitúa junto a la que genios del cine desarrollaron en escena, como la de Franco Zefirelli (Scala, 1992), o Luchino Visconti (Covent Garden, 1985; Sevilla 1998), y que por fortuna perduran gracias al registro en video.

Si de asimetrías se trata, aquí las voces fueron menores. José Bros, Alexander Vinogradov y Tamar Iveri oscilaban entre la técnica vocal y el dramatismo que requiere tamaña obra. Fabián Veloz, como Rodrigo, pudo sacar buen partido del necesario equilibrio. Mejor fortuna tuvieron Beatrice Uria Monzon, Alexei Tanovitski y –muy especialmente– el monje de Lucas Debevec Mayer. La dirección musical de Ira Levin fue trascendente. Pero pocas veces, tal como presenta esta larga reseña, la labor del regisseur ha despertado tan grandes pasiones.

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