
En referencia a los años ’70, la reconocida socióloga entiende que hablar de reconciliación supone el reconocimiento en voz alta de las acciones propias de todos los actores, contribuyendo a restituir la verdad ya sumiendo con honestidad actos del pasado que hoy producen arrepentimiento.
La revista Criterio ha tenido la generosidad de solicitarme una nota prosiguiendo el debate propuesto en sus páginas en el número de octubre 2015, que gira alrededor del pasado reciente, y de la posibilidad de diálogo, y también de verdad, de reconciliación y de perdón. Imagino que su solicitud puede no ser ajena al hecho de que, hace ya unos años, yo escribiera –con afán de provocar el pensamiento sobre todo en quienes, como yo, se situaban incondicionalmente en oposición a la brutal Dictadura militar 1976/1983– que el tabú que entre nosotros rodeaba a los términos de arrepentimiento, reconciliación o perdón en la reflexión sobre el modo de lidiar con aquel pasado traumático posiblemente ocultara, bajo argumentos atendibles, razones menos defendibles y que hacían a la renuencia a conmover antiguas certezas respecto de lo bien fundado de nuestras propias acciones y convicciones de entonces.
En esta ocasión, no puedo dejar de proponer una reflexión similar, pero de sentido invertido: ¿qué podemos escuchar en el llamado a la reconciliación, al diálogo, al perdón, por parte de quienes no se sitúan ni en el campo de los opositores a la Dictadura, ni en el campo de sus víctimas, que reclaman equidistancia frente a unos y otros cuando no se ubican más claramente en el campo de quienes apoyaron o sirvieron a aquel régimen? ¿Qué supuestos podemos develar, en ese llamado?
Para introducir esas preguntas querría proponer, previamente, una descripción cruda de la situación sobre la que se llama a dialogar, tal como yo la comprendo: no concuerdo ni con que haya habido dos demonios, ni con que haya habido múltiples demonios, ni tampoco con que el demonio haya sido uno solo, a saber la violencia. Entiendo que el terror impuesto desde el Estado por las Fuerzas Armadas el 24 de marzo de 1976 es inconmensurable con cualquiera de esas descripciones. Antes de marzo del ‘76hubo, ciertamente, actores violentos, que soñaban con imponer su idea del orden adecuado del mundo por la violencia; hubo, ciertamente, acciones que hoy me resultan atroces e injustificables, tanto desde las fuerzas insurreccionales como desde las estatales y paraestatales. Todo ello puede ayudar a comprender el advenimiento del Terror estatal, pero ese terror no es su simple consecuencia ni continuación. La instalación de centenares de campos de concentración clandestinos y la reducción de sus prisioneros a la inhumanidad, la sistematización de la tortura –y por si fuera necesario, agrego: incluso sobre mujeres embarazadas–, las desapariciones (que su número sea de diez mil, veinte mil o treinta mil, no cambia en nada la magnitud del horror), el arrojar personas vivas al mar desde aviones, la apropiación de niños nacidos en cautiverio, las violaciones, nada de ello puede explicarse por lo anterior, e insisto, no guarda ninguna proporción argumentable ni con la violencia ejercida por las organizaciones guerrilleras, ni con el caos político del año 1975, ni tampoco con el sentimiento de vulnerabilidad que sin duda percibían los integrantes de las Fuerzas Armadas y de seguridad cuando accedieron al poder en 1976. Todo lo anterior está suficientemente probado y documentado, y considero que es tan innecesario abrir un debate al respecto como abrir un debate respecto de si existieron hornos crematorios en Auschwitz. Creo que es necesario advertir que las formas que tomó el Terror estatal bajo la Dictadura militar 1976-83 supone un quiebre moral, civilizatorio, incluso para los cánones de una época signada por la violencia política como lo fue la primera mitad de los años setenta en la Argentina.
El reconocimiento de esta situación es, a mis ojos, un punto de partida de acuerdo sin el cual ningún diálogo verdadero resulta posible. Porque sin ello, simplemente estaremos proponiendo un escenario de simetría allí donde no la hubo. Y si decimos que no hubo simetría no es porque queramos defender la idea de que los valores de unos fueran preferibles a los de otros, ni que la violencia de unos fuera más justificable que la de otros o que las víctimas de un campo merecieran mayor reconocimiento o mayor justicia que las del otro. Decimos que no hubo simetría porque reducir aquello que sucedió a una escena de guerra o de violencia generalizada –que podríamos no obstante admitir que también la hubo, como lo proponen muchas de las escenas de reconciliación–, supone negar que el pasado con el que debemos reconciliarnos no es tanto, o no es sólo, aquel que puede describirse bajo aquella imagen, sino que es sobre todo aquel que se escribió bajo la forma de un régimen de Terror organizado que no admite simetría alguna.
Quien lea el prólogo del Arzobispo Desmond Tutu al informe de la Comisión de Verdad y Reconciliación en Sudáfrica no puede sino quedar maravillado por la delicadeza con la que dicho texto establece, a la vez, culpabilidades repartidas entre los actores estatales o paraestatales del sistema de apartheid por un lado y los actores anti-apartheid por el otro, mientras afirma al mismo tiempo con prístina claridad que ello no establece, no obstante, una situación simétrica: el apartheid, escribe Tutu, es un crimen contra la humanidad. Si, como creo, podemos extraer más de una lección de ese proceso memorable, aquella no es una lección menor: que determinemos responsabilidades en los distintos actores no equivale a establecer una simetría. Hubo, en la Argentina, el ejercicio irresponsable y criminal de la violencia política; hubo en la Argentina el desafío a la ley. Y hubo, en la Argentina, el despliegue del Terror criminal desde el Estado que constituye, en la institución de un sistema estatalmente organizado de desaparición, de deshumanización y de tortura, un crimen contra la humanidad.
¿Cómo, entonces, establecer un diálogo, cómo propender a un escenario de reconciliación y de perdón? Para que ello sea posible, entiendo que debemos acordar, como en Sudáfrica lo promovió aquel texto inaugural, cuál es el pasado que convoca a ese eventual encuentro. Ello supone, a mi modo de ver, en primer lugar, que quienes tomaron parte en la acción de las Fuerzas Armadas y de seguridad, o quienes la apoyaron –más allá de su participación personal en la tortura, la desaparición o el asesinato, y más allá también de su eventual convicción de lo bien fundado de poner fin al accionar de la guerrilla– estén dispuestos a dejar de escudarse en el discurso de una guerra de simetrías, para mirar hacia adentro de ellos mismos, de sus acciones y las de quienes los rodeaban, para enunciar en voz alta, tal vez por primera vez, su saber acerca de la criminalidad y la brutalidad, sin precedentes ni simetrías, del régimen al que sirvieron.
Se trata en efecto, según creo, de enunciar en voz alta. Porque la pregunta sin cuya respuesta considero imposible que pueda establecerse escena de reconciliación alguna, es la de saber por qué, si existen y existieron, entre los antiguos participantes de las fuerzas insurreccionales o entre sus simpatizantes de entonces, numerosas voces que se alzaron para poner en cuestión su propias creencias, su propio pasado, ¿por qué entonces existieron tan escasos testimonios de actores del Terror estatal, que hayan relatado, en primera persona, aquello que hicieron o presenciaron? ¿Por qué no ha habido, por parte de integrantes de las Fuerzas armadas de entonces o de quienes los apoyaron, ninguna iniciativa para intentar reconstituir la verdad, ofreciendo datos fehacientes para el conocimiento del destino de los secuestrados, para la aparición de sus cuerpos, para la restitución de los niños? ¿Por qué esos actores prefirieron callar, antes que contribuir a la verdad, al reconocimiento del horror del que, más voluntariamente o menos, fueron partícipes?
Es cierto, y lo he escrito en otros lados: hoy, tal como se ha desplegado, la escena de los juicios de lesa humanidad no parece facilitar esta posibilidad, ya que supone la complicación de la situación procesal para quien hable, o para aquellos involucrados en su relato. Pero ¿hablarían acaso si tuvieran la certeza de que ello no complicaría, o incluso favorecería, su situación procesal? Porque es cierto también que fueron muy pocos, poquísimos, quienes hablaron cuando se creía definitivamente cerrada la posibilidad de su punición. Y que no hablan tampoco quienes, hoy condenados, parecerían no perder nada si lo hicieran. Es posible que no sea sencillo admitir, en voz alta, que se ha cometido un Mal inconfesable. Pero si a fin de cuentas el motivo de su silencio no obedeciera ni al deseo de ocultarse a ellos mismos el grado de barbarie al que accedieron, ni tampoco a cuestiones procesales, sino a que antepondrían el espíritu de cuerpo de la institución a la que sirvieron; si valoraran más su lealtad a quienes ordenaron acciones criminales sin precedentes, que la contribución de su palabra a la verdad y la reconciliación, entonces, sobre ese silencio sin arrepentimiento, no creo posible construir escena alguna de perdón y reconciliación.
Como señalé al comienzo: así como creo necesario interrogar las razones esgrimidas por quienes, desde el campo de la oposición frontal a la dictadura, niegan la posibilidad de admitir los términos de perdón y reconciliación, creo necesario interrogar también las de quienes, desde el campo de sus servidores de entonces, hoy claman por una reconciliación. Tal como puedo imaginarla, una escena de reconciliación no supone el abrazo de la víctima y el victimario, ni el viril sacudón de manos de antiguos enemigos. Supone el reconocimiento en voz alta, por parte de los distintos actores, de sus acciones; supone contribuir a restituir la verdad, allí donde su ausencia prolonga las consecuencias de esas acciones hasta el presente; supone la honestidad de asumir, en primera persona, actos de los que uno hoy se avergüenza.
Por fin, es lícito preguntar, ¿se puede, se debe, perdonar todo, incluso lo peor? Reconciliarse, ¿significa acaso perdonar? Pensando desde fuera del campo jurídico y del campo religioso, que escapan a mi competencia, me arriesgo a avanzar: es posible que haya hechos que no puedan ni deban perdonarse; pero tal vez sea posible perdonar a quienes, habiéndolos cometido, querrían contribuir a deshacerlos si pudieran. Así, tal vez se pueda perdonar a quien, arrepintiéndose, intenta poner fin a las consecuencias de lo hecho, y que, en ese arrepentimiento, ya no es más aquel que fue entonces. De ese modo, con quienes ya no son quienes fueron, o entre quienes ya no somos quienes fuimos, tal vez sea posible comenzar a utilizar la palabra reconciliación; reconciliarse sería, así, sobre la asunción de esa ruptura radical con el pasado, ser capaces de erigir una escena común del Nunca más.
La autora es Licenciada en Sociología por la Universidad de París VIII y doctora en Ciencias Sociales por la UBA, donde dicta Teoría Política, e investigadora del Conicet.
2 Readers Commented
Join discussionEstima Señora Claudia Hilb,
Muchas gracias.
Su artículo es profundo, y con evidente vocación conciliatoria.
Permítame observar que los procesos de lesa humanidad son consecuencia de una «Ley de Punto Final», promulgada sin el reconocimiento de los hechos, como «punto de partida» para un «punto final».
Así las cosas, el tema es duro y complejo. Aunque el tiempo corre siempre a favor de una reconciliación. Sugiero que éste artículo suyo sea de análisis y debate dentro del ámbito de las fuerzas armadas
La guerra insurreccional fue llevada a cabo por personas que no estaban dispuestas a transar en nada. En el verano de 1976 escuché a algunos de ellos decir (respecto de los militares) «o nos matan a nosotros o los matamos a ellos». Confirmando ese espíritu de «todo o nada», muchos de los que habían sido amnistiados en mayo de 1973 volvieron a la lucha con venganzas incluso contra los jueces que los habían juzgado con el debido proceso. Habrá militares que no hablan por vergüenza, pero la mayoría ha declarado que las acciones les fueron forzadas por un enemigo que no les dejaba alternativas, que solo dejaría de luchar si moría. En semejante contexto de «todo o nada», ¿que simetría pudo haber existido?