¿En qué beneficia a los políticos el estudio de la historia? ¿Qué les aporta, diríamos más llanamente, la inclusión de la mirada histórica en el análisis de la realidad política sobre la que habitualmente operan?

Es sabido que la historia ayuda a comprender los lazos que nos unen como comunidad, el sentido de nuestras costumbres y los cambios que atravesaron las instituciones que nos rigen. Además, la historia nos recuerda los esfuerzos realizados por generaciones pasadas en la construcción de nuestra nación… Todo esto lo sabemos y lo hemos escuchado infinidad de veces desde nuestro paso por la escuela primaria. Ahora bien, entre sus múltiples aportes, me gustaría recordar en esta ocasión tan sólo cinco que creo tienen particular relevancia para nuestro contexto actual.
En primer lugar, la historia puede ser entendida como el oficio de la comprensión. ¿En qué sentido? Si se lleva adelante sin ira pero con estudio (como diría Tácito) resulta una vía privilegiada para registrar la diversidad del acontecer humano, las variadas respuestas que los distintos hombres y mujeres fueron ensayando ante los desafíos que se les presentaron. Podríamos decir, de alguna manera, que la historia nos descentra, nos obliga a salirnos de nosotros mismos, de nuestras circunstancias estrechas e inmediatas y nos abre al reconocimiento del otro, de los otros. Relativiza nuestros hábitos y costumbres tanto como nuestros éxitos y fracasos. Modera nuestro orgullo y nos dispone favorablemente hacia una actitud de tolerancia, una virtud indispensable para la vida en común en las sociedades modernas.
En segundo lugar, diría que, frente al hambre impaciente de eternidad (que no es privativo del político, pero que muchas veces lo acompaña), la historia nos coloca ante lo efímero del tiempo. Pero así como nos recuerda sin vueltas la fugacidad y pequeñez de la existencia individual, no deja de dar muestras de la potencialidad inscripta en el obrar libre del hombre.
La mirada histórica es, también, un gran antídoto contra el racionalismo político. Nos hace recelar como a Adam Smith de aquel “hombre de sistema”, tan “sabio en su propia vanidad”, “tan enamorado de la supuesta belleza de su propio plan ideal de gobierno que [es incapaz] de tolerar la más leve desviación de ninguna de sus partes”. El estudio del pasado da cuenta de las consecuencias no intencionadas del obrar humano sobre las que nos ilustraron los filósofos escoceses. Nos muestra asimismo que muchas veces los caminos adoptados no siempre coincidieron con la alternativa que en su momento se presentaba como la más probable o, acaso, como la única posible.
En estrecha relación con lo anterior, la historia es maestra inigualable en el arte de los matices. Quienes conocen al menos un poco de historia suelen desconfiar de los encasillamientos demasiado rígidos y de las etiquetas de acero. Se vuelven cuidadosos y precisos con los términos o las categorías que emplean, previenen contra los anacronismos y rechazan las consignas binarias que se presentan en apariencia tan simples como excluyentes.
En cuarto lugar, la historia da cuenta de los riesgos a los que conducen los monólogos y las sendas fecundas que abren los diálogos. Enseña a no dejarse obnubilar por los apasionamientos sectarios y a reconocer los sesgos que, inevitablemente, trae consigo toda mirada parcial. Y sobre este punto me animo a recordar que todo diálogo que se precie de ser auténtico (tanto el que busca establecer el historiador con los tiempos idos o los ciudadanos entre sí en el tiempo presente) presupone, entre otras condiciones, la aceptación de que nadie posee el monopolio de la sinceridad y las buenas intenciones ni goza, tampoco, de infalibilidad.
Por último, el cultivo de la historia inspira y alienta el espíritu crítico y la curiosidad intelectual, fuentes necesarias para el desarrollo de profesionales y ciudadanos autónomos, activos y creativos en la búsqueda de soluciones para los problemas que se nos presentan.
Creo que está de más decir que argumentar acerca de las ventajas que supone el estudio de la historia y, por extensión, un enfoque histórico de la política, no implica de ningún modo sostener que éste sea el único ni acaso el mejor abordaje posible. Parafraseando al historiador J. G. A. Pocock, no nos anima el “afán de propiedad, sino el de la simpatía. Queremos ayudar, no hacernos con el poder”.

 

María Pollitzer es Licenciada en Historia y Dra. en Ciencias Políticas (UCA)

4 Readers Commented

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  1. Roberto O'Connor on 8 enero, 2016

    Se me ocurre como aporte alguna observación: la historia no enseña sólo a «los políticos», sino a todos, porque todos somos políticos. Y además, una pregunta que es tres (simplificada). ¿Quién es, quiénes son los sujetos de la historia?¿Los pueblos? ¿los territorios? ¿las instituciones?
    Al menos en mi experiencia, fue revelador darme cuenta que había aprendido muchos datos, pero que no sabía interpretarlos mientras no podía reconocer (o no puedo reconocer en la historia presente), cuales son sus actores. Tal vez veo los movimientos en la escena, pero, ¿alcanzo a darme cuenta de quiénes los ejercen verdaderamente? ¿o acaso hay un dios que maneja la escena y juega con nosotros?

  2. LUCAS VARELA on 20 enero, 2016

    Estimada María Pollitzer,
    “La historia” a la que Usted se refiere, es la verdadera. Es la que nos enseña cómo vivieron y murieron los hombres. Y bastante es saber cómo se vive y cómo se muere, sin moralejas ni recetas. Usted lo ha expresado con magnífica sencillez, le agradezco su escrito.
    “La historia está viva, es el presente eterno; el momento huidizo que se queda pasando, que pasa quedándose.”

  3. LUCAS VARELA on 21 enero, 2016

    Estimado Roberto O´Connor,
    ¿acaso hay un dios que maneja la escena y juega con nosotros?
    Buena es su pregunta. Cada quien debería intentar elaborar una respuesta.
    El sólo hecho de plantearse esta pregunta, indica duda. Es que vivir es lucha entre la duda y la creencia. Se lucha porque la fe está viva; fe que no duda está muerta, es dogma.
    Aquí va mi respuesta:
    Soy una persona con más pasado que porvenir. Lo pasado es lo vivido que tuvo un fin en sí mismo; vivir para vivir más y mejor. Aunque, entiendo que mi buena vida no debe limitarse a querer prosperar y enriquecerse, que es ser solo egoísta. Si tengo un ideal humano y personal, cualquiera sea éste y por más pequeño que sea, que trascienda a la memoria de mis allegados (esposa, hijos, nietos, amigos, etc,) viviría históricamente.
    Y porque nadie me puede quitar lo vivido, mi espíritu se enriquecería con mi propia historia. Mi espíritu es mi propia historia, es lucha contra el eterno olvido.
    Y ésta lucha es creer mirando al pasado, pero dudo frente a un porvenir irrealizable. Mi vida es duda que a su fin dejará un alma, que será mi propia obra.
    Espero ponerme en paz conmigo mismo, para morir. La paradoja del cristiano es que vivimos juntos, en sociedad, pero cada uno se muere solo. La muerte es la suprema soledad.

  4. horacio bottino on 22 febrero, 2016

    El tiempo es superior al espacio.El crearprocesos es superior a ocupar espacios políticos.

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