El campo
Juan José Morosoli
Buenos Aires, 2015, Mardulce
En esta edición se define con acierto al uruguayo Juan José Moroli (Minas, 1899-1957) como “uno de los más grandes escritores rioplatenses del siglo XX” y, al mismo tiempo, “uno de los secretos mejor guardados de la literatura de nuestro estuario”. Poco conocido en la Argentina e injustamente considerado no pocas veces en las escuelas orientales como un mero escritor costumbrista, la lectura de sus textos depara sorpresa y deslumbramiento. Su mundo, limitado al campo y a pocos personajes (gauchos, albañiles, peones) está dominado por el silencio, la parquedad, las observaciones que detrás de detalles abren sin embargo una consideración sobre la condición humana y el sentido del universo.
En la antología aparece, por ejemplo, un tal Andrada que cada domingo “iba a visitar el monte, como otros iban a visitar un pariente o un amigo”. El hombre “iba a quedarse vaciado por las horas que hacían dar vuelta la sombra de los troncos, mientras la brisa rozadora de hojas, movía las copas unánimes y los ojos se le iban poniendo pesados de mirar contra el cielo el vuelo de los bichitos”. El hombre tenía sus ideas muy firmes, entre otras cuestiones, sobre la amistad: “Los amigos había que aceptarlos como eran. Admitir que como venían se podían ir. Se perdían o se encontraban de golpe o despacito. Igual que las mujeres”. Y en final del relato, la muerte: “El extendido potrero lucía una mariposa amarilla tatuada en el verde total del gramillal”.
En “Los albañiles de Los Tapes” anota que, a pesar del sacrificio y la penuria, “Se reían contentos, felices, olvidados de aquel desaliento que arrastraron por el camino como una tropa flaca”. O que cuando Nieves (uno de los protagonistas que está reparando un pobre cementerio de campo) desvía su andar para encontrarse con la lavandera en el rancho, “lo recibió un perro ladrando, desganado. Por costumbre de ladrar”.
Morosoli, hijo de un albañil emigrado de la Suiza italiana, sólo pudo cursar dos años en la escuela primaria y siempre vivió en el ámbito rural de Uruguay. Escribía en un periódico local y animaba una tertulia literaria en el café de su propiedad, donde además proyectaba cine mudo.
El campo, que da nombre a esta antología, más que mero escenario es uno de los grandes personajes en esta prosa tan peculiar, como cuando habla de un gaucho “avaro miserable”, a quien nadie iba a llorar cuando muriera: “Salía poco Correa. Sentado contra la pared miraba y miraba el campo en un desesperado diálogo con el silencio. Ya no sólo se preguntaba cosas a sí mismo. A veces las preguntas se las hacía al campo que lo torturaba con su mutismo, con su presencia quieta y desafiante. O era el propio campo que se dirigía a él: -¿Y quién queda por usted Don Correa? ¿No me sale a recorrer?”.
Con la misma mesura, Morosoli habla de las relaciones entre hombre y mujer: “Justina colmaba todas sus necesidades de hombre, de ser social y hasta de ternura. Los ‘m’hijo’ con que la mujer salpicaba la conversación, le producían un placer extraño. Le ablandaban por dentro”.
Cuando dos paisanos deciden dejar el cigarro, porque uno de ellos anda enfermo, se despiden con el último tabaco, sentados en un viejo arado: “Allí fuman. Frente al sol, callados y mirando las distancias… Es un cigarro que los ha puesto silenciosos. Como es el único vicio que tiene se despiden de él como de un hermano…”.
Muertes y rezadoras (como doña Natividad Vega), amistades entrañables (como la de los viejos don Llanes y su inesperado camarada, de quien no llegamos a conocer el nombre; o como la de Ferreira y el ruso don Alejandro) se dan cita en las páginas de Morosoli de una manera ajustada y sorprendente.