Un Dios ausente que inquieta y provoca
Enrique Cambón
Buenos Aires, 2015, editorial SB
Ernesto Sabato creía que todo escritor era monotemático, es decir que rondaba siempre en torno a la misma cuestión. De ser así, correspondería señalar que en la obra de Enrique Cambón hay dos temas recurrentes e íntimamente relacionados: la pregunta sobre la existencia de Dios y la percepción de que la respuesta pasa a través del misterio trinitario. Para este sacerdote y teólogo argentino que reside en Roma desde hace muchos años, donde ejerce la docencia en el ámbito del Movimiento de los focolares, la dimensión pericorética encierra también una propuesta social.
El presente trabajo parte de la convicción de que “cada vez más personas no pueden creer en Dios, incluso cuando lo desearían”. Y las dos primeras citas referidas en el libro sintetizan las preocupaciones del autor, al tiempo que parecen ofrecer una pista. La primera es de la filósofa francesa Simone Weil: “Dios sólo puede estar presente en la creación en forma de ausencia. La ausencia de Dios es el testimonio más maravillosos del amor perfecto”. Lo cual implica aceptar el silencio de Dios, casi como ciertas películas de Ingmar Bergman presentan.
La segunda frase que da apertura a este ensayo de rasgos testimoniales pertenece al teólogo y cardenal alemán Walter Kasper, ex docente en las universidades de Münster y Tubinga: “El Dios Uno y Trino es la respuesta cristiana, la única sostenible, a la interpelación del ateísmo moderno”.
Otras citas, que el autor sabe elegir de manera cautivante, escapan sin embargo al rigor teórico del ensayo. Cuando, por ejemplo, el poeta florentino Mario Luzi escribe: “Qué solo está el hombre… / Tú estás en todas partes / pero en ninguna te encuentra”, lo hace desde la percepción estética, desde una sensibilidad que busca en la poesía su lugar. Ello no desmerece el valor metafísico a la aseveración, pero acaso necesitaría ser considerada desde otra perspectiva. Lo mismo podría anotarse sobre la afirmación de Gabriel García Márquez a propósito de una “santidad atea” o los versos de Atahualpa Yupanqui. Distinto es, como también lo hace, tomar en consideración referencias de filósofos y teólogos.
Cambón da cuenta de algo que siente hondamente: “Dentro de todo creyente –escribe– se encuentran y dialogan un creyente y un ateo”. Desde esa inquietud existencial reflexiona sobre uno de los problemas más arduos de la filosofía y que hoy, señala, parece haber ganado carta de ciudadanía en la cultura contemporánea puesto que muchos no llegan a creer.
A partir de esa constatación, el libro transita un camino: desde el interrogante sobre de qué Dios hablamos y qué imágenes tenemos de él, hasta los cambios de paradigmas que se verifican en la historia y la necesidad de aprender a “habitar la distancia” (de un Dios que parece ausentarse y un Cristo que clama desde la cruz).
En la introducción, atento a las dudas y al sufrimiento, Cambón advierte: “Hay que tener paciencia (…) hasta que un nuevo clarear nos permita apoyar los pies en tierra firme para nuevos pasos. Es la penuria y el riesgo normal de la condición humana. Es lo que hace ardua pero apasionante la aventura de la vida”.
Una dificultad que puede presentar el texto es que a veces parece encaminarse al encuentro con lectores ajenos a los temas teológicos y, en otras páginas, suponer esos conocimientos. Sobre todo en la segunda parte, tan valiosa como algo críptica, cuando propone el amor “unitrinitario”, la dinámica de la relación entre las Divinas Personas, como posible respuesta al ateísmo y como propuesta social.