Al comienzo de Koblic, dos escenas definen el antes y el después en la dramática suerte de un oficial aeronáutico, y en la vida de su matrimonio. Campo, invierno, despedida sin efusiones. El hombre erguido, reservado. La mujer, debidamente “presentable”, como correspondía sobre todo a la época, la edad y la profesión de su marido. En ella hay arrugas, dolor, y un reproche. “Qué triste terminar así”, dice. Cuando falta tan poco para el retiro. Con otra frase le recrimina al marido los destinos militares siempre miserables que tuvieron.
El hombre se limita a darle una instrucción para la supervivencia de ambos. Cuando él, mucho más adelante, vuelva a ponerse el uniforme, veremos que apenas ha llegado a capitán de corbeta. Eso dice algo sobre su pasado. No supo “hacer carrera”. O no pudo hacerla “por las buenas”. Le tocaron tiempos difíciles. Corre 1977 y acaba de desertar, asqueado por los “vuelos de la muerte”. Lo perseguirán como a un traidor y en busca de paz deberá enfrentarse a la corrupción.
Sólido relato de acción y suspenso, con algo de western bien adaptado a nuestras pampas, y con un elenco de lujo, desde los protagonistas hasta el último extra, Koblic presenta otra manera de acercarse a esa época. Al fin, otra manera. Porque nos sumerge en la realidad cotidiana de aquel entonces eludiendo totalmente el cine político. Más aún, le quita al cine político la exclusividad que hasta ahora tuvo sobre ciertos temas, “desacraliza” la obligación de tratarlos desde una única perspectiva, posibilita otros acercamientos. Y eso no le resta seriedad: obsérvese que esta película “comercial” describe mejor que una película “comprometida” lo que habrán sido esos “vuelos de la muerte”.
Entre esas novedades está ese detalle que observamos al comienzo: la obra pinta, en dos diálogos mínimos entre Ricardo Darín y Mercedes Oderico, el drama de tantas esposas de buenos militares que nuestro cine nunca dijo. Después aparece otra mujer, joven, linda, con la que el hombre entabla relación, pero no de amor (algunos planos convencionales pueden llamar a engaño, y llaman a la boletería, pero la historia tomará otro camino).
Curiosamente, su estreno coincidió con el de una cinta francesa ampliamente alabada por un sector de la crítica: A la sombra de las mujeres, de Philippe Garrel, suerte de continuador del estilo Nouvelle Vague, al punto que, especialmente en este caso, su película pareciera hecha a comienzos de los ‘60, a juzgar por la fotografía de un específico blanco y negro, la puesta en escena, los paseos por una París cotidiana, la levedad general, hasta algunos aparatos colocados ex profeso, la ausencia de otros, y en especial el tratamiento del tema, a la manera de un cuento moral superficialmente contado.
Una mujer quiere a un hombre sin mayores méritos y lo respalda como “una sombra que lo empuja al estrellato”, según dice un comentarista en off. Él pretende ser documentalista. Luego hay dos situaciones muy diferentes de adulterio, y el hombre descubre su costado más necio.
Como una suerte de espejo, vemos un matrimonio de ancianos. Sospechamos de inmediato que el viejo es un mitómano. La esposa lo deja que hable. El hombre sin mayor talento le cree y lo filma. Cuando es desengañado, decide seguir adelante como si nada. Curiosamente, su mujer actúa con él de igual manera. ¿Pero hasta cuándo? ¿Se pueden curar las heridas del amor? ¿Podrán convivir después, como si nada, o como si no hubiera nada mejor? Básicamente, esa es la historia que nos cuenta Garrel, dejando las respuestas a nuestro cargo.
Tampoco hay nada mejor para una profesora inglesa, ya jubilada, que prepara una fiesta de aniversario en 45 años, de Andrew Haigh, basado en el cuento de David Constantine “In Another Country”. Celebran los 45 de casados porque cuando los 40, el hombre estaba enfermo. Y ahora ya está medio reblandecido. La vida para ellos es sólo una amable rutina sin sobresaltos. “La monotonía diaria no está exenta de sus propios encantos”, ha dicho el novelista. Pero el viejo acaba de recibir una carta desde los Alpes. Un glaciar en retirada dejó al descubierto el cuerpo bien conservado de su novia de juventud. Él podría ir a reconocerlo. Da unas vueltas sobre ese asunto. Con mayor lucidez, la esposa da más vueltas. Hay un recuerdo contra el que no puede competir. Un “hubiera sido” que le pesa.
Constantine ha dicho, también, “Si sobrevive tanto tiempo, entonces el pasado es extraordinariamente potente”. Nada hubo quizás, y seguramente no habrá nada, en ese largo matrimonio, que pueda ser tan intenso como el noviazgo de juventud de su marido, y el recuerdo de esa juventud. La vida seguirá, la fiesta de aniversario también ha de cumplirse. Una dulce alegría, a la vista de los seres queridos. Charlotte Rampling y Tom Courtenay, tan lindos que los hemos conocido cuando jóvenes, encarnan ahora a estos viejos.
¿Pero es que no hay matrimonios enteramente felices en esta nota? Claro que sí. Allá al pie mismo de la cordillera, en el departamento de Malargüe, Mendoza, están don Eliseo Parada, su esposa y su hijo mayor, con sus 500 cabras, cuatro perros arrieros, los caballos, la mula y los tres puestos: ese de invernada, otro intermedio, y el de veranada, casi a 3.000 metros de altura, donde crece el pastito de engorde. Hasta que empiezan las primeras nieves y hay que ir bajando.
Cada tanto viene el hijo menor, a dar una mano y renovar sus raíces. Es que de chico le tomó el gusto al estudio y ahora es profesor de Historia en la ciudad. Pero también tiene un programa de radio para la gente de campo. La familia sigue unida, más allá de las distancias. Y la tradición se mantiene, aunque quién sabe hasta cuándo. La Ley de Arraigo tiene sus bemoles, y el creciente tránsito de camiones afecta el de los animales.
Ellos, mientras puedan, van a seguir con la vida que aman. Dura, exigida, “primitiva” para algunos, pero hermosa, en plena cordillera, con el aire puro, el cielo inmenso, los balidos constantes de los bichos y las piedras quejándose bajo los cascos del caballo, o las ruedas de una camioneta, porque el progreso también tiene sus cosas buenas, que se van incorporando. Y don Eliseo va cantando, o haciendo versos, mientras trabaja. Coplas, décimas, rancheras que él mismo compone con alegría y orgullo de paisano.
La vida y la rutina de estos criollos, la vemos ahora en el documental Arreo, de Tato Moreno. Hermosa película. Quienes aman la vida rural estarán emocionados casi todo el tiempo. Otros aprenderán a conocerla. Y todos terminarán admirados, porque esa familia es admirable. Lo mismo, el trabajo de Moreno, hecho a pulmón, con un equipo más que reducido, sin pedir subsidio y tomándose sus tiempos, a la manera del recordado maestro Jorge Prelorán: primero fue amigo sincero de la gente, mucho después pidió permiso para traer la cámara, filmó a lo largo de dos años, se tomó otros dos para armar la película, pidió permiso para mostrarla. El resultado, ya lo dijimos, es hermoso. Y también nos deja pensando, pero cosas lindas.