La propuesta del Gobierno argentino de recibir a 3000 refugiados de Medio Oriente es una loable iniciativa no exenta de dificultades que deberán afrontarse adecuadamente.
“Ve, y procede tú de la misma manera” (Lucas, 10,37)
Precisamente y a tiempo la parábola del Buen Samaritano coincide en la liturgia católica de este año con una decisión relevante del Gobierno argentino: acoger a 3000 personas procedentes de la región del mundo más martirizada por las guerras, persecuciones, masacres y destrucción, es decir, Medio Oriente, en particular, Siria, Irak y El Líbano.
En un artículo publicado en la edición de octubre de 2015 nos referimos al rol que podría desempeñar nuestro país en la búsqueda de aliviar, de alguna manera, el atroz sufrimiento que padecen millones de personas en la región medio oriental. Permanecer insensibles, lejanos, prescindentes, en un momento de semejante gravedad, sería una negación de la tradición argentina de acogida a migrantes en estado de necesidad acuciante, desdiciendo épocas pretéritas, cuando nuestro país recibió perseguidos y desplazados de diversas latitudes.
Ahora el Gobierno ha dado un paso trascendente: de modo concreto, la Argentina promete recibir esa cifra de migrantes y darles una oportunidad de rehacer sus vidas aquí. Esta decisión –valiente y sabia, inusual en los últimos tiempos– merece algunas consideraciones, porque no será de fácil implementación y muchos pueden pensar que supone riesgos –reales o ficticios– que es necesario dilucidar.
En el contexto general de lo que está ocurriendo en esa región y en Europa, acoger 3000 personas parece una cifra relativamente menor, comparada con las centenas de miles que se desplazan y llegan, perseguidas, acosadas, explotadas en su desesperación, hasta donde creen que se encuentra su salvación. Están vivas las imágenes reiteradas, atroces, de esas desgracias. No es necesario repetir lo que ellas describen exhaustivamente. Nosotros, en cambio, debemos examinar nuestra propia realidad, es decir, cómo haremos para cumplir con lo prometido.
La tradición argentina, los usos, procedimientos y normas aplicadas en el pasado, remoto o cercano, han sido variables y contradictorios. Sería extenso describir en pocas líneas lo esencial de lo sucedido. Sí podemos decir, en cambio, que de un pasado en general receptivo y generoso fuimos paulatinamente deslizándonos a un presente –los últimos 30 o 40 años– mucho menos abierto y disponible.
La Argentina fue desde la segunda mitad del siglo XIX hasta hoy un país de alta inmigración. A pesar de todas las precauciones que debemos tener para proferir juicios absolutos, sigue siendo cierta tal aseveración. Pero hubo variables de peso. En primer lugar, la apertura absoluta, indiscriminada, no fue tal, sino selectiva, según procedencias. En segundo lugar, históricamente, el porcentaje de retorno al lugar de origen fue muy importante, aún en los momentos de mayor afluencia inmigratoria. No obstante, en los grandes números, la Argentina es uno de los países del mundo cuyo componente inmigratorio en la composición de su actual población está entre los más altos.
Con respecto a la procedencia, el último medio siglo y algo más también ha experimentado momentos de restricciones considerables. Ciertas procedencias, por razones que podríamos calificar como ideológicas, fueron restringidas. Los países que estaban en la órbita comunista, por ejemplo, en épocas de la guerra fría, no gozaron de la mentada generosidad argentina. Más cercanos en el tiempo, los de Medio Oriente sufrieron similar restricción. En efecto, la receptividad no ha sido, desde hace tiempo, lo que supo ser en el pasado. Los prejuicios; una especie de temor difuso, muchas veces no justificado; la situación interna de inestabilidad económica y de estancamiento social, hicieron su aporte en ese sentido. Hoy, recibir 3000 personas puede resultar un ejercicio de tal complejidad que para lograr su éxito se requerirá un ingente esfuerzo, sobre todo de naturaleza institucional, jurídica y práctica, más que económica y social.
El Estado, durante mucho tiempo e independientemente del signo ideológico de quienes lo gobernaran, se habituó a prácticas que no facilitan, sino que complican la inmigración. Ciertamente es una paradoja. Por ejemplo, puede uno preguntarse: ¿qué decir entonces de la facilidad para llegar y establecerse desde los países vecinos que experimentamos desde hace tiempo? Es verdad: la Argentina recibe cantidades importantes de personas que se establecen, a veces definitivamente, sin demasiado control. Cada diez años, aproximadamente, suele realizarse una amnistía que regulariza una ingente cantidad de estadías hasta entonces irregulares. Pero ese criterio se aplica casi exclusivamente a nuestros vecinos y a veces a algunos pocos otros orígenes. No se aplica ni a todo el mundo ni a personas procedentes de ciertas regiones como el Medio Oriente, Asia y África. Hubo excepciones de algunos miles llegados de una media docena de países, pero permanece en pie la idea de restricción. El Estado, el propio Gobierno –la distinción entre uno y otro es necesaria– deberán modificar, además de regímenes legales inmigratorios, también prácticas y usos que han resistido incólumes el paso de autoridades diversas.
Si el Gobierno no llegara a cumplir adecuadamente lo pactado, o a hacerlo defectuosamente, la promesa formal que ha expresado en estos días, y que en muchos lugares –Europa, los Estados Unidos, la región medio oriental– fue bienvenida como una de las más importantes desde el cambio de administración en diciembre pasado, su prestigio y credibilidad serán perjudicados, como ha sucedido ya con los incumplimientos de convenios en otros órdenes. Las amenazas al acecho abundan. Por ejemplo, la dificultad para acoger personas, dentro de un marco de suficiencia económica y social razonable, aunque sin caer en excesos de generosidad que podrían luego resultar repudiados por el resto de la población, que no accede a ellos.
Otro caso más insidioso aún puede ser el temor a lo que es percibido como una posible filtración ideológica de grupos terroristas, atizado desde hace tiempo, incluso desde antes de la actual situación de los refugiados en Europa, por varios sectores. La cuestión de la triple frontera, para el caso, sigue vigente. La posible conjunción de factores negativos que se potencian entre sí –narcotráfico, lavado de dinero, terrorismo, ideologías subversivas, violencia delictiva, corrupción– suele ser atribuida a factores externos, entre ellos, la procedencia de individuos de otras regiones del mundo.
Quizá pueda favorecer el éxito de esta feliz iniciativa la colaboración de la comunidad de origen medio oriental ya asentada en nuestro país desde hace varias generaciones, integrada plenamente, tanto como las que más, a nuestra sociedad. No en vano representan aproximadamente el ocho por ciento en la composición de nuestra población. Es una proporción entre las más elevadas, luego de la italiana y la española.
El camino que puede esperarle a la iniciativa argentina, que recupera el sentido de generosidad y humanidad, de valor espiritual ejemplar que refleja el preámbulo de nuestra Constitución, es arduo. Lograr que suceda satisfactoriamente será una tarea ímproba. Pero por cierto valdrá la pena.