Slam, poesía en vivo

“¿Escuchan? ¿Son sus fantasmas o sólo los míos?
Los escucho que dicen: No puedo
No sé por dónde empezar
No me sale
Lo mío es otra cosa
No nací para esto
No nací para esto
No nací para esto
Por lo pronto soy un tipo recitando este poema
Que no nació sabiendo pero entiende
que tiene cosas para decir como cualquiera de nosotros las tendría”

Son las 00.47 de un sábado que empieza y Javier Martínez Conde recita de pie sobre un pequeño escenario de madera ante un grupo de jóvenes de veintipico sentados en el piso con vasos de cerveza o frascos reciclados como copas de vino. Los ojos de esta audiencia siguen a Javier con una atención atípica para el día, la hora, el lugar. La gente se sienta donde puede: contra las paredes, sobre los umbrales de las puertas, en pasillos humanos que se abren y cierran como una marea de cuerpos. Javier es un poeta y esta gente está invirtiendo su viernes a la noche –uno de sus recursos más valiosos– para escuchar su poesía.

Cabe aclarar que Javier hace poesía Slam/ recitada/ oral, o cualquiera de los tantos eufemismos que se usan para describir a esta quimera literaria que está entre una payada de gauchos, el teatro moderno y una performance de rap. Es difícil de definir pero imposible de confundir: el poeta proyecta la voz con potencia, usa todo el espacio del escenario, cambia con velocidad las cadencias y sentencia pausas incómodas en las que aprovecha para mirar al público a los ojos –dos cosas que los autores tradicionales solían evitar, los silencios y sostenerle la mirada de la audiencia–. El poeta del Slam usa su cuerpo entero como un instrumento.

El cuerpo de Javier es uno particular. Su brazo derecho se tuerce hacia abajo como ajustado por una férula invisible, y deja que el izquierdo haga todos los movimientos. Su pierna derecha está girada para afuera, posicionado su pie de costado como si estuviera por patear un penal. Los que lo ven por primera vez quizás se pregunten si está interpretando un personaje o si es su manera de recitar. Los que lo conocemos un poco más sabemos que Javi nació con hemiparesia y, como infiltrados entre la audiencia, le adivinamos otro significado a sus poemas y sentimos una admiración especial ante su decisión de recitar.
“Mis compañeros me burlaban mucho. Pensaba que las minas nunca me iban a querer. Después de kinesiología siempre preguntaba ‘¿Por qué a mí, Dios?’”, me confiesa Javi después de una lectura, atrás del escenario, mientras alguien que no conoce le palmea el hombro tres veces sin decir nada. “Pero la poesía es sanadora, cuando escribís sobre algo tomás consciencia de ello. Cuando te subís a un escenario y conquistás a alguien con lo que leés, te das cuenta que podés conquistar cualquier cosa. Estar arriba del escenario me enseñó cómo ganarme a la gente y a sentirme seguro de mí mismo. Todavía lucho con ciertos fantasmas, pero ahora son fantasmas como los de cualquier otro”.
En un bar, un centro cultural o una casa, es común que un Slam de poesía –competencia de poetas amateurs con jueces entre el público donde generalmente una gorra da vueltas por el salón– desemboque en conversaciones como ésta. Es común ver a dos extraños trenzados en discusiones profundamente personales, a jóvenes tímidos sentados en silencio toda la noche y retirarse sin decir una palabra, a poetas respirando como si hubieran bajado de una montaña rusa o saliendo a fumar como si acabaran de ganar una pelea terrible. Es la regla, y no algo inusual, ver a la gente llorar y reir mientras relatan cómo aprendieron a saltar sus barreras personales. “Se rasgan como los mexicanos y descargan sus pistolas en el aire”, diría Octavio Paz si los viera, intentando contener una sonrisa.
Yo tuve la suerte de ser organizador de un ciclo mensual, el Slam Buenos Aires, durante cuatro años. Después de haber escuchado y visto 1247 poesías en vivo –ayer las conté, y tengo los nombres de los poetas en las planillas de inscripción de lectura– puedo reconocer algunos patrones, empezar a entender las razones por las que se recita poesía. Los poetas leen por infinidad de motivos y de incontables maneras, pero quizás la más común sea la del boxeo de sombras.
Alguien que no se define como poeta se sube al escenario mirándose los pies y empieza a leer en voz baja. En algún momento su texto se vuelve muy personal. Y empieza a subir la voz, a mover el cuerpo. Casi pueden verse las sombras que se materializan alrededor suyo. ¿Estará imaginando que le habla a su madre? ¿Quisiera poder gritarle así a su novio? ¿A quién imagina que está apartando o atrayendo con esa mano que se cierra sobre el aire con tanta fuerza? Pronto esa persona se olvida de que está en un escenario y se suelta en un baile imaginario entre sus fantasmas y esperanzas. Y nosotros podemos verlo, sucediendo muy cerca. Una de las experiencias más fuertes que podemos experimentar es la de conectar emocionalmente con alguien: encontrar esa ventana que sabemos atraviesa todas las barreras y murallas. Por eso siempre los aplausos son tan sinceros y las palmadas tan habituales. “Cuando sos vos mismo, el otro lo reconoce enseguida. No ser careta es muy valioso hoy en día, mostrarse tal como uno es”, acota Javi.

Creo que estos eventos, para cualquier joven poeta, son fundamentales: dan impulso, activan y aceitan los engranajes. Lo hacen crecer. Pero una vez que se tomó el envión, hay que empezar a soltarse, o arriesgar nuevos fantasmas. Los escritores, como cualquier artista, caminan por una cuerda floja entre dos valles: el del miedo paralizante y el del ego desmesurado.
Miedo de no ser bueno, de producir textos intrascendentes, de no llegar a la médula. Un ego que surge al compararse con los demás, de notar los errores en otros textos, o –cuando el ego está fuera de control– recibir correcciones que no fueron pedidas. Los Slams de poesía rescatan a incontables poetas del primer valle, pero después de un tiempo pueden desbarrancarlos hacia el otro, haciéndoles creer que son campeones, que la poesía verdaderamente se puede puntuar o que recibir más aplausos los torna mejores artistas. Lograr el equilibrio es difícil. No hay que aferrarse a la soledad creativa pero tampoco depender de los aplausos de amigos o desconocidos para encontrar nuestro valor artístico. No conozco receta para el punto medio, sospecho que aparece tras prueba y error. Digo sospecho, porque yo recito hace seis años y todavía sigo buscando ese equilibrio.

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