Debate sobre el Dios que piensa Sebreli

Con pluma ágil y aguda, Juan José Sebreli escribe Dios en el laberinto (Crítica de las religiones), suerte de testamento autobiográfico de su agnosticismo militante. Queremos ceñirnos ahora solamente a los cuatro capítulos del autor sobre el cristianismo y a su fundamento histórico.
Historicidad de Jesús fuera del Nuevo Testamento
Sebreli sostiene que “es nula la documentación histórica sobre Jesús, nada se sabe sobre Belén, toda Judea era una zona semidesértica… Jesús tuvo tan poca relevancia en vida que Flavio Josefo en las Antigüedades Judías del 93 apenas si le dedica un párrafo, discutido si es interpolado” (p.138). Sin embargo, el exégeta norteamericano John P. Meier, profesor en Notre Dame, considera históricas dos menciones del libro de Flavio Josefo: 1. la de la muerte de Santiago hermano del Señor, en el 62, en lo que concuerda con Sebreli, salvo en su presunta interpolación; y 2. la del párrafo sobre Jesús y su muerte, considerada en su núcleo, admitiendo interpolaciones secundarias que Meier omite para reconstruir convincentemente el texto original (Cf. J.P.Meier, El Judío Marginal, 1,1, p.80 y ss).
A su vez, Tácito, en los Anales, a propósito de la persecución de Nerón contra los cristianos, menciona a Cristo muerto bajo Tiberio y Poncio Pilatos (p. 139). Y Plinio el Joven, pro cónsul en Bitinia (años 111-113), habla de la costumbre de los cristianos de reunirse para salmodiar “a Cristo como a un dios”. De modo entonces que las menciones de Flavio Josefo, Tácito y a su modo Plinio, aparte del cuerpo del Nuevo Testamento, constituyen una verdadera documentación histórica válida sobre la existencia concreta e histórica de Jesús de Nazaret.
Historicidad de Jesús dentro del Nuevo Testamento
Pasamos ahora al Nuevo Testamento. Para Sebreli, “Una biografía de Jesús desde el punto de vista histórico, crítico, es (…) una tarea ímproba, pues no existe otra fuente que los evangelios y en éstos es poco lo que queda si se quiere prescindir de lo sobrenatural. La intención de los apóstoles no era hacer historia sino propaganda” (p.137). Aquí radica quizás el meollo de la cuestión a plantearle al autor: si el carácter kerygmático de los evangelios les quita toda plausibilidad histórica por el hecho de incluir en sí mismos lo sobrenatural, lo extraordinario, a saber, la pretensión de describir la intervención divina en la historia categorial y concreta en el mundo, y en un momento del decurso de la historia de los hombres. O si, por el contrario, más allá del título de “biografía” al estilo contemporáneo del siglo XXI, no se puede estar abierto y dar crédito a relatos que son simultáneamente kerygmáticos y con un valor histórico determinado (histórico se dice en forma análoga), en tanto describen hechos y palabras concretos, que causaron una “impresión” tal en los testigos (James D. G. Dunn, 2007, p.80) que guardaron su memoria en tiempos no demasiado largos, primero en forma oral y luego en forma escrita, en el curso de pocas generaciones, ya que el último de los evangelios no dataría de más allá de principios del siglo II.
Recordamos siempre a Romano Guardini en sus discusiones con Koch, Bultmann y Loisy, para quien lo que los testigos describen son introducciones a la plenitud del Dios-hombre, siempre rezagadas en lo que relatan sobre una figura que los sobrepasa, pero que pueden, sin embargo, transmitir. No exageran, sino que introducen a la figura deslumbrante, que siempre los supera (Realidad humana del Señor, 1989, p.17). No hay mito que exagera, sino relato que trata de describir una figura extraordinaria y real.
Los evangelios tienen una total falta de rigor histórico para Sebreli (p.145): “Los evangelios son panfletos de propaganda carente de objetividad. Las investigaciones históricas actuales más serias, acompañadas por los estudios arqueológicos, entran en conflicto con la mayor parte de lo narrado en los libros sagrados” (p.147). Aquí depende de la fuente de investigación a la que uno desee remitirse. El suizo cristiano Daniel Marguerat, profesor en Lausanne, sostiene que no tenemos información más amplia de un hombre de la Antigüedad que la que tenemos sobre Jesús. Por su parte, los estudios contemporáneos no hacen sino destacar la judeidad de Jesús, como diría Olegario González de Cardedal, y su conciencia de estar en continuidad con el primer Testamento.

El tema de la inspiración y la revelación
Para Sebreli, “Las cartas de Pablo y el comienzo de Lucas reconocen que tanto el Antiguo Testamento como el Nuevo fueron escritos por hombres comunes. Por lo tanto aun los creyentes no pueden eludir una interpretación histórica y una crítica racional. Pocos teólogos actuales se atreven a seguir hablando de textos sagrados, revelados directamente por Dios (p.149)”.
Pareciera existir en el autor un equívoco fundamental sobre lo que es el misterio de la inspiración, y lo que significan libros escritos inspirados en una comunidad creyente a partir de los relatos orales de testigos oculares, que dan testimonio de su fe, y que terminan cristalizándose por escrito, en generaciones sucesivas, dentro de un tiempo notablemente corto, que va desde la muerte y resurrección de Jesús hacia el año 30 de nuestra era, hasta el evangelio de Juan, hacia el 100 después de Cristo. Pareciera que para Sebreli el célebre cuadro de Caravaggio de Mateo inspirado por el ángel fuera el modelo de toda inspiración.
En este sentido, el título de una obra de Rudolf Schnackenburg (Würzburg), Jesús en el espejo de los cuatro evangelios, refleja con acierto la figura múltiple y convergente, plausible, de Jesús en el Nuevo Testamento. Recordamos que el evangelio de Marcos, vinculado verosímilmente a Pedro y Pablo, habría sido escrito hacia el año 70; el de Mateo, dirigido a una comunidad judeo-cristiana, habría sido escrito hacia el 80-90; Lucas-Hechos, con un Lucas quizás cercano a Pablo, escrito hacia el 85-90; y el evangelio de Juan, escrito en la comunidad joánica, hacia fin de siglo.

El tema de la Trinidad y su antigüedad
Para Sebreli, siempre influenciado por el teólogo luterano alemán Adolf Von Harnack y su teoría de la helenización de la base bíblica, resulta extraño que ideas tan complicadas como la Trinidad hubieran sido esbozadas por los cristianos primitivos de Galilea; la doctrina fue un injerto posterior a su muerte (p.151).
Y sin embargo, como lo muestran las investigaciones actuales, la antigüedad de los títulos de Hijo de Dios, Señor o Kyrios (título divino), Mesías, Hijo del hombre es tal, que Martin Hengel (Tübingen) y Larry Hurtado (Edinburgh) los sitúan ya en la década del 30 (año de la muerte del Jesús), en himnos donde Jesús Hijo es asociado a Dios en la piedad devocional litúrgica, himnos retomados por Pablo en sus cartas (Fil.2, 6 ss; Rom1,2 ss, 1 Co.8,6 y ss,) en la década del cincuenta.
Hurtado sostiene que no hay desarrollo de una “divinización” de Jesús que sea paulatina, estudiable o descifrable, sino que en los escritos desde el comienzo se encuentra uno con estos himnos transcriptos, donde se ora al Señor en forma inmediata, de modo que la conciencia de la divinidad de Jesús, asociada a Dios Padre (lo que será luego la Trinidad: Padre, Hijo, Espíritu) es inmediata después de la Resurrección. No hay tal proceso de helenización posterior, como lo sostenía Harnack, sino que la helenización verdadera tiene caracteres diferentes. Clemente romano, la Didajé, Justino, Ireneo hablan ya de la Trinidad durante el siglo II, antes de Tertuliano.
Se advierte que el autor parte de la historia de las religiones y pretende aplicar su molde al judaísmo y al cristianismo, con mayor o menor éxito. Sebreli afirma con ironía: “Es un enigma que un personaje desconocido para la historia, con una breve vida activa haya convocado las suficientes voluntades para convertirse en un personaje tan trascendental (p.152). Sólo una combinación imprevisible de circunstancias debieron darse para que hoy sigamos ocupándonos de ese hombrecito que pasó inadvertido en su breve vida” (p.154).
Y luego: “La raíz griega del cristianismo no está en Jesús ni en Israel, que no tenía acceso a esta cultura, sino en los judeocristianos de la diáspora. Jesús ignoró la filosofía helénica, no estaba capacitado para comprenderla por su exigua formación, y por otra parte no había nadie en Galilea y en su modesto entorno que pudiera enseñársela” (p.159). En realidad, la raíz griega del cristianismo viene del Primer testamento, de los libros sapienciales, de los judíos que vivían en Alejandría y habían hecho la traducción de los Setenta. El autor subraya con acierto la importancia de Alejandría, pero es preciso adelantar al tercer siglo antes de Cristo esta influencia cultural decisiva, que tendrá luego continuidad en un mundo helenizado que hablaba y leía un griego más o menos popular, koiné, en la vida cotidiana. Y que perdura bajo la dominación romana.

Neoplatonismo y Cristianismo
La trinidad de Plotino no tiene nada en común con la Trinidad cristiana. No hay en Plotino creación sino emanación últimamente negativa, ya que todo viene de la caída en el ser a partir del Uno por el Nous y el Alma del mundo. No hay en Plotino la idea de la positividad de lo creado y la positividad de lo múltiple. El concepto de creación judeo-cristiano supone una libertad del Dios creador y consecuentemente una positividad de lo creado, del hombre libre llamado al ser, a la gracia, a la bienaventuranza.
Sebreli afirma que “no obstante Filón, el neoplatonismo y las sectas espiritualistas, neopitagóricas y gnósticas –muy evidentes en Juan– coincidían en un espiritualismo extremo, dualidad entre cuerpo y alma, materia inferior al espíritu” (p.164). No es claro que Juan sea espiritualista, en tanto muchos pasajes joánicos subrayan el cuerpo y la carne contra el docetismo. Lo que Tertuliano expresa en su sentencia: “La carne es el quicio de la salvación”.
El autor afirma que “Arrio negaba que el Hijo fuera igual al Padre y cuestionaba la eternidad de Jesús pues había nacido de mujer. Cristo era profeta…Condenado en el Sínodo de Antioquía del 320” (p.190). Por su parte, el Pseudo Dionisio es un monje del siglo VI, y no del siglo IV, como afirma el autor.
Y sin embargo es precisamente Arrio quien puede haber estado en contacto con Plotino (cf. R.Williams, Oxford), y su afirmación de la inferioridad del Hijo es la que es condenada en Nicea en el 325, con la definición de la consubstancialidad del Hijo con el Padre, completada luego en el Constantinopolitano I del 381, que define la divinidad del Espíritu Santo.
En la exposición del autor parece ausente el meollo del mensaje de Jesús, el amor. Y precisamente el tema de la Trinidad de personas fundamenta el amor interpersonal de Padre, Hijo y Espíritu. Y, a su vez, el amor ilumina el sentido del ser como amor en lo mejor de la filosofía judía (Buber, Lévinas) y cristiana contemporánea (Ulrich, Marion, Oster, Hemmerle).

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