
A veces, una imagen nos recuerda otra similar y a la vez antagónica, y ambas representan los dos extremos de algo que nos atañe, algo quizás inasible pero determinante y muy complejo. Quien lo advirtió, en este caso, fue Thierry Fremaux, no en su carácter de delegado general del Festival de Cine de Cannes, sino en el menos conocido de director del Institut Lumière, de la ciudad de Lyon. Ya volveremos sobre esta historia.
Ocurre que en septiembre estuvimos nuevamente en los festivales de San Sebastián y Biarritz. Este último está específicamente dedicado a la cultura latinoamericana. Hay cine, feria de artesanías, exposiciones, charlas, recitales, presentaciones de libros latinoamericanos en el mercado francés, y hasta clases de tango y otros bailes de nuestro continente. Este año hubo además sendos homenajes a la memoria de Gabriel García Márquez (películas, charlas, fotografías) y de Violeta y Ángel Parra (documentales y recital de los hijos de Ángel). Y algo más: también se dio un interesante debate público entre historiadores y politólogos a partir del documental El silencio de los fusiles, de Natalia Orozco, sobre las internas, los vaivenes y las consecuencias inmediatas del proceso de paz del Gobierno colombiano con las FARC.
También San Sebastián es un buen espacio para la cultura latinoamericana, tanto en secciones específicas (Horizontes Latinos, Foro de Coproducción, etc.) como en todas las demás secciones. Y la Argentina tiene ahí un lugar de privilegio.
Este año hubo una docena de títulos argentinos diseminados en la programación, incluso tres en la Sección Oficial, lo que sale fuera de lo común. Dos en competencia, y La Cordillera acompañando lo que el propio festival llamó “el día Darín”: el martes 26, cuando Ricardo Darín recibió el Premio Donostia a la Trayectoria, un galardón que hasta ahora parecía destinado exclusivamente a figuras europeas y norteamericanas. Impresionante el cariño y la admiración que el público le tiene.
Impresionante también, y motivo de orgullo para nosotros, la excelente recepción que tuvieron dos películas en especial: Una especie de familia, de Diego Lerman, drama muy ágil sobre los conflictos morales de la adopción ilegal; y La novia del desierto, de Cecilia Atan y Valeria Pivato, muy agradable y sencillo cuento de dos soledades que se cruzan junto al santuario de la Difunta Correa. Ovación en todas las funciones, eso es lo que recibió esta película. Una pena que fuéramos tan pocos periodistas argentinos para dar testimonio de estos triunfos. El festival paga el alojamiento de los acreditados, pero el pasaje está a cargo del INCAA, que este año, inexplicablemente, no se hizo cargo. Sólo unos pocos pudimos encontrar, por nuestra cuenta, otra alternativa. Pero ésta es una torpeza menor comparada con varias otras que el Instituto Nacional de Cine y Artes Audiovisuales viene cometiendo.
Hablemos de cosas lindas. Por ejemplo, el momento en que la encantadora documentalista Agnes Varda, de 89 años, presentó su nuevo trabajo, Caras y lugares, y recibió el Donostia, junto a los aplausos de pie de todo el inmenso Teatro Victoria Eugenia. Dentro de unos meses, también recibirá un Oscar Honorario. También el momento en que Antonio Banderas recibió el Premio Nacional de Cinematografía, y subrayó el valor de la palabra “nacional” como afirmación de unidad en la diversidad. En charla posterior fue menos diplomático pero muy certero: “Lo de Cataluña, a veces, parece una película de Berlanga”, en alusión al ácido pintor de ciertas ridiculeces ibéricas.
Y, volviendo al asunto del comienzo, fue hermosa también la función especial de
, una selección de cortos de los hermanos Lumière, que Thierry Fremaux iba comentando en vivo, de modo muy divertido a la vez que instructivo. Para tener en cuenta: repetirá esta misma experiencia en noviembre, en el Festival de Cine de Mar del Plata, en el español que aprendió cuando vivía en Buenos Aires. Ahí, junto a los cortos más conocidos, hay muchos otros, agrupados en temas de infancia, de costumbres inocentes de aquellos tiempos, y de viajes, porque los Lumière enviaron corresponsales a todas partes: “Querían mostrarle el mundo, al mundo”.
Una imagen lo fascina especialmente. Por una calle de tierra de una aldea vietnamita, allá por 1896, la cámara montada en la parte posterior de una bicicleta registra a los niños que la persiguen. Una niña no se cansa nunca. Ella corre feliz detrás de la cámara. Imposible, a poco que se piense, no asociarla con la imagen de otra niña vietnamita, aquella que camina apresurada frente a la cámara, llorando, quemada por el napalm. Todos conocemos esa imagen. Entre aquella de 1896 y ésta de 1972 se encierra prácticamente un siglo, nos dice Fremaux cuando las luces ya se han encendido. Un siglo que aquella gente creía que iba a ser hermoso.