A partir de los resultados del 22 de octubre pasado, el Poder Ejecutivo se ha ocupado de remarcar que viene una etapa de reformismo en la Argentina. El tema fiscal, los costos laborales y la coparticipación federal parecen estar en los primeros lugares.
Son temas pendientes que se arrastran desde hace mucho tiempo, y hasta ahora no ha habido una verdadera intención de resolverlos. Su complejidad hace que no sea nada fácil consensuar una solución que deje a todas las partes satisfechas. Sin ir más lejos, la Corte Suprema de Justicia de la Nación tiene en sus manos un reclamo iniciado por la provincia de Buenos Aires para actualizar el Fondo de Reparación Histórica del Conurbano, cuyo límite de 600 millones de pesos –nunca modificado desde su creación– lo ha tornado una pequeña limosna en comparación con lo que se llevan las demás provincias. Como todo juego de suma cero, aquello que le entreguen a Buenos Aires, le faltará a algún otro actor.
La reforma impositiva, vinculada a la coparticipación federal pues los tributos alimentan la bolsa que se reparte periódicamente entre Nación y provincias, buscará –como en anteriores oportunidades– limitar de alguna manera la voracidad fiscal, para intentar equilibrar las cargas impositivas en los tres niveles de gobierno.
Hoy, cualquier emprendimiento económico está sometido –de manera muy sintética– a tres niveles impositivos. El municipal, a través de las tasas que incluyen servicios de alumbrado y seguridad e higiene. En algunos municipios, las alícuotas son importantes y pueden existir otros gravámenes muy creativos. A nivel provincial, además de los tributos inmobiliarios, se destaca el impuesto a los ingresos brutos, cuya alícuota grava de manera directa las ventas. Finalmente están los impuestos federales, que incluyen ganancias, valor agregado y transacciones financieras (cheque). A ello hay que agregar impuestos sectoriales (como las retenciones agropecuarias) y, por supuesto, los aportes patronales (seguridad social). Esta apostilla omite mencionar una enorme panoplia de otras tasas, cargos específicos, formularios, aportes sindicales y un enorme etcétera, que gravan la actividad económica.
Los impuestos en Argentina son de carácter acumulativo: ante el déficit y/o crisis económica, se incrementan sus alícuotas o se identifican nuevas actividades que puedan ser objeto de un gravamen. No hubo, hasta ahora, una visión realmente progresista en materia tributaria, que permita establecer mecanismos progresivos, privilegiando la actividad económica, gravando las altas rentas y universalizando las cargas de manera proporcional y equitativa.
El desafío, entonces, en materia de impuestos y coparticipación, resulta gigantesco.
Dejando de lado la complejidad de las reformas que se proponen, es oportuno llamar la atención sobre otras transformaciones que no parecen integrar la agenda política. Si revisamos nuestra historia reciente, los ciclos de bonanza económica han incluido el espíritu reformista. En los ’90, en materia de desregulación y privatización. Con el kirchnerismo, con derechos para las clases menos favorecidas, como la asignación universal por hijo o la reforma y moratoria jubilatoria.
En ningún caso este espíritu ha incluido reformas estructurales que signifiquen la consolidación de un sistema republicano con limitaciones. Por ejemplo, la reforma constitucional de 1994 –claramente un cambio estructural– estuvo precedida por la ambición reeleccionaria de Carlos Menem. Pese a los intentos de Raúl Alfonsín de restringirla, el texto de 1994 consolida ciertas modalidades cuya aplicación incentiva de manera concreta la hegemonía. El régimen de segunda vuelta en la elección presidencial es un claro exponente de lo que decimos. Beneficia al partido gobernante y fomenta la fragmentación. La posibilidad de reelección presidencial, con intervalo de un período, es otro ejemplo: evita la oxigenación partidaria. En efecto, Cristina Fernández de Kirchner puede ser candidata en 2019.
Los casos a tener en cuenta pueden seguir, pero el punto que pretendemos poner de resalto es que la Argentina parece correr en dos dimensiones: por un lado, un espíritu de reformismo que se adueña de quienes consolidan su proyecto político. En general –y lamentablemente– esas reformas no terminan de hacer pie de manera consistente. En otra dimensión, a veces de manera evidente y otras de forma solapada, las palancas del Estado y del Gobierno se modifican con el objeto de acentuar un modelo presidencialista y hegemónico.
En estos dos niveles de reformismo se produce una paradoja, ya que cualquier avance, para que sea genuino, requiere modificaciones estructurales que se consoliden a partir de un régimen político y constitucional que privilegie la división de poderes, el autocontrol y la alternancia. Si ambos no van en un mismo sentido, terminan por autoeliminarse.
El desafío, entonces, parece estar vinculado a la fusión de las dos dimensiones de reforma. Es decir, que cualquier avance en las materias más complejas que nos afectan esté influido por otras vinculadas a la limitación del poder.
Si un Presidente que propone una reforma tributaria que implica enormes sacrificios a las provincias está también dispuesto a proponer una enmienda constitucional que le impida volver a postularse luego de un intervalo de un período de gobierno, e incluya además un modelo de segunda vuelta tradicional al estilo de Uruguay o Francia, que no incentive la fragmentación sino la consolidación de alternativas políticas, estará dando un mensaje contundente en pos de unificar estas dos dimensiones de reformismo.
Toda modificación estructural, entonces, no estaría contaminada con ambiciones hegemónicas o de permanencia, sino con el espíritu de una República cuyas instituciones limitan el ejercicio del poder y estimulan aquello que usualmente parece faltar: la moderación y la vigencia plena de la democracia.