Homenaje al crítico literario, ensayista, profesor y filósofo George Steiner (1929-2020), una de las figuras más influyentes del pensamiento de los siglos XX y XXI por su profundidad analítica.
Como casi todo pensamiento del que vale la pena ocuparse, el de George Steiner fue contracorriente. Esto tuvo un precio que no admitió rebaja, y el propio Steiner se ocupó de hacer las cuentas en la “entrevista póstuma” con Nuccio Ordine publicada hace pocos días: “He coleccionado muchas hostilidades y he roto muchas amistades. Es triste reconocerlo, pero es así”. Hay aquí una especie de doble fondo: por un lado, su manera de entender la crítica era completamente subsidiaria de modelos mayores; por el otro, se mantuvo valientemente ajeno a las modas. Las dos causas explican su soledad teórica. Una soledad, además, no del todo inmune a cierta melancolía, a la bilis negra de que hay tanto hecho que parece quedar poco y nada por hacerse, salvo leer y conocer lo ya hecho. La profusión erudita tiene un correlato visual: son poquísimas las páginas suyas que no están colmadas de nombres propios.
Era, si bien no lo parecía, un polemista elegante. Discutió a fondo con las corrientes marxistas, pero su bête noire fue Jacques Derrida y su fraseología de la “deconstrucción” (ya ni hablemos de la actual coloración ideológica de esta palabra infausta). En una época en que los estudios literarios estaban dominados por la teoría francesa, Steiner opuso algo tan simple como volver a las fuentes primeras: leer, escribir poco o nada sobre lo leído y, de ser posible, aprender de memoria. En el breve ensayo El silencio de los libros, Steiner explica sin vueltas el olvido de la memoria en el que incurrió Occidente: “Como se ha impuesto lo escrito y los libros facilitan un poco las cosas, el gran arte mnemónico ha caído en el olvido. La educación moderna se asemeja cada vez más a una amnesia institucionalizada. Sustituye el saber de memoria por un caleidoscopio transitorio de saberes siempre efímeros. Puede decirse que todo lo que no aprendamos y no sepamos de memoria, dentro de los límites de nuestras facultades, no lo amamos verdaderamente”.
Muy frecuentemente, Steiner insistió en que necesitábamos menos teoría y menos crítica y más memoria; por ejemplo, precisamente, saber de memoria (by heart, de corazón, según el hermoso giro inglés que tanto le gustaba) aquellos poemas que amamos. Es probable que este haya sido uno de sus mayores magisterios, porque para él el maestro era quien tutelaba una tradición. Escribió Steiner, en uno de los ensayos de otro de sus libros, Lecciones de los maestros: “En el progreso, en la innovación, por radicales que sean, está presente el pasado. Los Maestros protegen e imponen la memoria, Madre de las Musas”. En otro pasaje, había insistido también en que “originalidad” y “novedad” no debía confundirse, puesto que la primera indicaba en realidad una orientación hacia el origen.
“Las pruebas cansan la verdad”. Esta frase de Georges Braque que preside Presencias reales (1989) podría ser entendida como una auténtica divisa de Steiner. Hay que buscar la verdad (ese algo que habita en lo que decimos) pero no manosearla. La memoria impide ese manoseo. “En soledad, tanto si es pública como si es privada, el poema recordado o la partitura tocada en nuestro interior son los custodios y los recordadores de lo que es resistente, de lo que debe ser mantenido sin mancillar en nuestra psique”. La frase tiene un doblez en el que conviene demorarse. Lo que se aprende de memoria y se trae al recuerdo en el poema o en la pieza musical no es (o no solamente) el poema mismo y la pieza sino otra cosa, eso que resiste y que no debe mancillarse.
La respuesta acerca de qué es eso a lo que el poema o la música aluden o, se diría, apuntan, resulta enigmática, y en cierto modo todo Presencias reales, el libro al que tienden todos los libros anteriores de Steiner y del que todos los ulteriores son eco, está destinado a descifrar la configuración de ese enigma.
En la “república contraplatónica” que postula Steiner, irrealizable pero necesaria en cuanto hipótesis, no habría ninguna bibliografía secundaria, ninguna charlatanería: sería, sin más, una república de escritores (de artistas, podría agregar) y de lectores (u observadores). Lo que hace falta es una hermenéutica, que pide ser entendida como una variedad de la interpretación (aun en su matiz musical), es decir, una comprensión en acción. Una relación de inmediatez con la obra de arte. Además, “las mejores lecturas del arte son arte”.
La utopía estética de Steiner hunde sus raíces en el romanticismo alemán. Recordemos a Friedrich Schlegel en uno de los fragmentos de Lyceum: “La poesía sólo puede ser criticada por la poesía. Un juicio artístico que no sea a su vez él mismo una obra de arte (ya sea por su temática, en tanto que representación de la impresión necesaria en su desarrollo, o bien porque posee una forma bella y un tono liberal inspirado en el espíritu de la sátira romana) no tiene derecho de ciudadanía en el reino del arte”.
Esa dimensión que parece sustraerse y que la memoria podría ir liberando es llamada por Steiner “una apuesta a favor de la trascendencia”. La presencia de una (otra) realidad (Steiner usa con intención el término “substanciación”) en el lenguaje o en la forma. No hay contradicción con la premisa filológica (la filología se refiere en este caso a la materialidad de la palabra en el poema o la metáfora de la materialidad en la pintura o la música), puesto que hablamos de una trascendencia que es posible en la pura inmanencia de la obra de arte, porque es ella, por medio de nuestra contemplación necesaria, la que habilita la trascendencia.
La música, a la que trata de un modo aficionado, ocupa sin embargo un lugar crucial en el pensamiento de Steiner. No tanto porque se detenga en detalles microscópicos fuera de su alcance, sino porque encuentra en ella un lenguaje imposible de traducir a un lenguaje verbal. En la música se reúnen así dos de las preocupaciones más eminentes de Steiner: la trascendencia y la traducción. Hay un hilo que lleva de Presencias reales al más reciente La poesía del pensamiento. Del helenismo a Celan (2011). El problema de la traducción, por caso, no puede entenderse en la dirección unívoca de Después de Babel, esa necesidad imposible de cumplir de pasar de sentido de una lengua a otra, puesto que el sentido son también las palabras en su materialidad. A Steiner le habría gustado mucho, si es que no la conoció, una presunción sobre Virgilio de otro crítico, el coloso Ernst Robert Curtius, según la cual lo intraducible de la belleza virgiliana radica en la lengua latina: en su sentido más estricto, el imperio de Virgilio tiene las mismas fronteras que la lengua latina. Como la música, la belleza de Virgilio no puede decirse más que como fue dicha, no admite glosa ni versión. A Steiner, que nació en una cultura de varias lenguas (“gran parte de la literatura europea vernácula tiene detrás la influencia activa de más de una lengua”, anotó en Extraterritorial) el sentido fue siempre acuciante.
Pero la música, un lenguaje que “hablamos” y entendemos pero no podemos traducir, es para él un caso límite de sentido. En uno de los capítulos de La poesía del pensamiento hay una advertencia: “Hablar de la música es un compromiso dudoso […] es alimentar una ilusión, un ‘error categorial’ como dirían los lógicos”. La música es lenguaje y crítica del lenguaje. Esa singularidad es también su privilegio. “Creo que la cuestión de la música es central para la de los sentidos del hombre, de su acceso o no a la experiencia metafísica. Nuestras aptitudes para componer y responder a la forma y sentidos musicales implican de modo directo el misterio de la condición humana. Preguntar: ‘¿Qué es la música?’ puede perfectamente ser un modo de preguntar ‘¿Qué es el hombre?’”.
Steiner fue un crítico crepuscular. Sus temas no fueron nunca los que manda la “agenda” (así la llaman) académica y periodística; por otro lado, sospechaba, parece decirlo con sus propias palabras, que, como humanista, “el alba ya estaba a sus espaldas”. No desdeñaba la imagen de la espera. No era para él ni viernes ni domingo. Las vetas de desencanto que recorren los ensayos de Steiner se explican también por esa misma metáfora: fue un discípulo del Sábado que escribió para discípulos del Sábado.
El autor es ensayista, crítico y traductor, subeditor de Cultura y Espectáculos en el diario La Nación