Una tarde en tierra de dioses

Una invitación de la Università degli Studi di Palermo para participar de un ciclo de conferencias en la Facoltà di Lettere de esa alta casa de estudios me permitió, en mayo del 2009, volver a esa ciudad palaciega que Giuseppe Tomasi di Lampedusa evoca en una novela magistral: Il Gattopardo (en esa visita a Sicilia, me acompañó mi mujer). Al concluir la segunda de mis exposiciones, mientras conversaba con algunos colegas, uno de ellos me preguntó hacia dónde pensaba dirigirme en mi periplo por la isla. Le comenté que nuestro propósito incluía permanecer un par de días en Siracusa, hacia donde partiríamos al día siguiente; deseábamos, entre otros propósitos, visitar su antiguo teatro y su museo arqueológico. Mientras estábamos conversando, este señor sacó su cellulare y se puso a hablar, lo que me pareció una descortesía. Cuando hubo terminado su llamado me dijo: “Ho appena prenotato due bigliettti per vedere Edipo a Colono che è messo in scena al Teatro Greco di Siracusa” (Le he reservado dos entradas para ver Edipo en Colono, que se está representado en el Teatro Griego de Siracusa). “E Lei, chi è?” (¿Y usted quién es?), fue mi pregunta inmediata. “Il Direttore de l’Istituto Nazionale del Dramma Antico”, me respondió (este Instituto es la entidad que diligencia las actividades del teatro citado).
Mi sorpresa y emoción me dejaron sin palabras: asistir a la representación de un memorable drama sofocleo en uno de los teatros más famosos del mundo en el que, entre otros ilustres, el propio Esquilo desempeñó papeles de autor, actor, músico y mettre en scène de alguna de sus piezas más celebradas (en la representación de las tragedias griegas, siempre escritas en verso, sus partes corales se ofrecían musicalizadas).
Dos días más tarde estábamos en la ciudad inmortalizada por Teócrito en sus Idilios y en la que Hierón I, entonces su tyrannos “gobernante”, mecenas de artistas, invitó a su corte a ilustres pensadores y poetas, así, al citado Esquilo, a Píndaro, a Baquílides y, entre otros, a Simónides. Siracusa es también la pólis a la que se dirigió Platón invitado, en el 367 a.C., por Dionisio I para poner en práctica una educación filosófica pero de la que, por intrigas palaciegas, fue expulsado. Más tarde, en el 361 a.C., tras la muerte del monarca, el filósofo fue llamado por Dionisio II, hijo del anterior, regresando pronto a Atenas tras abandonar la isla de la que debió huir en condiciones poco felices. (En ese entonces, frente a Siracusa, se alzaba la pequeña isla de Ortigia en la que, según tradición mítica, nació la diosa Ártemis; hoy, mediante un puente, los sicilianos, al enlazarla con Siracusa, parecen haberla despojado de su sacralidad originaria).
El teatro siracusano es obra del arquitecto Damokopos. Fue construido con grandes bloques calcáreos y su ejecución se remonta al siglo V a.C., vale decir, al floreciente período de Hierón II; sus revestimientos marmóreos fueron reutilizados en el siglo XVI por los españoles de Carlos V para construir los bastiones de la citada isla de Ortigia. Es uno de los complejos arquitectónicos más grandes de Grecia y en el que, como en todo teatro griego clásico, sus representaciones se hacían al aire libre. Desde hace varios años, fiel a una vieja tradición, durante los meses primaverales en dicho espacio escénico se realizan representaciones teatrales en griego clásico (lo mismo sucede en los de Taormina, Epidauro, Atenas y otras ciudades helénicas). Tiene capacidad para unas 15.000 personas (para tener idea de su dimensión pensemos, por ejemplo, que nuestro Teatro Colón, cerrado “a la italiana”, puede albergar unas 3.000). Posee una acústica natural sorprendente al extremo de que no es necesario que los actores utilicen micrófonos. En época arcaica estaba ornado con un pórtico provisto de un Mousaîon, “templo dedicado a las Musas”, que –se comentaba– custodiaba la lira, las tablillas y el stylos, es decir, el punzón con el que Eurípides cincelaba las tablillas donde escribir, objetos sublimes adquiridos por Dionisio I, según memora la anónima Vita di Euripide. En ese recinto, en el 472 a.C., Esquilo representó Los persas, según nos anoticia un escolio a Las ranas de Aristófanes (v. 1028); también puso en escena El Etna, pieza hoy perdida, que habría compuesto en homenaje a Hierón luego de la fundación de la colonia del mismo nombre situada al pie del legendario volcán.
La helenista Eva Cantarella estima que en el siglo V a.C. ninguna ciudad griega en territorio itálico podía competir con Siracusa ni cultural, ni militarmente. Su centro cívico por excelencia era el teatro, lugar no sólo de recreación y culto a Dioniso, dios del éxtasis y del frenesí, en cuyo honor se desarrollaban estas festividades dramáticas, sino también una suerte de “laboratorio político”, como sostiene Charles Segal (1), dado que allí, sobre las tablas, se ventilaban los asuntos que concernían a la pólis y a sus ciudadanos. Las piezas dramáticas, mediante su tramado, dejaban traslucir el perpetuo bascular entre sistemas de valores contrapuestos y tensiones sociales encubiertas, aspecto sobre el que insiste Jean-Pierre Vernant (2)cuando entiende la tragedia como el terreno de lo problemático donde los conceptos morales se vuelven ambiguos en tanto pone en escena, más que el equilibrio y la armonía, las desavenencias y contradicciones que operan en el cuerpo social.
Bueno, resulta que a ese mítico teatro concurrimos una tarde primaveral para asistir a la representación de Oidíopous epì Kolônoi (Edipo en Colono), a la que se nos había invitado. Se trataba de la tragedia que Sófocles ideó en su tardía vejez como homenaje a Colono, su aldea natal, y al Ática (vv. 668-719). En ella, una suerte de continuidad temática de su Edipo rey, aun cuando se trata de una pieza independiente, se teatralizan las circunstancias acaecidas al desgraciado monarca cuando, tras descubrir lo trágico de su sino, voluntariamente encaminó sus pasos al exilio junto a su hija Antígona, y donde pone foco, en especial, en los acontecimientos extraordinarios que le sucedieron como prenuncio de una muerte sobrenatural (3). Sobre esta pieza notable Cicerón, en su tratado Acerca de la vejez, amén de alabar la excelsitud de su arte, pone énfasis en la vitalidad creativa del dramaturgo que la compuso siendo octogenario (4); esta tragedia fue representada en el 401 a.C., es decir, cinco años después de la muerte de su autor.
Todos sabemos que esta pieza comienza con un parlamento en que el infortunado Edipo, autodesterrado en un suburbio del Ática, se dirige a Antígona diciéndole: “Hija de un anciano ciego, Antígona, ¿a qué tierra hemos llegado? ¿Qué hombres la habitan? ¿A quién toca hoy acoger al errabundo Edipo que no lleva sino pobreza?” (vv. 1-4).
Pero sucedió que cuando ingresamos al teatro, poblado entonces casi en su totalidad por jóvenes estudiantes que, más tarde, con texto bilingüe (griego clásico-italiano) en mano, seguirían atentamente la pieza, nos encontramos con un actor –que luego haría de Edipo–, y no con el ciego con su hija, tal como ocurre en la pieza sofoclea. Esta mudanza de situación contravenía el texto original, lo que nos produjo cierto desconcierto ante la eventual modificación de su trama. Mas todo se aclaró cuando el actor tomó la palabra y refirió que Salvatore (no recuerdo su apellido), el sonidista del teatro, acababa de tener un accidente automovilístico que le había costado la vida. Entonces, en su memoria, tras pedir un minuto de silencio, explicó que como el teatro es una manera de conculcar la muerte, representarían la pieza en homenaje al desdichado joven.
Es obvio referir que un silencio majestuoso pobló el recinto sirviendo de preámbulo fúnebre a una pieza cuyo tramado remite a la sacralidad de la muerte, silencio sólo interrumpido por pájaros que, al atardecer –vale decir, cuando empieza a morir el día–, alborotados, inundan el aire con sus cantos. El silencio, a causa de tan sordo, paradójicamente parecía taladrar nuestros oídos (el silencio, en ocasiones como ésta, se impone como un camino a lo sublime). Todos, todos de pie mirábamos como hipnotizados al actor que, desde la escena, se erguía inmortal, en tanto su voz se perdía entre las auras. Estaba como en trance. Fue un momento de recogimiento y unción, de esos en que uno, de golpe y sin proponérselo, toma conciencia de la fugacidad de la vida junto al misterioso sentido de lo eterno (conviene insistir en que Sófocles, en su vejez, fue honrado con el sacerdocio de Colono como reconocimiento por haber compuesto Antígona).
Evoco también de esa tarde “mágica” un hecho que en su momento nos sorprendió por lo atrevido pero que, pensado a la distancia, tiene cierta explicación; éste tiene que ver con la verosimilitud de la obra de arte, cuestión que se viene discutiendo desde la Poética de Aristóteles hasta nuestros días.
En el texto sofocleo los habitantes de Colono, horrorizados porque el espurio Edipo se había refugiado en un sitio sagrado como lo era el bosque de las Euménides, lo instan a que se retire de inmediato de ese recinto pues viola un espacio sagrado. Mas el mísero desterrado dice que lo hará sólo cuando venga el rey Teseo, a quien debe revelarle el secreto sobre un prodigio que acaecerá tras su muerte (un oráculo había vaticinado que “muerto o vivo, te han de estar deseando los de aquella tierra para la prosperidad de su patria”, vv. 389-390). Así, pues, los colonenses mandan llamar al monarca, según refiere la pieza de Sófocles. Lo inesperado y originalísimo de esta puesta fue que Teseo llegó al teatro en un brioso caballo blanco secundado por jóvenes palafreneros; si pensamos que Colono es una aldea del Ática apartada pocos kilómetros de Atenas, no resulta descabellado que el rey hubiera recorrido ese trecho a caballo dadas la distancia y la premura del caso. Lo curioso y hasta “pintoresco” de la situación fue que quien hacía de Teseo era un joven catapultado al estrellato por sus actuaciones televisivas; su aparición en escena provocó un alarido estentóreo entre los presentes, que lo tenían como ídolo.
La presencia del caballo en el marco de la escena, lo que resulta inverosímil en un teatro discursivo como lo fue el griego, me lleva a pensar en las diversas maneras de representar lo clásico, cuyo mensaje vive siempre resemantizado. Entiendo que Roland Barthes habría aplaudido esta puesta si nos atenemos a lo que explica en su lúcido ensayo ¿Cómo representar lo antiguo? (5), donde critica enfáticamente la representación de una pieza clásica de Esquilo en el Théâtre Marigny debida a Jean-Louis Barrault. Este estudioso considera esa puesta inverosímil a causa de su deliberado afán arcaizante (por ejemplo, el uso de coturnos y máscaras). Ese propósito la volvía una pieza arqueológica y, por tanto, inactual. Bajo la lente de R. Barthes, la representación de Edipo en Colono del Teatro Griego de Siracusa, motivo de esta nota, sería, en cambio, verosímil. En tal sentido recordamos el parecer de Milan Kundera, para quien es preciso representar la obra de arte “no sólo a la antigua, teóricamente, sino también en un sentido moderno: a través de la praxis, del acto, del happening” (6). Como colofón, a la conocida sentencia unamuniana – “Para novedades, los clásicos” – añadimos la atinada reflexión de Borges, “Sí, pero para recrearlos”.

Hugo Francisco Bauzá es ensayista, Doctor en Filosofía y Letras, investigador Principal del Conicet, profesor consulto en la UBA y miembro de la Academia Nacional de Ciencias de Buenos Aires.

Notas:
1. El mundo trágico de Sófocles. Divinidad, naturaleza, sociedad, Madrid, Gredos, 2013.
2. Cf. Jean-Pierre Vernant / Pierre Vidal-Naquet, Mythe et Tragédie en Grèce ancienne, París, Librairie Fr. Maspero, 1972.
3. A la idea tradicional, magistralmente explicada por W. Jaeger en su Paideia, de que en el Edipo rey se da el proceso de crimen/expiación/conocimiento, habría que añadirle la redención del personaje a causa del sufrimiento que le deparó el haber cometido, sin saberlo, actos monstruosos.
4. Cuenta Cicerón (De senectute, VII 22) que Sófocles fue acusado por sus hijos de descuidar los bienes de la familia ya que, en su vejez, empleaba casi todo su tiempo en componer piezas dramáticas. Citado por el tribunal se presentó llevando en sus manos la tragedia Edipo en Colono que acaba de componer. La leyó ante los jueces, preguntándoles si quien había compuesto aquel poema (illud carmen) podía ser considerado un enajenado debido a lo avanzado de su edad (el texto dice quaesisseque “de un hombre que chochease”). Los magistrados, tras escuchar tales versos de boca del ilustre anciano, lo absolvieron de la acusación. En líneas generales los clasicistas consideran que esta anécdota parece inventada (tengamos en cuenta, por ejemplo, que Sófocles, en su vejez, era respetadísimo al punto de haber sido designado sacerdote de Colono; entonces, en Atenas, el sacerdocio no era una consagración voluntariamente escogida, sino una distinción que le era conferida a un ciudadano en mérito a un acto honroso). Independientemente de la veracidad o no de la anécdota, esta vale por su valor simbólico.
5. En Ensayos críticos, Barcelona, Seix Barral, 1967, pp. 87-96.
6. El libro de la risa y el olvido, Buenos Aires, Seix Barral, 2007, pp. 106-107.

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