
Podrá algún lector preguntarse ¿cómo es posible que un autor del siglo XVII, usualmente considerado defensor del absolutismo político, aceche a sociedades del siglo XXI sólidamente afianzadas en sistemas democráticos? La respuesta la tiene la pandemia del coronavirus que inesperadamente despertó al Leviatán dormido. En nuestro caso, aunque también en otros países azotados por el Covid-19, lo sacudió la medida gubernamental de mantener una cuarentena estricta, varias veces prolongada y sin fecha presuntiva de finalización. Hay quienes la justifican sosteniendo que el Gobierno sólo busca salvaguardar el bien común, que no es más ni menos que el fin de la política. Antes de determinar si la justificación es verdadera o falsa, debemos hacer algunas aclaraciones sobre el concepto mismo de Bien Común, que surge en la filosofía política griega, como puede comprobarse en la República de Platón o en la Política de Aristóteles. Ambos filósofos han dejado su herencia al mundo occidental y la noción fue tomando cuerpo durante el Medioevo, si bien fue modificada por la perspectiva cristiana que no tuvo en sus orígenes, para la cual el Bien Común Político debía subordinarse al Bien Común Trascendente que es Dios.
La noción siguió trasmitiéndose con intermitencias. Una de ellas sucede en la temprana Modernidad cuando Thomas Hobbes, desde su nominalismo y relativismo axiológico, sostiene que no existe algo bueno en sí, ni un Sumo Bien, ya que todo es relativo a la consideración del sujeto, desde una perspectiva absolutamente individualista, individualismo que para salir del “estado de naturaleza” y de la “guerra de todos contra todos” propone la creación artificial de un Estado Político, en el que el soberano dicta qué es lo bueno y qué es lo malo. Y lo bueno es tal por la autoridad de quien emana y no por la verdad que encierra. La expresión hobbesiana auctoritas non veritas facit legem (“la autoridad y no la verdad hace las leyes”) me exime de toda explicación. Aquí es donde se gesta la noción moderna de autoritarismo.
A partir del siglo XVII también empieza a cambiar la noción de praxis que niega la distinción clásica entre el hacer y el obrar, quedando reducida al mero hacer técnico. A partir de esto las disciplinas práctico-morales como la Política y la Economía abandonan la esfera del obrar y quedan reducidas a un hacer eficiente, situación en la que estas disciplinas continúan hoy en día, desligadas de su necesario fundamento moral. No es extraño entonces que, en la ciencia política contemporánea, casi no figure la expresión “bien común político” más que como una curiosidad histórica, pues ha sido reemplazada por las llamadas “preferencias valorativas”, como se suele referir a las cuestiones de género, o a la coexistencia de “derechos individuales”, cuando se habla de los “derechos de la madre” a la interrupción del embarazo.
En el siglo XVIII se exacerba el individualismo y el inmanentismo entre los pensadores ilustrados cambiando totalmente el sentido primigenio de la ley natural en la versión racionalista de la misma, totalmente desgajada de un orden natural creado.
En el siglo XIX con la doctrina de Karl Marx aparece una concepción antropológica economicista, que reduce al hombre a un homo faber y a la acción política a la lucha de clases, teniendo como fin la dictadura del proletariado que anticiparía una sociedad futura sin clases. ¡No pudo prever que hoy iríamos mucho más lejos hablando de un humanismo transhumano!
Si queremos representar en pocas pinceladas el discurrir político del siglo XX podemos reducirlo a dos grandes corrientes: la de los totalitarismos, sea del signo que fueren, y la de los individualismos. En aquéllos, el Estado es un todo orgánico en el que las personas sólo tienen el valor de partes del mismo. En éstos, los individuos tienen valor absoluto y el Estado es sólo un agregado de partes sin llegar a constituir un todo. En ambos casos el bien común desaparece transformado en un bien privado. En los totalitarismos se reduce al bien privado del todo social. Y en los individualismos, en el bien privado de cada parte. Con mucha agudeza Alasdair MacIntyre denomina este fenómeno la “privatización del bien”. Nadie admitirá, en cualquiera de ambas corrientes, que no se respeta el bien común, pero su misma noción queda negada en la práctica política, y su terminología sólo se blande retóricamente.
Es interesante y profunda la tesis de nuestro colega Martínez Barrera, quien sostiene que la ausencia de un verdadero bien común político en la actualidad tiene una raíz metafísica, y es el oscurecimiento de la inteligibilidad del bien. Yo he aludido a este problema en varios artículos al referirme a la negación de la convertibilidad entre ente y bien en la época moderna con motivo de criticar la famosa “falacia naturalista” de Moore, fundada en el principio moral de Hume.
Uno de los problemas por los que en la filosofía política contemporánea se ha dejado de estudiar el tema del Bien Común es que el eje en torno al que se desarrolla toda la teoría política actual es el Poder. Indudablemente, todos los estadistas y políticos que han enfrentado la pandemia no se han alejado de ese eje, sea cual fuere la metodología que usaron para enfrentarla. De todos modos, tenemos que analizar un poco más por qué el eje político del Poder aleja la preocupación por el Bien Común. La respuesta la encontramos nuevamente en la antigüedad clásica.
Aristóteles, en la Política, define la polis como “una comunidad de familias y aldeas en una vida perfecta y suficiente, y ésta es, la vida feliz y buena”. Cuando el filósofo se refiere a una vida perfecta describe una vida virtuosa. Y por el mismo ejercicio de la virtud se alcanzará la felicidad de este mundo. De modo que el bien común de la polis se logra, para Aristóteles, cuando el gobernante, por la virtud de la prudencia, busca el perfeccionamiento de los ciudadanos en el ejercicio de las virtudes, para lograr una sociedad buena, esto es para el filósofo griego una sociedad justa. Corresponde reconocer que el pensamiento clásico tiene cierta continuidad, especialmente entre los filósofos realistas. Podemos citar el ejemplo de Vittorio Possenti, que tituló uno de sus libros La buona società, donde sostiene que la filosofía política debe ser una investigación sobre una sociedad buena y justa. Para cumplir con las condiciones que propone la filosofía clásica el gobernante, indudablemente, debería subordinar el Poder a la Virtud. Esto no significa que todos deban perseguir lo mismo, renunciando a los “proyectos de vida” de cada ciudadano, porque el bien común es en primer lugar un bien de orden, y el orden sólo puede imponerse donde hay diversidad y diferencia. Pero entonces, esos proyectos personales deben ser rectificados por el juicio de la recta razón para mostrar cómo se ordenan a la perfección de cada ciudadano en orden a constituir esa sociedad justa y feliz. Y esto no parece ser lo que los gobernantes contemporáneos estén dispuestos a realizar. Por el contrario, muchas veces su actitud política parece propiciar una sociedad cada vez más injusta.
Un último aporte de la filosofía política aristotélica que nos viene en auxilio para contestar, por lo menos, la primera parte de la pregunta inicial es la consideración de seis condiciones sin las cuales el bien común político no es posible de alcanzar: alimentos, trabajo, prosperidad general, poder de policía y ejército para cuidar la paz interior y exterior, una autoridad legítima para juzgar acerca de la justo y lo bueno y, para Aristóteles lo más importante: el culto divino.
A la luz de estas seis condiciones es evidente que la decisión gubernamental puesta en acción hasta el momento, cuidarnos de un contagio generalizado, por serias que pueden ser las consecuencias, no sólo no constituye la salvaguarda del bien común, sino que tampoco lo es del bien personal, pues el bien de cada uno de los ciudadanos no se limita a su salud infectológica, ya que ni siquiera puede hablarse de una salud sanitaria cuando se dejan de lado múltiples aspectos que hacen a la misma salud orgánica, para no querer extender el análisis al bien personal del ciudadano que incluiría su bienestar psíquico, espiritual, social y religioso. Se ha llegado al punto deshumanizado de no poder despedir a los familiares muertos.
Cabe ahora otro análisis político: si las medidas tomadas responden a la forma republicana prevista por nuestra Constitución. Es decir, si estas medidas del Poder Ejecutivo respetaron la consulta a los otros dos poderes. Desde luego, conocemos que constitucionalmente están previstas situaciones de excepción. Pero las mismas deben tener la previsión de una finalización en el tiempo, tal como un miembro de la Corte lo ha hecho saber, sin obtener mayores respuestas. La inoperancia casi total de los poderes Legislativo y Judicial atentan gravemente contra el Bien Común Político.
En países con un nivel de contagios muy superior a los nuestros, el Parlamento y la Justicia siguieron operando normalmente, con todas las medidas de prevención necesarias.
Sólo cabe pensar que el incentivo para acallar al Poder Legislativo y tolerar la inacción del Poder Judicial se ha debido a intereses egoístas de centrar la autoridad en su propia omnipotencia, no permitiendo que la oposición pudiera hacer oír sus voces, en el caso de los legisladores, y en el de los jueces, manejar la impunidad necesaria para cometer atropellos, o mantener la impunidad de aquellos que ya los cometieron y están sospechados con diversas causas que, mediante intervenciones varias desde el poder, se irán diluyendo sin más.
Si hemos negado que las medidas tomadas por el Gobierno respondían a una salvaguarda del Bien Común, corresponde analizar ahora la otra opción, es decir, el autoritarismo político. Antes hemos mencionado que el autoritarismo político moderno se gestó en la doctrina del filósofo inglés Thomas Hobbes. Y no hay que ser grandes intelectuales para reconocerlo. Los medios gráficos tanto argentinos como extranjeros han traído a colación la presencia hobbesiana en las decisiones tomadas durante la pandemia. Es conocida su teoría del Pacto Social que los individuos en “estado de naturaleza” deben realizar para salir del mismo. Y en ese pacto deponen sus derechos a todas las cosas que entregan al soberano, un tercero que no pacta y que tiene toda la autoridad necesaria para asegurar la paz interior y exterior. Es en términos de Hobbes un “dios mortal” que gobierna el Estado político que surge en el mismo pacto. La relación del soberano para con los súbditos es de protección, a la que corresponde que los súbditos respondan con obediencia. Creo que, salvo no corresponder a ninguna de las autoridades, ni nacional, ni provincial ni municipal, la atribución un tanto fuerte de “dios mortal”, la relación protección-obediencia se ha replicado en cada conferencia de prensa en las que se insiste en que las autoridades nos quieren “cuidar”, nombre que también denomina a una cuestionada app que algunos ciudadanos deben usar para obtener permisos de circulación.
Obviamente, la doctrina hobbesiana del siglo XVII ha ido sufriendo modificaciones propias de la evolución histórica. El modelo hobbesiano contemporáneo recibe el nombre de decisionismo, denominación que introdujo el jurista alemán Carl Schmitt en el prefacio a la edición de 1928 de Die Diktatur en referencia a los fundamentos legales de la dictadura y la teoría del Estado de emergencia en el derecho constitucional. No obstante, ya en Politische Romantik de 1919 había utilizado la categoría de “decisión” para definir su propia concepción de la política frente a la filosofía del romanticismo. En su Politische Theologie (Teología Política) de 1922 Schmitt intenta recuperar para la teoría constitucional moderna el concepto absolutista de soberanía. En el primer capítulo sobre el concepto de soberanía, Schmitt sostiene que “como todo otro orden, el orden legal se funda en una decisión y no en una norma”. Esa proposición se dirige contra la doctrina normativista de Kelsen. El problema crucial del derecho, para Schmitt, no es la validez de un sistema jurídico sino su eficacia en una situación concreta. A esta conclusión lo conduce la existencia de “estados de excepción” o situaciones de peligro concreto para la vida del Estado. Dado que ninguna norma resulta aplicable a una situación anormal, en el caso de extrema necesidad, el elemento decisional de lo jurídico “se libera de toda atadura normativa y deviene en este sentido absoluto”. La decisión sobre la excepción –dice Schmitt– “es una decisión en el verdadero sentido de la palabra”. El representante clásico de este tipo de pensamiento legal es Thomas Hobbes para quien el derecho –contrariamente a la tradición aristotélico-escolástica– no es ratio (razón) sino voluntas (voluntad). La autonomía del derecho sobre el poder se sintetiza en la fórmula ya citada, auctoritas non veritas facit legem. En su interpretación de Hobbes (Der Leviathan in der Staatslehre des Thomas Hobbes) de 1938, Schmitt sugiere que la existencia del Estado podría fundarse en cierta verdad o valor trascendental. Esta verdad o valor, no obstante, sólo puede interpretarla el soberano. Lo que interesa entonces no es la existencia de una verdad (veritas) que funda el Estado, sino que alguien se halle investido de la autoridad (auctoritas) suficiente para determinar lo que esa verdad es o significa.
En síntesis, y para que se entienda por qué podemos aplicar esta denominación a la política llevada a cabo por las autoridades nacionales frente al Covid-19, la teoría política decisionista puede ser distinguida por tres rasgos básicos comunes: en primer lugar, una importancia central y definitoria a la decisión en las cuestiones políticas; en segundo término, una concepción de la soberanía como el poder de decisión definitivo; y tercero, la definición del estado de excepción –o estado de emergencia– como la manifestación más pura y el modelo operativo propio de ese poder definitivo. Evidentemente, todos los decretos de necesidad y urgencia que se han emitido en la Argentina pre y post pandemia devienen de esta teoría.
La doctrina del decisionismo político se comprende mejor a la luz de lo que Carl Schmitt entiende como lo político. Recurrimos a su propia definición en El concepto de lo político:
“Pues bien, la distinción política específica, aquella a la que pueden reconducirse todas las acciones y motivos políticos, es la distinción de amigo y enemigo. Lo que ésta proporciona no es desde luego una definición exhaustiva de lo político, ni una descripción de su contenido, pero si una determinación de su concepto en el sentido de un criterio. En la medida en que no deriva de otros criterios, esa distinción se corresponde en el dominio de lo político con los criterios relativamente autónomos que proporcionan distinciones como la del bien y el mal en lo moral, la de belleza y fealdad en lo estético, etc.”.
Definida la política en estos términos, la decisión sería –y no la deliberación– la mediación principal que permita afrontar el conflicto amigo-enemigo. Pensemos que son precisamente estas las categorías que se aplican al hablar de la relación conflictiva entre pueblo-imperio (discursos de Castro, Chávez, Maduro, etc). El concepto de decisionismo surgió entonces como doctrina ideal para aplicar sobre terrenos culturales e institucionales históricamente afectos al protagonismo del caudillo o del líder carismático.
A partir de todo este contexto podemos apreciar por qué el decisionismo político prendió en los países latinoamericanos, que no terminan de salir de una prolongada situación de crisis económica, inestabilidad política y serios problemas para la gobernabilidad democrática.
Espero haber aclarado a qué tipo de política se adscriben las medidas tomadas para enfrentar la pandemia. Queda ahora esperar cuáles serán las que se tomen para salir de ella y cuáles serán las consecuencias socio-políticas y económicas con las que deberá manejarse el Gobierno argentino. La intervención por decreto de la cerealera Vicentin y el proyecto de expropiación enviado al Congreso no parece alejarse del sendero iniciado con la pandemia.
¿Nos seguirá acechando Hobbes o lograremos volverlo a su tumba?
* Gran parte del presente texto es una síntesis de la conferencia pronunciada el 5/6/20 en el Instituto de Bioética de la Academia Nacional de Ciencias Morales y Políticas.
María L. Lukac de Stier es Doctora en Filosofía y Profesora Emérita de la UCA