Cuando la razón se pierde

Recientes hechos de Villa Gesell y El Calafate presentan varios aspectos similares (homicidio por parte de jóvenes de clases no marginales con cierto prestigio en ámbitos pueblerinos, en acciones “en jauría”) que merecen alguna reflexión.
Aristóteles definió al hombre como animal racional, pero no siempre el hombre actúa racionalmente. Muchas realidades humanas nos hacen topar con la irreflexión y el sin sentido. Luego de fenómenos históricos nefastos, como las guerras, los totalitarismos y los genocidios, si nos preguntamos el para qué de tanto sufrimiento, cuál fue su sentido y su finalidad, encontramos simplemente con la sin razón, la ausencia de sentido, la estupidez humana: finalmente, ¡para nada! Lo decimos, en el lenguaje diario: “Fue una locura”. Tal es así que, en la práctica, la psicología atiende mayormente conductas no del todo racionales. Las neurosis son formas de comportamiento en que los estados emocionales enturbian el funcionamiento del pensamiento lógico y afectan la sensatez de las conductas. Las psicosis, por su parte, son estados más graves, en los que los impulsos deterioran seriamente el juicio de realidad y el autocontrol de las acciones. Pero también existen otras anomalías psicológicas nominadas actualmente como trastornos antisociales de la personalidad, caracterizadas por el narcisismo, la impulsividad, las conductas de control y manipulación para lograr todo aquello que ciertas personas se proponen, la ausencia de conciencia moral y el desprecio por las leyes y los derechos ajenos. Esos rasgos son comunes a dos tipos de estructuras caracterológicas afines, pero que se diferencian en que, en las llamadas psicopatías, los individuos son más cerebrales (planifican sus actos, no improvisan, buscan camuflarse y no llamar la atención) y “nacieron así”, acaso con componentes genéticos muy determinantes, mientras que en las sociopatías son más impulsivos y sus rasgos se fueron desarrollando evolutivamente, acaso con influencias ambientales. Pero en los casos concretos las diferencias no siempre son claras. En este artículo nos referimos preferentemente a las sociopatías. De todos modos, en ambos casos, el “afán de poder” juega un papel preponderante.
El afán de poder
Por nuestra naturaleza racional, no podemos evitar tratar de comprender el mundo de los procesos irracionales. Y desde la ciencia, la literatura, la filosofía, las artes, etc. se han abordado la locura, los celos, el crimen, los temores, la melancolía, las obsesiones, las adiciones… Y con frecuencia, la opinión pública resulta conmovida por sucesos que evidencian la pérdida absoluta de la cordura, del sentido moral, del sano juicio.
Erich Fromm, en su libro El amor a la vida, dice al respecto: “Hitler fue un narcisista toda su vida. Narcisista es aquél para quien sólo es importante lo que a él lo afecta. Y quizás su rasgo más importante fue su amor a la destrucción… Hay hombres que no aman la vida: más bien la odian. Lo que los atrae, en última instancia, es la muerte”. Y con ello subsiste la pregunta de base: ¿Cómo un ser racional puede actuar tan irracionalmente? ¿Qué podemos decir de esos procesos patológicos? ¿Cómo se entiende lo diametralmente opuesto a la normalidad y el sentido común? Intentaremos trasmitir algunas puntualizaciones de esos estados y aproximarnos a la dinámica de los mismos. Encontramos muchas veces sujetos que adolecen de una estructura psicológica totalmente egocéntrica. Su Yo tan débil se siente profundamente amenazado por fuerzas inconscientes que le hacen intolerable cualquier frustración de un deseo o cualquier restricción de su poder. Esas limitaciones objetivamente pueden ser pequeñas pero son vividas con una reacción interior enorme. La persona se defiende entonces con la búsqueda impostergable de recuperación del dominio sobre la realidad y sobre los otros. Con su afán de poder intenta restaurar su seguridad y su autosuficiencia. En esta situación, la crueldad resulta el placer de dominar y compensar su Yo herido. Y la sed de venganza es una forma de reafirmar su dominio. Actúa porque “necesita” una descarga de sus impulsos, con una urgencia que no puede postergar. La descarga de la pulsión agresiva es “cueste lo que cueste”. No atiende a las consecuencias. No piensa. Porque el núcleo central de esta estructura psicológica es la ausencia de conciencia moral. La capacidad de distinguir entre lo lícito y lo ilícito está anulada. De ahí que a la psicopatía se le supo llamar “amentia moral”. Y por eso nos suele sorprender su comportamiento en apariencia “autosuficiente”, “seguro” y “natural”. Nada lo conmueve. Para él, “todo vale”. Dijeron los antiguos: “Cometer una infamia es una diversión para el insensato” (Prov 10.23). No hay pérdida de conciencia (está ubicado en tiempo y espacio), pero actúa por pasión, según el principio del placer sádico, y se niega a la aceptación de la realidad. La pasión obnubila el pensamiento y lleva a la acción, y en la acción se incentiva la pasión; ambas se retroalimentan y potencian. El proceso interiormente suele ser gradual, no sorpresivo ni casual. Y la descarga suele venir precedida de alguna previsión, anticipación o premeditación. Pero llega un momento en que se hace incontenible. Acaso no siempre busca directamente matar, salvo cuando la víctima le significa un símbolo de un objeto odiado del que necesita vengarse. El goce de matar puede acompañar o estar incluido dentro del deseo de poder. Más bien el objetivo es el de destruir todo lo que se oponga al deseo. Su enfoque prioritario está en el goce de restañar el poder herido. Y en el matar encuentra “la satisfacción de hacer su voluntad”. No le importa si mata o no. No hay reflexión. Dice: “No importa, igual sigo… y si es necesario matar, y bueno…”. A la luz de estos conceptos, la distinción entre “matar por puro placer” y “el placer de matar” o cuestiones similares queda más bien como disquisición un tanto teórica sujeta a malabarismos verbales y conceptuales, con pocas repercusiones en el ámbito práctico de la sanciones.
La seducción de la ocasión
La cuestión que subyace es: si el sujeto está “fuera de sí” o “no puede controlarse”, ¿hasta qué punto es responsable? En primer término aclaremos que en las líneas que siguen incluimos no sólo agresiones y delitos graves, sino también procesos como adicciones, bulimia, tabaquismo, descontrol sexual… Se trata de casos en que la lucidez de la conciencia y el autocontrol están disminuidos, pero eso no quiere decir que estén anulados. La pérdida de conciencia que anula toda responsabilidad pertenece a patologías extremas, de otra índole, infrecuentes, a las que no nos referimos aquí. Al respecto, la moral tradicional supo elaborar un concepto certero y esclarecedor que nos puede ser de ayuda. Habló de pecatum in causa, según el cual la culpabilidad no está en el acto mismo (acaso ya inevitable) sino en ser responsable de la causa del acto. Un almirante que descuida atender a la seguridad del navío no es condenable por el naufragio inevitable sino por su negligencia anterior. Esto sucede en una variedad de casos: la persona misma se pone en situación de perder su pleno control (alcoholizándose, drogándose…) o permaneció en la “ocasión tentadora” pudiendo retirarse. O podía haberse dado cuenta y prever consecuencias, pero negó el riesgo y “no hizo caso”: fue la temeridad de “jugar con el jarrón chino”. O sabe que hay factores desencadenantes que “son más fuertes que uno” pero “fue débil y se dejó llevar”. O entró dentro de un proceso progresivo en el que “se sabe donde se comienza pero no donde se termina”, porque “Iniciar un altercado es abrir una compuerta” (Prov. 17.14). Inicialmente estaba la posibilidad de “evitar la tentación” (el factor desencadenante) pero pudo más el mecanismo de negación. La sabiduría popular conoce mucho de esto; por eso nos dice: “La ocasión hace al ladrón” o, como arriba enunciamos: “Aquel que ofiende borracho merece doble castigo” (Martín Fierro).
Podemos sacar consecuencias: si el consumo de una droga implica una probabilidad seria de causar un mal a otros, se es responsable tanto si el daño se produce o no. Se es culpable de lo que esa causa pudo provocar, aunque de hecho no se haya producido. Moralmente, el intento de homicidio y el homicidio merecen igual condena.
En estos temas suelen surgir veleidades jurídicas o incongruencias que se ponen de moda. Por ejemplo, decir: “La persona tiene limitada su responsabilidad, porque con la droga pierde la plena conciencia y la plena autonomía. Por lo tanto: en esas circunstancias disminuye la responsabilidad y merece menor sanción”. ¡Pero si justamente es mayor la responsabilidad, porque puso en riesgo su propia autonomía y la seguridad de los otros!
Jóvenes que crecen sin líderes
En este artículo abordamos el aspecto psiquiátrico-psicológico del tema, pero no olvidamos que intervienen varios otros (educativos, socioeconómicos, históricos, culturales…). La cita siguiente del periodista Luciano Román señala uno de ellos: “Los jóvenes que hoy tienen entre 15 y 25 años no creen en casi nadie; sólo en ellos mismos. Como toda generalización, es objetable, pero hay algunos síntomas que no podemos ignorar. (…) Quizá sea el mecanismo defensivo de una generación que no sabe cuáles serán los trabajos del futuro ni qué quedará en pie después del vendaval de la globalización tecnológica, donde todo es efímero, vertiginoso y cambiante. (…) Los jóvenes ahora hablan de combatir las ‘sociedades adultocéntricas’. Es una forma de decir: ‘Déjennos a nosotros; nos arreglamos solos y haremos mejor las cosas’. Tienen confianza en ellos mismos. Se han convertido en una generación ‘autoliderada’, con banderas propias. ¿Tendremos que dejarlos solos y desearles suerte? ¿Eso no implicaría renunciar a nuestra responsabilidad generacional? Quizá deberíamos apostar, sin resignarnos, a recrear ‘liderazgos institucionales’ que, a través de nuevos formatos y hasta con nuevos lenguajes, guíen e inspiren a los más jóvenes en un diálogo interactivo con ellos (…) sin paternalismo autoritario, pero también sin miedo a ejercer el liderazgo y la autoridad. Quizá debamos tomarlo como el gran desafío de nuestra generación”.
El misterio de la vida
Cómo se dan los mecanismos señalados en cada caso y cómo se conjugan con los otros factores (constitución innata, educación, vínculos familiares, experiencias significativas, etc.), todo eso constituye la trama de la vida de cada ser humano, único e irrepetible. Acerca de este tema, la sabiduría cristiana elaboró una expresión que condensa un criterio que nos parece sano: De internis non judicat Eclesia, lo cual significa: la conciencia de cada uno sólo la propia persona la conoce; no se la puede juzgar desde afuera.
Sólo conocemos signos exteriores. El orden jurídico dicta sentencias y condena, pero su validez llega hasta donde su pobre conocimiento externo lo permite; más allá, sólo cabe el juicio de Dios: sólo Él sabe “lo que hay en el interior del hombre”. (Juan 2,25)1 Hasta qué punto una persona es libre, hasta qué punto es culpable, hasta qué punto tiene conciencia… es el misterio de la existencia humana.

Nota
1. Aquí usamos términos como culpa, responsabilidad, etc. según la significación que poseen dentro de la ética, la moral y la psicología, que muchas veces difiere de la del orden jurídico. Este depende del sistema establecido en cada país, y su forma de construcción es producto de circunstancias históricas y sociales, que son variables y no siempre exentas de errores. Aquí, en cambio, utilizamos los criterios fundados en la condición humana, no sujeta a situaciones particulares temporales o espaciales. De todos modos, no puede haber derecho penal que no atienda a la ética y a la psiquiatría.

Hugo Polcan es Licenciado en Psicología

1 Readers Commented

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  1. LUIS ALFONSO LONDOÑO on 2 julio, 2021

    Muchas gracias, estupendo artículo. Hay dos aspectos quenos hacen perder la razón: la codicia y la ignorancia. Ellas están sumergidas en la experiencia de un ser humano condicionado.. El ser humano de hoy parece que no tiene tiempo de autoexaminarse. Luis A.

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