La transformación social

En la historia de las naciones hay situaciones en las que el estilo de vida no responde a las necesidades básicas y los sistemas y organizaciones impiden una vida realmente humana. Es el momento en que se hace imprescindible un cambio. En caso de pretender eludirlo, sólo queda la tóxica reflexión de que “siempre se puede estar peor”.
Pero es de tener en cuenta que el cambio social no es un proceso automático ni predeterminado: debe ser dirigido, para que las personas no terminen siendo víctimas de transformaciones estructurales sociales o económicas no deseables. Y muestra las vicisitudes de todo proceso vital, con modificaciones de ritmo, distorsiones y estancamientos. En consecuencia: la estrategia de su abordaje debe ser planificada a partir de datos surgidos de la experiencia, en contacto con la realidad concreta, no de concepciones ideológicas a priori. En teoría, muchos métodos pueden parecer igualmente eficaces y prometedores, pero será la praxis la que indique el mejor camino, y eso requiere “oficio”, que sólo pocos tienen….
Hay muchos “entusiastas del cambio”, revolucionarios tardíos, mentalidades exaltadas que no aseguran un cambio consistente ni dan muestra de contar con metas definidas, sino sólo de pulsiones emocionales. Una posición responsable requiere saber por qué cambiar, hacia dónde cambiar y cómo cambiar, tener claro qué se quiere, porque el cambio resulta deseable en cuanto implique desarrollo humano y creación de estructuras que promuevan la realización plena de las condiciones personales.
Además, se debe estar en condiciones de fundamentar sólidamente que lo que se quiere es mejor que lo presente. Esto significa que habrá que cuidarse de la improvisación y de la irresponsabilidad ingenua de creer que todo es fácil. Los partidos se presentan a elecciones buscando el poder pero sin planes serios fruto de reflexión, “ensayistas” que no tienen en cuenta que con la vida de un pueblo no se juega, porque luego las catástrofes no las pagan ellos. La idea mágica del cambio, según la cual de la desintegración de todo lo actual surgirá automáticamente, como un Ave Fénix, algo mejor, es infantilismo revolucionario.
El cambio debe ser una decisión compartida. Y ya que deben ser las sociedades humanas las protagonistas de su destino histórico, el cambio no puede ser obra de unos pocos. “Lo que afecta a todos, tiene que ser decidido por todos” (Gracián). Una revolución que no sea la decisión de todo un pueblo no es auténtica ni posee bases que garanticen su permanencia histórica. Cuando se argumenta que “el pueblo no está en condiciones de tomar conciencia de sus necesidades por sí mismo” o “no puede hacer valer sus derechos” y se buscan mesías providenciales que “despierten a sus hermanos débiles o dormidos”, se alienta un paternalismo sobreprotector propio de cualquier monarquía o dictadura. No siempre el poder responde a las genuinas necesidades del pueblo.
Claro está que no se nos escapa el fenómeno de la “resistencia al cambio”. Frente a modificaciones que producen ansiedad (pérdidas de poder o prestigio, disminución de ganancias y beneficios, inseguridad frente al futuro) existen en las personas mecanismos defensivos de intensa fuerza emocional. Hay grupos humanos difíciles de adaptarse a la modificación de sus comodidades habituales; hay sectores que ven en el cambio una amenaza a sus privilegios y obviamente se resistirán con irreductible tenacidad.
En fin: el cambio debe ser fruto de una decisión social, planificado en sus procedimientos y esclarecido en sus objetivos.

Individuos y estructuras

Así llegamos a una cuestión esencial: los cambios sociales no son tales si las modificaciones de la sociedad (políticas, económicas, organizativas) no poseen su contraparte en el interior de las personas y no se modifican actitudes, valores y criterios en las conductas de sus integrantes. No es posible un sistema social justo sin una mentalidad de justicia en los ciudadanos. El cambio de un sistema no internalizado en el estilo de la vida y no hecho cultura es una entidad formal o estructural sin consistencia ni garantía de perdurabilidad.
Los enfoques en este terreno se suelen alinear en dos posiciones.
Una de ellas, de matices sociologistas, enfatiza la importancia de las estructuras que rodean a las personas. El supuesto básico es que “de nada vale modificar al individuo si no transformamos las estructuras”. Y que “una buena organización social producirá una conducta adecuada de los individuos”. Según esto, “lo que hay que cambiar es el sistema”.
La otra posición es de carácter individualista: hay que empezar por modificar a los individuos “por dentro” y serán los hombres quienes producirán necesariamente los cambios estructurales. “De nada vale una modificación externa favorable si los integrantes del grupo social no son capaces de instrumentarla”. Por eso, los que sostienen esta posición, frecuentemente reducen su acción social a sólo una acción educativa. Según éstos, “lo que hay que cambiar son los hombres” y todo lo demás “vendrá por añadidura”.
Ambas posiciones implican una dicotomía errónea. En ellas, “individuo” y “estructura social” resultan como el único factor determinante del otro.
La verdad es que ambos constituyen dos aspectos no disociables de una misma realidad, como elementos mutuamente interdependientes y en permanente interacción dialéctica, jugando papeles recíprocos y complementarios, pero sin reducción de uno al otro. La realidad social es una configuración dinámica en continua transformación, donde los agentes interactúan sin perder su individualidad. En un aspecto “el individuo es parte de un todo que es la sociedad”; necesitado de ella y sujeto a sus leyes. Pero por otro lado, cada personalidad, como un “microcosmos”, es portador y generador de esa cultura.
Con esto se modifica el enfoque del problema. ¿Acaso se pueden cambiar las mentalidades sin transformar en algún aspecto las formas de organización social? A su vez, ¿se puede modificar el sistema sin afectar a los individuos? ¿Cómo cambiar pautas y sistemas de interacción social manteniendo intactas las actitudes y conductas de los integrantes? Si un cambio es auténtico, ha de abarcar todos los ámbitos, y por su esencia misma la modificación de un aspecto propiciará la modificación de los otros.

Puntos de partida

Las reflexiones precedentes desembocan en la pregunta: ¿por dónde comenzar el cambio? Es acertado usar la metáfora de concebir a la sociedad como el “cuerpo social”, como un organismo animado por su principio vital, la cultura, que es su elemento integrador; y en el que los individuos son como las “células”.
Pero los individuos no se integran a ese todo que es la sociedad directamente sino a través de núcleos o conjuntos que sirven de intermediarios articulantes entre el individuo y la sociedad. A estos “órganos” (organizaciones) los llamamos “instituciones”.
Éstas son conjuntos organizados de personas (una escuela, una fábrica, un club, un hospital), con objetivos específicos (trabajar, estudiar, jugar), en los que los seres humanos alcanzan metas determinadas gracias a su pertenencia a ellas. Estos “órganos” cumplen funciones especializadas en vistas al bien del organismo y de las células del mismo. Así, “Personalidad, Grupo, Institución y Sociedad” señalan, al modo de círculos concéntricos, diferentes formas de estructuras del comportamiento humano, cada una con modalidades dinámicas propias pero que también implican a las demás.(1)
En este punto, se ha de destacar el papel significativo que juegan las instituciones en el cambio social. Ellas tienen legitimada su ubicación entre los posibles “puntos de partida” para promover el cambio. Con el mismo derecho con que algunos pretenden realizarlo “a partir de los hombres” o “de las bases”, en forma ascendente; y otros “desde arriba”, desde el “poder” en forma descendente, también es válido plantearse el cambio “a partir de las instituciones”.
Todo cambio social sustentable y sólido debe incluir un cambio de las instituciones, ya que son relativamente independientes y merecen su atención particular. Más aún: parecen ser la piedra de toque del cambio social, donde éste prueba su firmeza y su genuinidad. Ciertos intentos de cambio social, aún produciendo modificaciones estructurales del “sistema” y contando con suficientes esfuerzos de “mentalización” de los individuos, no logran sin embargo una transformación social perdurable por no alcanzar a producir un adecuado cambio institucional. Se dan instituciones funcionando de acuerdo a pautas tradicionales pese a estar dentro de una sociedad con una estructura global moderna y con hombres individualmente deseosos de cambio y aptos para él, pero a los cuales la estructura institucional termina por imponerles sus modelos de conducta.
Toda institución tiende a irradiar su influencia en un doble sentido: a modificar el entorno en que se encuentra y a generar cambios en los individuos que la componen, modelando sus actitudes. Ubicadas como cuña en mitad de la organización social, ejercen una doble presión: hacia arriba, tendiendo a provocar modificaciones en el sistema; y hacia abajo, influyendo en los individuos y en los pequeños grupos. Así, pueden convertirse en el elemento promotor de un cambio total y en el realimentador de un proceso de transformación.
El nivel institucional es la esfera donde “prende” y se afirma la evolución social. O el foco resistencial donde se atrincheran los esquemas anacrónicos. Es allí donde toma cuerpo un determinado estilo de vida y donde los pequeños grupos, unidades naturales de la vida humana, se desarrollan e interactúan.
Las instituciones resultan un campo predilecto para la acción social en virtud de una razón definitoria de orden práctico: la dimensión de cada una de ellas, infinitamente menor que la de todo el organismo social, hace de la transformación de las mismas un hecho factible, de menor complejidad y con mayores posibilidades de concreción. El trabajo en una institución permite transformar al cambio social, de un apetecible proyecto ideal, en algo tangible y real.
Es excepcional, por ejemplo, que un docente pueda introducir cambios en el sistema educativo a nivel nacional, pero es mucho más probable que, siendo un auténtico agente de cambio, produzca una transformación en el colegio en que actúa. O un empresario o un director de hospital, al mejorar substancialmente la organización respectiva y convertirla en un modelo institucional.
La justicia social, por ejemplo, deja de ser un puro slogan de propaganda política o una vaga aspiración sólo cuando las relaciones entre cada empresario y sus obreros son justas en cada empresa. Nos parece definidamente clarificador el caso siguiente: “En el momento en que los accionistas de Rigolleau resuelven cerrar la carpintería, que hacía pallets y cajones para botellas y encarecía los costos: era más barato comprarles a proveedores externos, Shaw no esquivó la decisión, pero le encontró una vuelta: arregló con los empleados el despido, pero les dio un préstamo para que armaran una cooperativa y los ayudó a comprar un terreno frente a la fábrica. Serían ellos, mediante un contrato de exclusividad, los que venderían cajones y pallets a Rigolleau a precios de mercado. La idea fue un éxito: la planta bajó los costos y los obreros, ya propietarios, mejoraron sus ingresos”. (2) Aquí se pone en evidencia cuántos problemas se pueden resolver dentro de una Empresa.
La gravitación inapreciable de las instituciones se muestra en que los hombres son en buena parte lo que las instituciones a las que pertenecen. Si los hombres no hacen que las instituciones sean lo que ellos quieren, las instituciones harán que ellos sigan viviendo como no quieren. O los ideales se traducen en concretos sistemas de vida o los hombres terminan viviendo sin ideales. Y ¿qué son las instituciones sino la corporeización más o menos lograda de los ideales de los hombres? Siento que yo vivo en una democracia si mi escuela, mi empresa, los servicios públicos que recibo, funcionan democráticamente; si eso no es así, esa democracia es una abstracción.

Protagonismo personal y cambio genuino

El “cambio social”, en su sentido genérico, resulta un concepto vacío para los integrantes de una población que no ha terminado de resolver su identidad o el problema de decidir qué modelo elige como “proyecto nacional”. Para la mayoría, esto resulta una empresa que la desborda y cada uno siente que su participación y sus posibilidades personales no cuentan. Todo se convierte entonces en algo decidido por poderes que están por encima de las fuerzas del individuo. El esfuerzo personal se concibe como improductivo y carente de sentido. Y cada uno, ya que no puede “influir en el todo”, opta resignadamente por “no hacer nada”.
El enfoque institucional viene a iluminar el panorama desde una perspectiva que transforma la imagen de la situación. El individuo puede “ser alguien” y “hacer algo”. Puede trascender sin alienarse, compartir sin despersonalizarse, dar y recibir, realizando cada uno su proyecto en el proyecto de todos. Y esto entraña un mensaje esperanzador: “un país mejor es posible y no está tan lejos”.
Todo esto hace al funcionamiento de la democracia. Aspiramos a tener buenos gobiernos y un sistema democrático sano; si contamos con instituciones sanas, este hecho asegurará la honestidad de la acción gubernamental y de la actividad política, a la vez que le hará muy difícil a éstos, a causa de la transparencia del control al que estarán sujetos, tomar el camino de la corrupción. Y si las instituciones no son sanas, todo el esfuerzo que un buen gobierno pueda hacer para un funcionamiento social justo, fácilmente se verá neutralizado.

NOTAS:
1. H. Polcan: Psicología de las organizaciones, libro digital, Edic. Univ. Tecnológica Nacional EduTec, N 2017.
2. Ver: Mónica Aranda Baulero, La empresa, comunidad de vida y relaciones humanas: el ejemplar caso de Enrique Shaw, Barcelona, 2012, Edit. Erasmus.

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