Una generación que no llora

Entendemos por tragedia un suceso de consecuencias irremediables, funestas o desgraciadas que provocan gran dolor o sufrimiento. Tal es la situación actual, una tragedia de orden planetario con final incierto que afecta todos los órdenes de la vida humana. 

Los medios informan sobre nuevos conocimientos científicos, progresos de la medicina y aparatología sanitaria, pero lo importante es entender que el sistema de salud es, más que nada, el esfuerzo del hombre frente al peligro de ver comprometida su supervivencia. Sobre la economía nos trasmiten datos estadísticos como si se tratara de entidades formales físico-matemáticas, cuando la realidad es que ese es el campo donde se juega la subsistencia de los pueblos. En síntesis: de no tener defensas suficientes, el virus en poco tiempo extinguiría la vida del hombre sobre la tierra.

Es natural esperar que una catástrofe de tal envergadura produzca la correspondiente repercusión en la población. Pero lo desconcertante e incomprensible es que la respuesta esperable no se da.

Lo que parece predominar en el mundo de hoy es el mecanismo defensivo de la negación. Es un recurso no del todo consciente de represión afectiva, un buscar “no sentir”, no darse cuenta del todo, no tomar conciencia clara y seria del peligro. Se busca anular el miedo, la ansiedad y la depresión con una especie de “anestesia emocional” que provoca desconcierto o “neblina mental”, indiferencia, apatía y búsqueda de distracción en la comodidad o en la indolencia.

A su vez, tanto autoridades como medios suministran datos con un enfoque de neutralidad afectiva, supuestamente “para no crear miedo en la población”, y se cotejan números entre países casi al modo de una competencia deportiva, o se emiten mensajes triunfalistas como si dijeran “vamos primeros”. El “aquí el virus no va a llegar” lo dice todo. ¡Qué lejos estamos, por ejemplo, de la sinceridad y valentía de aquél discurso de Churchill con su “sangre, sudor, lágrimas y esfuerzo”!                                                                                                                                             

Pero las tensiones emocionales no desaparecen: permanecen latentes, aunque excluidas de la conciencia, y eventualmente hacen su aparición en trastornos psicosomáticos o en irritabilidad e intolerancia a las limitaciones. Existe una coartación generalizada de la afectividad y de la energía vital y están suprimidas expresiones como las lágrimas y la ternura.                                                       

Las lágrimas, fuentes de vida                                                                                                         

El llanto es algo exclusivo de los humanos, como el lenguaje o la música. Somos la única especie que derrama lágrimas como respuesta emocional y siguen siendo un misterio. Alguna vez nos hemos sorprendido al encontrarnos llorando ante una película triste, o sin poder parar de reír.  

Llorar es un mecanismo natural, innato, que no se necesita aprender, porque viene dado por la especie. Y por influencia cultural o emocional se puede bloquear, inhibir o, hasta cierto punto, anular. 

Es el modo que utilizan los bebés para expresar que tienen hambre, frío, miedo o dolor. Y  los adultos también lloramos, por múltiples motivos: miedo, tristeza, ira, impotencia, alegría…  Llorar también muestra a otras personas que necesitamos ayuda o apoyo emocional del entorno. 

El llanto constituye una reacción espontánea a una emoción: un dolor físico o moral, una alegría extrema, una sorpresa… Las lágrimas contienen la llamada “hormona del estrés”, por lo que el llanto  sería una forma de liberar al cuerpo de una excesiva tensión y recuperar la calma. La función de las lágrimas tiene que ver con expulsar sustancias nocivas de nuestro cuerpo y, en consecuencia, generar un efecto relajante o de alivio. 

Cualquiera sea el caso, creemos que el llanto se explica primordialmente porque nuestra capacidad psicoafectiva para asimilar estímulos tiene sus límites, y cuando el significado emocional de aquéllos va más allá y los rebasa, la reacción es el llanto como descarga. 

Las lágrimas van de la tristeza a la alegría. Para mí, las lágrimas son ante todo un desbordamiento que manifiesta un exceso de algo. Muchas veces nos sentimos desbordados por las lágrimas. A veces nos pasa que estamos llorando cuando no queremos hacerlo. Y hay quien llora de alegría”1

Con las lágrimas, hacemos presente nuestra pequeñez frente a la Vida (éxtasis ante la Naturaleza), o nuestra debilidad moral frente al Bien, si hemos hecho algo indebido (culpa), o nostalgias por las pérdidas (duelo). Más aún: con ellas se nos patentiza la experiencia de nuestra creaturidad como  dependientes absolutamente de lo Alto.

Por otro lado, es de observar que en general tenemos poca tolerancia social al llanto de otro. No nos gusta ver sufrir a otra persona. Nos incomoda. Al identificarnos con él, no nos resulta indiferente y a veces, felizmente, experimentamos compasión; pero también en ocasiones la situación nos interpela y buscamos eludir el compromiso.

Las lágrimas hablan de las emociones de las personas, sus conflictos, sus alegrías, y están relacionadas con nuestra existencia, nuestro pasado, nuestra manera de ser… Pero el mayor interés estriba en lo que ellas dicen de la persona que llora y lo que ésta escucha en sus propias lágrimas. En cada lágrima está condensada nuestra vida.

“Unos no consiguen exteriorizar su sufrimiento, y hay otros que sufren y lo dicen. Es más triste no conseguir llorar que llorar demasiado. (…) Los autores de la Edad Media no se equivocaban cuando hablaban del «don» de las lágrimas. Son un regalo porque significan la presencia de alguien. Quien no llora es porque está verdaderamente solo. Si llora, aunque esté solo, es que llora delante de alguien. Ese alguien puede ser Dios, puede ser también alguien en quien está pensando y lo hace presente en su ausencia… Cuando estamos ante una persona que sentimos confiable, podemos llorar. Las lágrimas son la señal de una presencia, por eso son un regalo. (…) Y están las llamadas “lágrimas de conversión”, que llegan cuando algo en nuestra vida es más grande que nosotros y ha sido tocada por la trascendencia. Son lágrimas de alegría. Todo el mundo puede vivir esta experiencia cuando, por ejemplo, se encuentra ante una obra de arte que lo emociona”.2

Cuando se agotan las lágrimas, se termina de llorar; pero cuando no se pude llorar ¿cómo se puede salir del no llorar?  Llorar no es malo. No es un signo de debilidad o de sufrimiento que debamos esconder. Hemos de dejar un espacio y un tiempo para llorar y asumir que es algo normal que todos necesitamos, aunque no siempre sepamos explicar muy bien por qué. Algunos prefieren llorar solos y otros, acompañados: hemos de respetar esas opciones.

La enorme dimensión de la calamidad actual, si se toma conciencia cabal de la situación, excede nuestra capacidad de asimilación del sufrimiento y justifica las lágrimas.

La cicatrización emocional

El mundo está de duelo. Entendemos por tal el proceso vivencial de dolor que sigue a una pérdida de cualquier índole: una ausencia, una muerte, un abandono, una pérdida de empleo, un quebranto económico, una ruptura sentimental, una enfermedad… Es una reacción principalmente emocional de sufrimiento y aflicción cuando un apego con algo se rompe.

Es diferente para cada persona. Y se pueden sufrir diferentes síntomas emocionales y físicos como ansiedad, miedo, culpa, confusión, negación, depresión, rabia, tristeza, desborde emocional… con la consecuente pérdida del interés por la realidad exterior.

La experiencia de enfrentarse a la pérdida es lo que llamamos elaboración del duelo, que lleva a la necesidad de adaptación a una nueva situación, y requiere de un tiempo para su “cicatrización”. 

Habitualmente el proceso avanza por etapas, desde el impacto inicial hasta la recuperación total. Y se suelen señalar varios pasos, aunque no aparezcan todos. La fase inicial es de evitación y negación, una reacción normal que surge como defensa y perdura hasta que el Yo consiga asimilar gradualmente el golpe. Se acompaña con expresiones como: “No puede ser verdad”, “No me parece cierto”, “No es justo”… La negación es la primera reacción ante un golpe de la vida, es un paso inevitable del que finalmente hay que salir para digerir la pérdida. Es una manera de decirle a la realidad que todavía no estamos preparados. El impacto nos “desarma” y dejamos de escuchar, de entender, de pensar y a veces nos bloqueamos y no podemos sentir. Es un estado de embotamiento, estupor y desrealización.                    

En la segunda etapa predomina el sentimiento de tristeza, que normalmente se expresa con llanto frecuente. Allí se inicia el proceso de duelo, ya que no es lo mejor querer huir siempre del dolor, porque son emociones que si no se sienten, no se pueden enfrentar. Es habitual que recién a los dos o tres meses se tome conciencia cabal de una pérdida. Es la etapa depresiva del duelo, con estados anímicos de agobio, indiferencia, decaimiento, desvitalización, desinterés por el mundo y tendencia al aislamiento y a la rumia de recuerdos, mientras todas las actividades pierden significado. Es el trabajo penoso de deshacer los lazos con lo que se ha perdido y reconocer lo bueno y lo malo del pasado. Debiera ir disminuyendo con el tiempo, pero en el duelo patológico puede hacerse interminable; o puede repetirse en ocasiones como los aniversarios. 

Pero hay quienes reaccionan con rabia, enojo o indiferencia rencorosa. Son estados de descontento y resentimiento por no poder evitar la pérdida, en los cuales se buscan razones sobre las causas y la culpabilidad de lo sucedido. La rabia puede dirigirse hacia uno mismo o hacia los demás, transformándose en sentimiento de culpa o en cólera. 

Es bueno saber que siempre existe bronca o rencor inconscientes. Y que la rabia puede servir, cuando estamos en un pozo depresivo, como un medio de supervivencia para tomar impulso y salir a flote. La cuestión es poder reconocerla y aceptarla. A veces se convierte en deseo de venganza, pero traducirla en actos concretos no ayuda a desprendernos de ella ni a poder “dar vuelta la página” y seguir adelante. Toda la rabia que se quede dentro, que intentemos negar o esconder, acabará por dañarnos como un aguijón perpetuo.   

El último paso del proceso de resolución del duelo es el de la aceptación. Nunca es fácil aceptar que no hay vuelta atrás. Llegar a este punto requiere de un gran trabajo. Se trata de reconocer que las piedras que vamos encontrando en la vida también forman parte del camino.

Con la aceptación se asume que la pérdida es inevitable e implica un cambio de visión de la situación: aceptar no es olvidar sino reinterpretar el sentido de la pérdida. Así, se va generando la gradual reconexión con la vida diaria y la estabilización de los altibajos emocionales. Se acepta compatibilizar, en los recuerdos, los sentimientos cariñosos con la tristeza, en lugar del dolor agudo y la nostalgia. Es sentirse “uno como los otros”, una manera de ubicar el duelo en su lugar y trabajarlo como un aspecto más de la vida, ya que la pérdida forma parte de la existencia, como perdemos juventud, relaciones, lugares, seres queridos… En síntesis: Se trata de aceptar la realidad de la pérdida, experimentar y sentir el dolor y todas las emociones apropiadas, adaptarse a un ambiente en que falta aquello que se perdió, aprender a vivir sin lo perdido, tomar decisiones con autonomía y retirar la energía emocional volcada en lo que ya no está y reinvertirla en nuevas situaciones o relaciones.                                                                                                      

El proceso se convierte en duelo patológico cuando después de un tiempo la persona sigue teniendo afectada su vida diaria (personal, familiar, laboral o social) con estados de depresión, abulia, astenia, indiferencia. Algunos autores sintetizan los efectos como desensibilización (no sentir), despersonalización (enajenación) e incapacidad de decisiones (parálisis de la voluntad).

En los niños, es una cuestión seria saber guiarlos para afrontar los duelos, hablarlos, no minimizarlos ni negarlos: la manera en que enfrenten sus primeros duelos les ayudará a crear esas capacidades futuras. Asimismo, los profesionales de la salud, soldados admirables de esta guerra contra el virus, deben afrontar a veces situaciones límite y ser capaces de un duelo sin daño. Las relaciones de apoyo entre profesionales de la salud son importantes para poder brindar los cuidados emocionales y físicos que el enfermo y la familia necesitan. Y es imprescindible que reciban respaldo y contención social, a la vez que se ayuden con estrategias reductoras del estrés y con el mantenimiento de hábitos adecuados de salud, ejercicio regular y actividades recreativas.

Nuestra situación frente a la realidad

Debemos atrevernos a calificar el duelo real que atravesamos como tremendo, que etimológicamente significa “digno de suscitar temblor”. Se trata de un desastre integral en el que todas las dimensiones de la vida humana se ven comprometidas. Se conmueven las bases de la organización social y nos vemos envueltos en la mayor crisis sanitaria de la historia. Y no estamos en condiciones de arriesgar un pronóstico sobre el futuro que nos espera.

¿En qué condiciones está el hombre de hoy para enfrentar esa realidad? Abundan las muestras de lo endeble de su estructura psicológica, su intolerancia a la frustración y su resistencia a la aceptación de la realidad. Y ha sido sorprendido mientras descuidaba sus obligaciones adultas de orden, justicia y previsión, a la vez que desatendía cuidados imprescindibles hacia la salud, la educación y los pobres. Justamente porque esta cultura no lo preparó.

Partiendo del Modernismo, ideología basada exclusivamente en la razón y la ciencia, se ha desembocado en una cultura globalizada cuya centralidad está ocupada por el avance científico, la tecnocracia y el economicismo financiero, generando una mentalidad individualista y consumista. Asistimos a una creciente deshumanización de la concepción del hombre y una secularización creciente de la vida social, de los criterios y las costumbres.

“El hombre no se distingue del animal únicamente por su intelecto, sino por experiencias específicamente humanas como la empatía, la compasión o la ternura”3. Y en la esencia de su naturaleza está la tendencia impostergable a la trascendencia, a vivir orientado hacia “más allá de la supervivencia biológica”, tendencia que está implícita en el arte, la política o la religión. Se ha visto arrojado a un “vacío existencial”, ya que no encuentra ni en los progresos de la ciencia, ni en el poder de los gobiernos ni en los recursos de la economía el amparo que necesita para superar la insuficiencia de su presente y la incertidumbre de su futuro.

La mentalidad racionalista ha pretendido entronizar un supuesto “pensamiento libre de emociones” como ideal de fortaleza y autodominio, pero la verdad es que “la razón mana de la combinación del pensamiento racional y el sentimiento… Si separamos las dos funciones el pensamiento se deteriora volviéndose una actividad intelectual esquizoide y el sentimiento se disuelve en pasiones neuróticas. El pensamiento lógico no es racional si es puramente lógico y no lo guía el interés por la vida”.4

De esta forma, se fue imponiendo una aparente normalidad compartida por millones. No parece patológica por ser algo común y porque se trata de una modalidad crónica no del todo grave clínicamente y que no impide el funcionamiento social. Se trata de una oculta depresión del hombre actual que se siente solo, impotente y angustiado, aunque no lo expresa. Habitualmente acude al consumismo y a  la “industria contra el aburrimiento” (TV, cine, radio, hasta el celular) como refugio, pero que no anula la angustia y la depresión subyacentes.

¿Cuál es la reacción generalizada frente a esta realidad? El miedo es profundo y no sin fundamento. Pero cada uno se defiende como puede o como sabe. Y existen diversas formas de enfrentarlo. Una es la desesperación o el pánico, reacciones estériles e improductivas que no vemos generalizadas. Otra forma es el “miedo sano”: tomar conciencia de la realidad, aceptarla como inevitable, reconocer que se tiene miedo y desarrollar recursos sanos y productivos como la resiliencia, la fortaleza, el equilibrio emocional o la ayuda fraterna.

Predominan las variadas formas de la negación. Esta “sociedad de la felicidad” no nos deja estar tristes. La pena no tiene atractivo y se considera descortés mostrarse débil. Como si la tristeza fuese algo contagioso, a los afectados por el virus del duelo se los mantiene a raya y con las mejores intenciones se los inunda de mensajes: “tampoco es para tanto”, “no es cuestión de exagerar ni dejarse llevar por temores sensacionalistas”, y así poco a poco se va invirtiendo una gran cantidad de energía en negarlo. Pero también hay quienes aceptando demasiado rápido la crudeza de la realidad, no sienten y no se conmueven: “se hacen los fuertes”, aunque lo cierto es que tratan de negar el dolor. Sería saludable que se cumpliera para ellos aquella promesa: “Les quitaré el corazón de piedra que ahora tienen y les daré un corazón de carne” (Ezequiel 36-26).

Además, es muy frecuente acudir a “las pastillas”. Pero medicar a priori un proceso que como tal debe de doler es un error. La sobremedicación implica bloquear el proceso. Intentar anestesiar el dolor emocional de ese modo puede llegar a convertirse en una adicción y acarrear mil problemas.

Por otro lado, ¿de dónde sacar resiliencia en una cultura del confort? ¿Cómo aprender fraternidad si  una cosmovisión individualista se ha hecho natural y normal? En lugar de una esperable solidaridad ente las naciones nos encontramos con una puja de intereses y con un egoísmo trasnacional, que ha hecho de las vacunas una mercancía.

La sociedad no está en condiciones de realizar una elaboración del duelo normal y es previsible un aluvión de patologías psicológicas, que podrían desbordar las estructuras sanitarias de salud mental.  

Los peores enemigos son la Negación, que es el mecanismo más primitivo del psiquismo humano; la  Represión de los afectos y la Ausencia de una visión cultural que señale un rumbo a la existencia. Es de recordar que “el hombre no sólo tiene mente y una necesidad de un marco de orientación que le permita darle algún sentido y estructura al mundo que lo rodea, tiene también un corazón y un cuerpo que necesitan estar entrelazados emocionalmente al mundo (al hombre y a la naturaleza)… Sería una desvalida partícula de polvo empujada por los vientos si no hallara lazos humanos que satisficieran su necesidad de relacionarse y unirse con el mundo trascendiendo su propia persona. La solución de la fraternidad no es una preferencia subjetiva, sino la única que satisface las dos necesidades del hombre: estar estrechamente relacionado y al mismo tiempo ser libre, formar parte del todo y ser independiente.5

El panorama que ofrece el mundo da pie para cantidad de reflexiones profundas para el momento actual y para después de la pandemia, que tarde o temprano llegará. Recientemente hemos oímos a un teólogo decir: “Lo expresa bien el versículo bíblico: Tienen ojos y no ven (Salmo 135.16) ¿No es suficiente la realidad actual para atender a ‘los signos de los tiempos’? ¿Cuánto más dolor se necesita para la reflexión? El viñador poda la vid para que dé más fruto”.

Está bien claro que la cultura globalizada no nos asegura un buen futuro.

Notas

1. Anne Lécu, médica de una cárcel, autora del ensayo Des larmes (Las lágrimas), editorial Cerf. 

2. Ibídem                                                                                                                                                                      3. E. Fromm, La revolución de la esperanza, Fondo de Cultura Económica, pág. 81.

4. Ibídem, pág. 49-50                                                                                                                                                                               5. Ibídem, pág. 72-74

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