En una edición anterior de Criterio (Nro. 2386) tuve ocasión de referirme brevemente al debate entre democracia y constitucionalismo, considerado a luz de algunas voces clásicas y otras contemporáneas. Entre estas últimas, mencioné el caso de Stephen Holmes y su trabajo “El precompromiso y la paradoja de la democracia” (1988), para quien las rigideces constitucionales, además de dificultar las decisiones autodestructivas, generan incentivos y oportunidades de acción, dejando margen para futuras innovaciones mediante enmiendas o reformas parciales. De ahí que en el diseño institucional de los Federalist Papers para limitar al poder y reforzar así el primary control de la soberanía democrática pueda verse –como lo explica Bernard Manin en “Checks, balances and boundaries” (1994)– un propósito dilatorio: “para desacelerar la voluntad del pueblo y aplazar su accionar”, aun cuando, como titular de la soberanía, le correspondiese siempre la última palabra.
Es cierto que, llegado el caso, una generación puede querer desatarse del pasado y dejar de regirse por precedentes. A su vez, los antepasados –sostiene Holmes– pueden entorpecer esa decisión previendo la necesidad de mayorías especiales u otros requerimientos procedimentales que obliguen a la generación actual a sopesarla con detenimiento. Sin embargo, algunos interrogantes se desprenden de lo dicho. ¿Actúan siempre con desprendimiento –es decir, sin intereses partidarios– los antepasados? ¿Existe un “derecho” al que estos puedan apelar para atar a sus sucesores? ¿Por qué motivo habrían de compartirse las mismas razones que la generación fundacional para restringirse? ¿Puede toda restricción sobrevivir al paso del tiempo o al surgimiento de justas demandas, como lo fue en su momento la universalización del sufragio?
Dejando de lado los alcances teóricos de estos interrogantes en el contexto de la literatura contractualista (tema que merecería un artículo aparte), resulta oportuno referirse a la obra Ulises desatado (2000), de Jon Elster, que arroja abundante luz al respecto. Se trata de una revisión que el propio Elster hiciera de las ideas desarrolladas en un libro anterior, Ulises y las sirenas (1977), a partir de un comentario crítico que recibiera de su mentor, el historiador noruego Jens Arup Seip, según el cual “en política, la gente nunca trata de atarse a sí misma; sólo trata de atar a los demás”. La metáfora de Ulises, de la que se había servido Baruch Spinoza en su Tractatus Theologico-Politicus (1670) para realzar el valor de las leyes por sobre la inconstancia de personas comunes y reyes, a menudo “hechizados por los cantos de las sirenas”, parece dar la razón a esa crítica en la medida en que prioricemos la decisión del héroe de untar de cera los oídos de los remeros, a la de ver seguidamente atados sus pies y sus manos al alto mástil. De ahí que Elster corrigiera su propia lectura sosteniendo que las constituciones, en lugar de ser estrictamente “actos de autorestricción”, lo que hacen es restringir la libertad de acción de los demás, es decir, de la mayoría de los coetáneos (que son ajenos al diseño de sus ataduras) y, desde luego, de los descendientes.
Se podría objetar que los constituyentes pueden querer atar a sus sucesores no con ánimo de beneficiarse a sí mismos sino en virtud de una genuina y altruista preocupación por los intereses duraderos de la sociedad (o sus vínculos intergeneracionales), lo que permitiría proyectar objetivos de largo plazo (inversiones económicas, por ejemplo). Pero así y todo no existen, según Elster, razones suficientes para confiar necesariamente en la imparcialidad de los predecesores. “Sólo estoy diciendo –añade– que una gran parte de la política constitucional es similar a la política rutinaria, más allá de las motivaciones que preocupen a una y otra, y que, en general, no podemos esperar que constituyentes imperfectos creen constituciones perfectas que lleguen a controlar las imperfecciones de los políticos futuros”.
Por otro lado, existe el problema de “la estrechez óptima de la atadura”. En efecto, una severa falta de flexibilidad puede conducir a acciones de máxima tendientes a derogar directamente la constitución si sus rigideces son muy extremas o se han vuelto sofocantes. Por eso, como afirmó Benjamin Constant en su Fragmento de una obra abandonada… (1800-1803), “para la propia estabilidad, es mil veces preferible la posibilidad de un perfeccionamiento gradual que la inflexibilidad de una constitución inmutable”. A lo que agregaba: “Cuanto más se garantice la perspectiva de perfeccionamiento, menos ascendiente tendrán las agitaciones”. Por su parte, recordando su propia experiencia como miembro de la comisión redactora del anteproyecto de constitución de la II República, Tocqueville escribió en sus Souvenirs (1850): “Desde hacía mucho tiempo pensaba que, en vez de querer eternizar a nuestros gobiernos, había que tender a que se los pudiera cambiar de una manera fácil y habitual. Dadas las circunstancias, esto me parecía menos peligroso que el sistema contrario, y pensaba que convenía tratar al pueblo francés como a esos locos a los que hay que guardarse de atar, por miedo a que se pongan furiosos al verse oprimidos”.
A este respecto, cabe mencionar también un argumento de Philip Pettit en Republicanismo (1997)donde, aun admitiendo la necesidad de que las leyes más importantes sean “relativamente” resistentes a la voluntad de la mayoría, defiende sin embargo la potestad permanente del pueblo del pueblo de “disputar las decisiones del gobierno” para garantizar el control democrático. Así como un individuo, afirma Pettit, es autónomo en virtud de lo que puede llegar a ser y no en virtud de “un registro pasado de autocontroles y autoconstrucciones”, los pueblos, análogamente, si bien pueden marchar “con el piloto automático puesto” decidiendo sobre la base de procesos rutinarios, sólo son verdaderamente democráticos si pueden disputar o alterar a voluntad esos procesos.
Siendo así, ¿podría hablarse de un núcleo duro o inmodificable –pensemos, ante todo, en los derechos individuales– que limite de entrada las eventuales reformas a la constitución como no sea sobre asuntos marginales o secundarios? ¿Existe algo así como un “parámetro” constitucional que nos permita evaluar el grado de suficiencia o insuficiencia de una democracia o inclusive su propia legitimidad? Puesto en palabras de Pedro Salazar Ugarte (La democracia constitucional, 2006), ¿hasta qué punto es posible limitar la soberanía popular sin lesionarla o “desnaturalizarla”, reduciéndola a “un sistema en el que tiene vigencia una (paradójica) autonomía heterodirigida”?
No es mi propósito terciar en un debate que, en definitiva, opone un modelo radical de democracia, que habilita a cada generación a desatarse de pasado, de la llamada democracia constitucional que, en cambio, hace “una remoción estratégica de algunos temas” (Holmes) al sustraer o marginar de la deliberación democrática una serie de derechos fundamentales, considerados como su condición indispensable y sin los cuales la democracia quedaría desprotegida. Con todo, tiendo a pensar que sólo otorgando rango constitucional a ciertos derechos, libertades y garantías (por lo pronto, la libertad de expresión, religiosa y de asociación, el derecho de propiedad, el sufragio universal, el libre acceso a la información, etc.) es posible la conformación y consecuente ejercicio de una voluntad mayoritaria. De ahí que pueda decirse, en deuda con Carlos Strasser (La razón democrática y su experiencia, 2013), que la soberanía democrática se ve “posibilitada en su formación misma”, además de limitada, por el constitucionalismo. En cualquier caso, dejo apenas esbozado este problema como ilustración de una cuestión clave que, a mi entender, afecta de plano al debate contemporáneo, aun cuando, en países con altísimos niveles de pobreza y exclusión social, pueda parecer superflua pero cuya desatención contribuye a la causa de las recetas autoritarias.
* Estas páginas recogen algunos desarrollos del ensayo “Acerca de la democracia contemporánea: división de poderes, representación política y compromiso constitucional”, publicado en Laissez-Faire, Nros. 52-53, Universidad Francisco Marroquín, Guatemala, marzo-septiembre 2020.