Antes de que sea demasiado tarde

A esta altura ya se ha dicho mil veces que la sociedad argentina está harta y que la inmensa mayoría cree que ha llegado la hora de imprimirle a la historia un cambio profundo. Ni el sistema político ni el rumbo –o la falta de rumbo– económico resultan satisfactorios. Las elecciones PASO de agosto pusieron en evidencia ese hartazgo y ese anhelo de cambio. No fueron la mera expresión de un “voto castigo” a este Gobierno fantasma que ya hace rato ha dejado el país a la deriva: fueron la manifestación de un anhelo de poner un punto final a un montón de cosas.

Gane quien gane las elecciones presidenciales, está claro que el próximo Gobierno va a introducir reformas estructurales en la economía, en el sistema político y en el aparato del Estado. La decadencia del país no deja dudas respecto de la necesidad de implementar reformas. Es increíble y hasta inexplicable el aumento de la pobreza y el deterioro de la economía que ha experimentado la Argentina en –por lo menos– los últimos cincuenta años. El tema no es, entonces, elegir entre reformas sí o no, porque serán ineludibles; se trata de pensar, más bien, el cómo de las reformas: cuáles son necesarias y de qué manera implementarlas a fin de eludir daños innecesarios. Para evitar, como se dice en criollo, tirar al niño con el agua sucia. 

La metáfora de la motosierra que esgrime el candidato presidencial Javier Milei es, en ese sentido, aterradora. En particular sus declaraciones en relación con el medioambiente. La negación, contra toda evidencia, del calentamiento global, así como las afirmaciones temerarias sobre el eventual derecho de las empresas a contaminar el agua deberían encender una señal de alarma en las conciencias de todas las personas de buena voluntad. 

La Argentina se ha dado a sí misma leyes e instituciones que le han permitido resguardar su patrimonio natural mejor que otros países del continente. Tiene un Ministerio de Ambiente y, por ejemplo, una ley de bosque nativo nacional, sancionada en 2007, que dio lugar a que todas las provincias sancionaran las suyas. Se puede criticar todo lo que se quiera a las instituciones y las leyes protectoras del patrimonio natural, pero no se puede desatender el objetivo para el que fueron creadas. 

No todo cabe dentro de la categoría de mercancía y no tenemos derecho a hipotecar el futuro de las generaciones venideras. Si todo es comprable o vendible, podemos despedirnos de nuestro patrimonio natural y de la biodiversidad que mal que mal nuestro país ha conservado hasta la actualidad. Mal que mal, porque nuestras leyes e instituciones no han bastado para impedir los desmontes –por ejemplo, en Salta y en Santiago del Estero– para sembrar soja, ni los despojos de pequeños propietarios y de comunidades indígenas, en cuya defensa pareciera que no corre el famoso derecho a la sacrosanta propiedad privada. Si todo puede mercantilizarse, podemos temer que se privaticen los parques nacionales y provinciales y todas las reservas naturales; podemos temer que la desforestación haga estragos sin límite alguno y que se entreguen nuestros bosques, nuestra agua, nuestro mar, nuestra atmósfera y nuestro suelo a las empresas extractivistas más inescrupulosas. Si todo puede comprarse y venderse, podemos temer convertirnos en el basurero y en el inodoro del mundo. Basta muy poco tiempo para causar un desastre: un árbol tarda décadas en crecer; una motosierra necesita unos pocos minutos para destruirlo.

Es falsa la contradicción entre la defensa del medioambiente y el crecimiento de la economía. Es falsa porque es posible encontrar formas de equilibrio entre producción y protección medioambiental (hay experiencias concretas que lo demuestran), y es falsa también porque el mundo ya ha comenzado una transición hacia otras formas, más amables con el planeta, de producción de energía, que ha sido una de las causas de mayor deterioro de la naturaleza. Pero además es falsa porque la destrucción medioambiental, más que ninguna otra acción, es pan para hoy y hambre para mañana.   

No se trata, en este plano, de hacer política partidaria, sino de la defensa de valores y de derechos fundamentales y de ecosistemas que pueden sufrir perjuicios irreversibles. Sin ser economista, supongo que se puede dar marcha atrás con una eventual dolarización. Pero no hace falta ser ecologista para saber que de ciertos daños al medioambiente no hay regreso posible. Estamos, entonces, ante la necesidad de dar una batalla de crucial importancia contra la amenaza de la mercantilización y la consecuente destrucción de nuestro patrimonio natural. Una batalla en la que creo que las religiones deberían desempeñar un papel importante.

Las religiones y la defensa del medioambiente

La Iglesia católica se ha manifestado en innumerables ocasiones contra el capitalismo desenfrenado, a comenzar por la encíclica Rerum Novarum de 1891. Los obispos latinoamericanos reunidos en la Conferencia de Puebla en 1979 censuraron “el liberalismo capitalista, idolatría de la riqueza en su forma individual”, a pesar del “aliento que infunde a la capacidad creadora de la libertad humana y que ha sido impulsor del progreso”. Citando textualmente la encíclica Populorum Progressio de Pablo VI, advirtieron que ese capitalismo sin freno “considera el lucro como motor esencial del progreso económico; la concurrencia como ley suprema de la economía, la propiedad privada de los medios de producción, como un derecho absoluto, sin límites ni obligaciones sociales correspondientes”. La condena del “capitalismo salvaje” fue frecuente en el magisterio de san Juan Pablo II.

Tampoco ha dejado la Iglesia católica de condenar la manipulación destructora del medioambiente. No hace falta citar a los muchos teólogos que han escrito sobre el tema, entre los cuales uno de los más conocidos es Leonardo Boff, autor –entre otras obras– de Ecología: grito de la Tierra, grito de los pobres (1995). El papa Francisco publicó en 2015 una larguísima encíclica sobre “el daño que le provocamos [a la “hermana tierra”] a causa del uso irresponsable y del abuso de los bienes que Dios ha puesto en ella”. Allí denuncia: “Hemos crecido pensando que éramos sus propietarios y dominadores, autorizados a expoliarla. La violencia que hay en el corazón humano, herido por el pecado, también se manifiesta en los síntomas de enfermedad que advertimos en el suelo, en el agua, en el aire y en los seres vivientes. Por eso, entre los pobres más abandonados y maltratados, está nuestra oprimida y devastada tierra…” (Laudato si’, 2). Tanta relevancia le ha reconocido el Papa a esta problemática que el 4 de octubre, fiesta de San Francisco de Asís, publicó la segunda parte de la encíclica. 

No soy experto en religiones comparadas, pero dudo que haya alguna que no valore la naturaleza, creación y regalo de Dios a la humanidad. Templo de Dios, como el cuerpo humano, la naturaleza no puede ser convertida en una cueva de ladrones mediante la mercantilización de lo que no puede tener precio. Por eso creo que sería importante que las religiones se pronunciaran y se movilizaran en defensa del medioambiente, causa noble si las hay, y religiosa en el sentido más noble del término.

En una obra ya clásica, Public Religions in the Modern World (1994), el célebre sociólogo José Casanova advirtió que la privatización de la religión, predicha –e incluso prescripta– por la teoría clásica de la secularización y supuesta conditio sine qua non de la modernidad, no constituía en realidad un rasgo estructural de las sociedades modernas, sino una mera posibilidad. Al hablar de “privatización de la religión”, Casanova se refería a la idea liberal de una inevitable “reclusión” de lo religioso en el ámbito de la conciencia individual y el mundo de lo privado, al relegamiento de la religión al ámbito familiar y a “la sacristía”. Por el contrario, observaba que en las décadas de 1970 y 1980 se había verificado en distintos países un fenómeno novedoso que denominó “desprivatización de la religión”: la intervención de las religiones en la esfera pública, movilizadas en pro de diferentes causas y a partir de diferentes motivaciones. El sociólogo español señalaba que esa presencia pública de las religiones no necesariamente debía considerarse antimoderna o reaccionaria en sí misma: las religiones podían realizar aportes importantes a la vida democrática si se manifestaban públicamente como parte de la sociedad civil en defensa de ciertos derechos universales. Su carácter transnacional las hacía capaces de actuar en un mundo en el que avanzaba la globalización no sólo de la economía, sino también de algunas batallas fundamentales. Las religiones podían, por ejemplo, poner en discusión “la pretensión inhumana de los mercados capitalistas de funcionar a partir de mecanismos autorregulados amorales e impersonales” y “recordarles a los individuos y a las sociedades la necesidad de mantener bajo control y regular esos mecanismos de mercado impersonales para volverlos más responsables en relación con las necesidades de los individuos y de los daños inhumanos, sociales y ecológicos que podrían en todo momento causar”.  

Si tomamos el caso argentino, vemos que las confesiones cristianas nunca dejaron de hacer sentir su voz en la esfera pública. El catolicismo, en particular, en ningún momento renunció a afirmar –para bien o para mal– que la fe debía tener influencia en la vida colectiva. Creo que hoy, dada la gravedad de la situación ecológica y la amenaza para el planeta que representan quienes se dicen dispuestos a sacrificar su integridad en aras del lucro, las religiones no pueden permanecer calladas. No pueden ser cómplices por omisión de atentados contra la naturaleza, que son también atentados contra la humanidad, contra nuestra generación presente y contra las que nos sucederán en la historia. 

La Iglesia católica ha pedido perdón por no haberse pronunciado con mayor vigor y públicamente contra los crímenes de lesa humanidad perpetrados durante la última dictadura militar: no sea el caso de que en el futuro tenga que lamentar también la omisión en la condena de atentados contra el medioambiente. 

En una época, los obispos prohibían a los fieles votar por partidos que favorecieran la enseñanza laica, el divorcio y la separación de la Iglesia y del Estado: bien pueden hoy orientar a los fieles para que no favorezcan a quienes amenazan al planeta. Los católicos se movilizaron en las calles contra la enseñanza laica, contra el matrimonio civil, contra el divorcio y por otras batallas. La causa medioambiental bien merecería que salieran a la calle para defenderla.

La protección del planeta que Dios nos regaló debería ser un combate de primer orden para los creyentes de toda fe, una causa a defender a capa y espada en la esfera pública y a nivel global, porque excede las fronteras nacionales tanto como las religiosas. Una lucha que debería hermanar a los creyentes con todas las personas de buena voluntad contra quienes ponen en riesgo un patrimonio que podría ser irrecuperable. De esa manera, los hombres y mujeres de fe estarían celebrando un culto agradable a Dios, creador del cielo y de la tierra.

Roberto Di Stefano es Licenciado en Historia y Doctor en Historia Religiosa. Investigador Independiente del CONICET y del Instituto “Dr. Emilio Ravignani” de la UBA 

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