La razón cartesiana. A 380 años de las «Meditaciones metafísicas»

En 1641, René Descartes publicó en latín Meditationes de prima philosophia, in qua Dei existentia et animae immortalitas demonstrantur. Seis años más tarde, la obra fue traducida al francés bajo su supervisión y apareció con el título Méditations metaphysiques. Las seis meditaciones son, en gran medida, la explicitación del proyecto de 1637 –El discurso del método– que comenzó a redactar en 1619, cuando servía al ejército de Baviera, y que completó “vestido con una bata” y “sentado junto al fuego”, como nos relata la primera Meditación. En 1633, Descartes rechazó publicar sus trabajos sobre física al saber de la condena a Galileo Galilei. Con su Eppur si muove, había cuestionado el sistema ptolemaico, que había regido la cosmovisión y, por ende, el locus existencial del hombre antiguo y medieval. Esta circunstancia explica el enfoque cartesiano. El Discurso, base de la filosofía moderna, ofrece un método novedoso, que pretende emular el rigor de la naciente ciencia experimental. No es baladí recordar que el Discurso sirve de prólogo, a los opúsculos que lo secundan: Dióptrica, Meteoros y Geometría.

Una noche de ensoñaciones inquietantes, del 10 al 11 de noviembre de 1619, como relatan las primeras líneas del Discurso, Descartes tuvo una serie de sueños revelatorios, fruto de los cuales tuvo la firme determinación de fundar una ciencia en principios ciertos. Las visiones le presentaban una interrogación escrita en las hojas de un libro: “¿Qué camino debería tomar en mi vida?”. Tras esa noche de iluminación, formuló la geometría analítica y concibió la idea de aplicar el método matemático a la filosofía. Para nuestra perplejidad, el “padre del racionalismo” recibió su inspiración de una visión mística, y en el lenguaje surrealista de los sueños.

“Ya me percaté hace algunos años de cuántas opiniones falsas admití como verdaderas en la primera edad de mi vida y de cuán dudosas eran las que luego construí sobre aquéllas, de modo que era preciso destruirlas de raíz para comenzar de nuevo desde los cimientos si quería establecer alguna vez un sistema firme y permanente”.

Descartes fue un moderno. Se posiciona frente a su objeto y lo hace comparecer ante su razón inquisidora: “Supongo, por tanto, que todo lo que veo es falso, y que nunca ha existido nada de lo que la engañosa memoria me representa; no tengo ningún sentido absolutamente: el cuerpo, la figura, la extensión, el movimiento y el lugar son quimeras. ¿Qué es entonces lo cierto? Quizá solamente que no hay nada seguro”. “Finjo”, es la clave; más aún: “me engaño a mí mismo […] y finjo […] que todas aquellas opiniones son completamente falsas e imaginarias […], pues ahora no me dedico a obrar, sino solo a pensar”.

De entrada, esclarece el enfoque y justifica su método. Despacha el realismo ingenuo que ya no puede sostener, pues como hombre de ciencia y pensador del XVII, sabe que pese a que el telescopio, un útil salido de manos humanas, prueba con rigor científico que la tierra gira alrededor del sol, nuestros ojos -obstinadamente- ven al sol despuntar por el este y ponerse en el oeste. La Revolución Copernicana en filosofía, que Kant se atribuyó a sí mismo, no hubiera sido posible sin el pasmo filosófico cartesiano que lo condujo a buscar “un espíritu completamente libre de prejuicios, que pueda prescindir del comercio con los sentidos”. El XVII significó la ruptura decisiva con la visión aristotélica del universo y la naturaleza. Galileo vio el mundo a través de un instrumento, como nunca nadie lo había imaginado y Descartes proyectó ese modus operandi a la filosofía.

Para Hannah Arendt, la solución cartesiana a la duda universal implicaba eludir dos pesadillas: que todo es sueño (y que por lo tanto no hay realidad) y que no es Dios, sino un poderoso “espíritu maligno [dieu trompeur]” quien gobierna el mundo y se mofa del hombre, creado con facultades maltrechas y engañado a perpetuidad. El artilugio cartesiano fue desplazarse “de la verdad a la veracidad [from truth to truthfullness]” y “de la realidad a la confiabilidad [from reality to reliability]”.

Pero el dieu trompeur es solo una hipótesis de trabajo, que Descartes interpone para radicalizar la duda y hacerla “universal e hiperbólica”, como dijo A. Carpio. De lo contrario, ¿cómo dudar de una simple operación matemática, de sus axiomas y teoremas? Más aun, ¿cómo desconfiar de los principios lógicos, enraizados en la misma estructura del cerebro? ¿Cómo desconfiar del principio de no contradicción o del principio de identidad? En consecuencia, el solus ipse al que conduce la duda radical, no cuestiona la verdad de las cosas, sino la certeza, como atinadamente apuntó Paul Ricoeur. Lo que atormenta a René Descartes no es la verdad sino la certeza. No pongo en duda la verdad de la idea de sirena, de Dios, de raíz cuadrada, de yo o el principio de identidad, pues “en tanto que están todas en mí, son verdaderas”. Que no sean clara y distintamente ciertas, implica la ausencia de evidencia irrefutable para afirmar que existen como tales fuera del yo e independientemente del yo.

De allí que la duda se revela como el camino propicio para descubrir un principio que resiste toda duda, pues “engáñeme cuanto me engañe”, no puede evitar que yo sea algo, mientras estoy pensando. Algo soy, una mente que duda, que quiere, que no quiere, que desea, que teme ser engañado, etc. Todo el repertorio posible de actos psíquicos cae, entonces, bajo la denominación de pensamiento.

“De manera que, una vez sopesados escrupulosamente todos los argumentos, se ha de concluir que siempre que digo «Yo soy, yo existo» […] necesariamente ha de ser verdad. […] soy, por lo tanto, en definitiva, algo que piensa, esto es, una mente, un alma, un intelecto, o una razón […]. Soy, en consecuencia, una cosa cierta, y ciertamente existente. Pero ¿qué cosa? Ya lo he dicho: una cosa que piensa”.

El cogito cartesiano, observó Paul Ricoeur, es un “yo exaltado” y la pura subjetividad es insuficiente para mentar quién es alguien. Para Henry Bergson se trata de un “yo vacío”, sin rostro, sin identidad, sin memoria, que podría albergar a cualquiera y a todos. Muy cierto, pero dudo que Descartes haya buscado embarcarse en una investigación sobre el yo. Su propósito fue emprender el camino de la duda hasta las últimas consecuencias, al punto de inventar el artilugio del dios engañador. Para ello, dudó de todo aquello que le presentara a la más mínima sospecha, “como ocurre con los amigos”, si alguna vez nos engañaron, “la confianza” ya no es la misma.

Y así como en el camino de la duda, empezó por los sentidos, siguió con el argumento del sueño y la percepción de realidad, y terminó desconfiando del funcionamiento de su razón argumentativa e intuitiva, Descartes emprende el camino de regreso, desandando sus pasos e invirtiendo los escalones que lo encerraron en el yo. Así como el camino de ida fue de lo más fácil a lo más difícil (de los sentidos a las verdades lógicas), el sendero de vuelta es inverso. Es decir: la máxima claridad y distinción yace en la idea de Dios, en la idea de yo, en las ideas matemáticas o en los principios lógicos. La oscuridad y la confusión siguen predicándose de lo sensorial.

Para operar este golpe de timón necesitó derribar la hipótesis del dios mentiroso. Como “siempre he creído que las cuestiones relativas a Dios y el alma, son de las que requieren de demostración filosófica, más que teológica”, Descartes nos legó la más inspiradora prueba de la existencia de Dios (que, a mi entender, solo compite con la de San Anselmo), que no prueba su existencia, de la que no duda en absoluto, sino su bondad. Con una jugada magistral pasa del fatal confinamiento en su yo, pletórico de ideas (entre ellas la de Dios), pensamientos, voliciones y juicios, a postular la existencia real e incontestable de Dios. Lo sustrae de la idea y lo eleva como indubitablemente real. El nudo del argumento es como sigue: así como es lógicamente imposible separar de la idea de triángulo, el que sea una figura de tres lados; así como no podemos separar la idea de valle, de la idea de montaña, de la misma manera no podemos separar de Dios, su existencia. ¿Por qué? Porque siendo “la idea de un ser perfecto”, no puede carecer de ninguna perfección, y la existencia es una perfección. Por lo tanto, Dios existe. Claramente, el argumento sirve únicamente para la idea de Dios

De ahí en más el camino se allana, pues ha logrado su principal cometido: “con el fin de eliminarla [la hipótesis del dios engañador] debo examinar, si hay Dios, y si lo hay, si puede ser engañador”. Es imperativo eliminar la idea del genio maligno y reemplazarla por la de un “Dios confiable”. La demostración que evidencia la bondad de Dios es un tópico clave de su filosofía, sin el cual el solipsismo en el que desembocó el de omnibus dubitandum est carece de solución. En otras palabras, Descartes no silencia la duda metódica, lo que necesita es un garante. Ahora tiene la certeza de que Dios nos creó con un sensorio y unas facultades racionales que -en general- funcionan bien (y cuando yerran o cuando los sentidos nos confunden como cuando a causa de la fiebre, cambia “el gusto de los alimentos”, se debe a nuestra propia falencia o a las circunstancias).

Como señaló Rodolfo Mondolfo “La deducción de la naturaleza, que Descartes efectúa a partir de la idea de la extensión y de las leyes fundamentales del movimiento, es toda una construcción”. Descartes arriba -tras un largo rodeo- a un mundo construido rigurosamente sobre bases científicas, del que se puede predicar, con indiscutible certidumbre, solamente la extensión. Lo que ingenuamente atribuimos a los objetos, como colores, sonidos o texturas, cuya percepción Aristóteles lo atribuyó al sensorio común, Descartes nunca llegó a considerarlo como claro y distinto: “ahora veo luz, oigo ruido, siento calor. Estas cosas son falsas, pues duermo”. Y en la Sexta Meditación: “las cosas corpóreas existen, [….] no tal como yo las percibo por los sentidos […] pues es muy oscura y confusa; pero todo […] lo que entiendo clara y distintamente […] es que son objeto de la pura matemática”. Se trata de la mente de un geómetra que proyecta las coordenadas de un espacio en que los cuerpos, dotados de volumen, existen.

Si, como aseveró Hannah Arendt, Sócrates es el “tipo ideal” (al estilo weberiano) de pensador, y si la razón socrática es la obstinada sospecha de conformismo en todos nuestros pensamientos, juicios y conductas, Descartes encabezaría la lista de los verdaderos pensadores. Asimismo, como enseña Karl Jaspers, la triple articulación del origen del filosofar, establece “la duda” y “las situaciones límite” como variantes del pasmo originario. Usualmente traducido como asombro, el thaumátzein al que Aristóteles alude en el L. 1 de su Metafísica, podría referirse no solo al “maravillarse” ante la proporción y la armonía del cosmos, sino también al desconcierto y la perplejidad ante la fatal finitud e incompletud de lo que creemos conocer. Las primeras líneas de la segunda Meditación expresan con claridad sin par, la experiencia filosófica matriz:todo fundamento, otrora incuestionable, se ha evaporado, mientras que la mente busca infructuosamente -pero sin tregua- un nuevo punto de apoyo.

Me siento tan turbado como si de repente hubiera caído en un profundo remolino de agua y no pudiera hacer pie ni nadar hasta la superficie. Pero me esforzaré e intentare de nuevo la misma vía que emprendí ayer”. Y con tenor moderno y científico se comprara con Arquímedes, quien “solo pedía un punto de apoyo […] firme e inmóvil, para cambiar de lugar la tierra, también yo podré esperar mucho, si logro encontrar algo, por más pequeño que sea, cierto e incuestionable”.

Karl Jaspers aludió también a una cuarta fuente inexcusable del filosofar: la comunicación. El lector podría inferir, a partir de la determinación cartesiana de dotar a la filosofía del método preciso para arribar a evidencias inexpugnables, que el pensador busca trasladar el rigor de la ciencia y la auto-evidencia de la matemática a la filosofía. Pero desde el prefacio mismo de la obra, Descartes le pide al lector la paciencia y (paradójicamente) el beneficio de la duda. Expresamente alude a los “varones notables”, que con su “ingenio y conocimiento” han contribuido con sus objeciones a pulir la comunicación del resultado de sus Meditaciones (o sea: antes de enviarlas a la imprenta). Con modestia, comparte con el lector su propósito de “persuadir a los otros con las mismas razones con que yo me he persuadido”. Ningún matemático persuade, pero un filósofo por mucho que confíe en estar comunicando evidencias, debe apelar a la experiencia del lector y argumentar convincentemente (persuasivamente). Como todo gran filósofo, no “repite tesis ajenas”, sino que está “pensando por sí mismo”. Descartes invita al lector a ver las cosas como él las ve, pues desea comunicar “como brilla para él la verdad del mundo” (B. Welte).

De allí que, para seguir con Welte, la filosofía siempre sugiere, pero nunca obliga, inclusive pertrechada de un método quasi matemático. Descartes sabe muy bien que sus Meditaciones no son para cualquiera y que, en gran medida, su recepción depende de la disposición y la apertura del lector, a quien invita a acompañarlo. La filosofía sin comunicación, se pierde a sí misma en soliloquios.

No espero ningún aplauso del […] gran número de lectores; es más aconsejo que lean estas cosas solo los que […] quieran meditar conmigo y separar la mente […] de todos los prejuicios, y bien sé que, lectores de esta clase, encontraré muy pocos”.

1 Readers Commented

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  1. Jimena Vignati on 8 septiembre, 2021

    Muy buen texto.

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