Los profetas del Antiguo Testamento desempeñaron un papel fundamental en la historia del pueblo hebreo. No fueron, en especial, videntes en el sentido de adivinos que conocieran el futuro ni mensajeros de un augurio misterioso, sino los comunicadores  de la Verdad. Su función principal era enunciar el sentido de una situación que los hombres podían no estar viendo o no queriendo ver. Buscaban que se tomara conciencia de las alternativas que tenía el pueblo, que si bien venían determinadas, la elección que hiciera de alguna de ellas quedaba en manos del hombre.

Lo que el profeta testimoniaba eran las derivaciones inevitables de cada opción. Después de advertir e instar, no se anulaba la intervención de la libertad humana. Tampoco se asumía una neutralidad indiferente, sino que se advertía activamente, se instaba, se protestaba contra lo que no fuera justo y recto: eran fervorosos y comprometidos en su adhesión a la verdad.1

 Al igual que los Profetas del Antiguo Testamento, en todo pueblo habitualmente existen los profetas. O deberían existir: porque su función en la comunidad humana no ha perdido vigencia y resultan de tanta actualidad como en el pasado.   

Hoy, por ejemplo, nos podrían señalar la opción entre una “economía humanizada” que tenga en cuenta las necesidades humanas con sentido de solidaridad, o una concepción economicista que inevitablemente derivará en conflictos sociales. Somos libres respecto de nuestras decisiones, pero no acerca de las consecuencias de esas decisiones. 

Los profetas modernos están representados por los pensadores (filósofos, escritores, sociólogos, psicólogos, comentaristas políticos…) que son legítimos y no traicionan su misión. Si esa voz es desoída, será peor para nosotros y se sucederán nuevas situaciones traumáticas y males mayores. Pero los profetas no se retiran al desierto, sino que se adentran en la realidad de la exclusión.

El profeta auténtico tiene un fuego sagrado interior, que le da una elocuencia que a veces hace temblar los tronos de los poderosos. Se juega por el bien hasta con peligro de su vida.  

Lo habitual es que las autocracias no reciban de buena gana la advertencia del profeta. Un ejemplo contundente es el de Juan el Bautista, cuya palabra resultaba insoportable para Herodes y Herodías. Es la obstinada resistencia humana a tomar conciencia de la realidad, es la indolencia e indiferencia a la que se ve enfrentado el profeta cada día.   

La Historia muestra que los imperios tarde o temprano se desmoronan y la fuerza del Poder se extingue, mientras que los ecos de la Verdad  permanecen. De Aristóteles, hoy leemos sus libros, pero de los poderosos de su tiempo hoy se ha borrado hasta el nombre. Agustín de Hipona, luminaria de la filosofía universal,  escribió la mayor parte de sus libros en ciudades sitiadas y ¿quién se acuerda de los jefes de los sitiadores? De modo que es bueno que no nos encandilen las apariencias, porque las columnas de hoy pronto pueden ser las ruinas de mañana.

Con la pandemia, Imperios de diferente tipo (políticos, económicos, etc.) se derrumban. Varias naciones deberán edificar su propio proyecto, donde los daños sean los menos posibles y el esfuerzo de la reconstrucción, eficiente.  Lo único que no podemos es no hacer nada. 

La blanca flor del amparo

Entre las grandes figuras del Antiguo Testamento, ninguna tiene una personalidad tan atrayente y conmovedora como Jeremías, cuya sinceridad estremecedora nos permite penetrar en el drama de su existencia. En la primera visión de su misión profética dice: “La palabra del Señor llegó a mí en estos términos: ‘¿Qué ves, Jeremías?’ Yo respondí: ‘Veo una rama de almendro’. Entonces, el Señor me dijo: ‘Has visto bien, porque yo vigilo sobre mi palabra para realizarla’” (Jr. 1, 11-12). 

Es una bella metáfora. Los almendros florecen en invierno, y con sus flores abiertas parece que guardan a los demás árboles hasta que despierten en primavera. No en vano la lengua hebrea conoce al almendro como “el árbol que vela, el árbol que sabe escuchar”.                    

Israel había perdido la capacidad de escuchar y de amar y hasta parecía que también le faltaba el deseo de vivir. Sufría el destierro y había abandonado la esperanza. “Entre aquellos árboles que duermen el sueño invernal, Jeremías observa un árbol florido cuyas flores velan el sueño de los otros árboles. En el frío del invierno era capaz de hacer germinar una flor blanca. Escuchaba a los otros árboles, sus hermanos, y les anunciaba que aquel crudo invierno no duraría para siempre”. (Francesc Ramis Darder).  

La existencia de Israel descansaba en la capacidad de escuchar la voz cálida del Señor que nunca abandona a su pueblo y que permanece fiel junto a él, esperando el momento en que vuelva de su olvido y de sus infidelidades. Y en el invierno de su historia, Él vela como un almendro con su amparo y con su ternura hasta que llegue la primavera y florezca de nuevo.

También hoy existen pueblos que no atienden a las necesidades de los demás, ignoran las voces de los pobres, ya no saben rezar y viven como si Dios no existiera. Pero Él no deja de ampararlos, no retira su protección, su sol sale para todos y crecen los trigales de los buenos y de los malos. Espera como el padre del hijo pródigo y vela como el almendro en el invierno.

En las noches y en los inviernos de la Historia humana, todos podemos ser de alguna manera profetas y almendros. Como centinelas nocturnos del campamento que duerme, podemos ser portadores de las luces de la verdad, la justicia y el apoyo fraterno cuando esas luces están apagadas. Y como almendros, capaces de misericordia hacia los otros, estar disponibles y velar por su bien.

Saber escuchar a Dios y al prójimo  requiere silencio y paciencia, pero sabiendo que al final siempre triunfa la vida.

Hugo Polcan es Licenciado en Psicología

E. Fromm: El amor a la vida Cap.VII La actualidad de los escritos proféticos (pág. 212 – 221) Edit. Paidós 1999.

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?