¿Cuántas veces a lo largo de nuestras vidas conversamos con alguien que trabaja y se desarrolla en el ámbito de la ciencia y la tecnología? ¿Cuán frecuentemente conversamos sobre temas de ciencia en nuestra vida cotidiana? En una cena familiar o en un café con amigas/os las discusiones sobre ciencia no suelen estar a la orden del día. Y tomo el riesgo de afirmarlo porque, aunque no soy amante de las generalizaciones, creo que sirven en este caso a los fines de la ilustración. Volviendo a las conversaciones cotidianas sobre ciencia entonces podríamos preguntarnos por qué ocurre esto, por qué no le dedicamos a la ciencia esos minutos entre sorbo y sorbo de café.
Hace unos pocos años se publicó un artículo que tuvo repercusión considerable entre quienes trabajamos en temas de comunicación pública de la ciencia y, más específicamente, en divulgación científica y en la llamada educación no formal en ciencias. En búsqueda de instrumentos que pudieran cuantificar aspiraciones de adolescentes hacia carreras científicas, las investigadoras a cargo del trabajo empezaron a conceptualizar la idea de capital científico. Este concepto podría ser brevemente descrito como las vinculaciones con la ciencia del capital social y cultural que desarrolla Pierre Bourdieu y que, en el caso del capital cultural, ha estado tradicionalmente orientado al arte. En el artículo, se busca desarrollar el concepto más allá del saber específico que cada persona tiene sobre la ciencia de modo que también contenga disposiciones, comportamientos, prácticas, costumbres y aspectos sociales vinculados a la ciencia. Y entre estos últimos se incluye, por ejemplo, cuánto hablamos sobre ciencia en nuestra vida cotidiana.
A riesgo de ser aún más reduccionista podríamos pensar al capital científico como aquellos hábitos y oportunidades que tenemos vinculadas a la ciencia. Y en este punto es en donde entran los museos, como el Centro Cultural de la Ciencia (C3), que depende del Ministerio de Ciencia, Tecnología e Innovación de la Nación. Si bien no está escrito en ningún manifiesto ni documento fundacional, pienso en el rol que este tipo de espacios públicos deberían tener y estoy convencida de que deberían representar espacios seguros para propiciar el diálogo sobre temas de ciencia y tecnología dando lugar a todos los públicos: desde aquellos que sienten temor por hablar de algo que no saben hasta quienes sienten la necesidad de compartir sus ideas previas. Habilitar más espacios en los que se promocione el diálogo con otras personas en relación a la ciencia, se esté en contacto con la comunidad científica o se pongan en tensión ideas previas sobre temas de ciencia, debe ser una prioridad. Porque en definitiva no se trata (ni debería priorizarse) el saber más sobre ciencia en el sentido de poseer una mayor cantidad de conocimiento acabado, sino el tener más oportunidades para la participación de modo que los prejuicios, temores o sensaciones de “esto no es para mí” puedan desandarse poco a poco.
La ciencia es conocimiento en sí pero también es un modo de reflexionar y cuestionarnos sobre temas tan diversos como el universo o el funcionamiento de un antibiótico. Quienes trabajamos en este tipo de espacios (que en mi opinión no son tantos) tenemos la inmensa responsabilidad de volvernos más inclusivos y relevantes para todos los públicos y para esto es crucial entender cómo se reproducen las inequidades en la participación en ciencia. En una sociedad en la que los avances científicos y tecnológicos rigen cada vez más nuestra vida cotidiana es fundamental desarrollar más oportunidades para discutir, escuchar y experimentar la ciencia. Espacios como el C3 intentan aportar en esa dirección a través de talleres, charlas, exhibiciones y conferencias que a veces utilizan lenguajes y formatos diversos de las artes.
Por la naturaleza de la reflexión creo que es importante aclarar que la pandemia por COVID-19 ha puesto sobre muchas mesas y conversaciones saberes e inquietudes científicas en donde quizá antes predominaban los deportes o la política. Sin embargo, la coyuntura es justamente… coyuntura. Espero que también sea la oportunidad de preguntarnos qué podríamos hacer para repensar un futuro en donde las conversaciones sobre ciencia ya no sean la excepción.
Como resumen de estas líneas le tomo prestada una frase de La dependienta a la escritora japonesa Sayaka Murata: “Creo que es así como sobrevive la humanidad: por contagio”. Contagiar ciencia debe ser una decisión que se tome desde distintos ámbitos y niveles del complejo ecosistema de educación y ciencia y tecnología para que ayude a garantizar que quienes hasta hoy no hablan sobre ciencia empiecen a hacerlo.
Guadalupe Díaz Costanzo es Doctora en Filosofía y Directora de Desarrollo de Museos, Exposiciones y Ferias
*L. Archer et. al. Journal of Reasearch in Science Teaching VOL. 52, NO. 7, PP. 922–948 (2015)