La experiencia inflacionaria de la Argentina es única. Desde 1945 una tasa de inflación alta, persistente y volátil (equivalente a 60,3% por año) es uno de los rasgos más distintivos de su economía. Sólo dos países tuvieron una tasa más alta en este período. Hungría lidera el ranking debido a una hiperinflación en 1945-46; desde lo que va del siglo XXI su tasa anual promedió 4,6%. El segundo puesto lo ocupa Brasil, cuya tasa anual promedió 7,5% en este mismo período y se estima llegará a 4,6% en 2021.[1] Para la Argentina las cifras respectivas son 22,6% y no menos de 50%. No es casual que el otro rasgo distintivo de la economía argentina sea el estancamiento secular. Desde 1960 es, junto con Haití, el único país fuera de África en el que la tasa de crecimiento del PBI per cápita fue negativa en 25 años o más.

Es notable que en un país con semejante experiencia todavía persista tanta confusión respecto a las causas (y las consecuencias) de la inflación. A Alemania le bastaron dos traumáticas experiencias para aprender la lección. En la Argentina, muchos políticos, funcionarios y periodistas siguen confundiendo a la opinión pública. Sostienen que la inflación se debe a la estructura productiva, a los monopolios, a los supermercados, a los “cuellos de botella”, a la suba de los precios internacionales de los alimentos, etc. En las explicaciones gubernamentales el mea culpa brilla por su ausencia. Gobiernos civiles y militares han intentado reducir la inflación con concertaciones, acuerdos voluntarios, “treguas”, precios máximos, controles, congelamientos, cepos, prohibiciones a las exportaciones, etc. Estas medidas nunca alcanzan su objetivo declarado. Por el contrario, contribuyen a entorpecer el funcionamiento de la economía y a agravar las distorsiones de precios relativos generadas por la inflación. Hoy somos testigos de la repetición de esta misma farsa.

Explicar un fenómeno complejo como la inflación requiere distinguir entre causa inmediata y causa fundamental. Considerar una inundación como producto de un “exceso de agua” es tautológico. Pudo haber sido provocada por lluvias torrenciales, un tsunami o la rotura de una represa. Si no identificamos la causa fundamental es imposible evitar su repetición o moderar sus efectos. El problema es que a cada causa podemos encontrarle una causa previa.

La causa inmediata de la inflación es un exceso de oferta en el mercado monetario. A medida que retrocedemos en la cadena de causalidad nos alejamos de la economía y nos adentramos en la historia, la política, la cultura, etc. Quizás es por esta razón que los economistas prefieren no hacerlo. Pero incluso Milton Friedman, para quien la inflación era “siempre y en todas partes un fenómeno monetario”, reconocía que la pregunta verdaderamente importante era “por qué ocurre un crecimiento monetario excesivo”.[2]

Los últimos doscientos años de historia inflacionaria argentina nos dan una respuesta. Aunque las estadísticas no son muy confiables podemos decir que entre 1821 y 1875 el país (o, mejor dicho, la Provincia de Buenos Aires) tuvo una inflación alta provocada por la emisión de dinero para financiar los enormes gastos generados por una sucesión de guerras internas y externas. Entre 1876 y 1899, con el país casi unificado, la inflación promedio fue algo menor. Durante este período, la expansión monetaria fue producto de la prodigalidad fiscal, la monetización de los ingresos de oro vía empréstitos externos y crisis bancarias. Entre 1900 y 1944 prácticamente no hubo inflación. A partir de enero de 1945 comenzó una inflación alta, persistente y volátil que, a diferencia de la del siglo XIX, exhibió un comportamiento cíclico.[3]

Es posible identificar cuatro ciclos inflacionarios, cada uno de ellos con su fase de aceleración, su pico y su fase de desaceleración. Cada ciclo fue sucedido por otro de mayor duración cuyo punto máximo fue significativamente más alto. Al final de cada uno de estos ciclos, la posición de la Argentina en el ranking mundial de PBI per cápita era inferior. Los tres primeros forman parte de un ciclo secular que comenzó en 1945 y concluyó en 1993 gracias al Plan de Convertibilidad.[4] Veremos si el último ciclo, cuya fase de aceleración comenzó en abril de 2007, sigue el mismo patrón.

  Ciclo I Ciclo II Ciclo III Ciclo IV
Inicio ene-45 oct-54 abr-70 abr-07
Tasa mensual 7,8% 2,9% 0,8% 1,5%
Tasa anual acum. 11,2% 11,9% 10,4% 10,0%
Pico mar-52 jun-59 mar-90  
Tasa mensual 2,9% 6,3% 95,5%  
Tasa anual acum. 58,3% 127,1% 20.262,8%  
Fin feb-54 nov-68 ago-93  
Tasa mensual -0,2% 0,3% 0,0%  
Tasa anual acum. -6,9% 8,5% 9,1%  
Duración (años) 9,1 14,1 23,4  
Tasa de Inflación Promedio
Mensual 1,6% 2,1% 10,6% 2,1%
Anual 21,9% 29,0% 473,1% 25,8%

La Argentina comenzó a cambiar de manera fundamental el 4 de junio de 1943. Como observó Paul Samuelson, fue el único país en el que se cumplió la profecía de su maestro Joseph A. Schumpeter: víctima de su prosperidad, el capitalismo sería suplantado (democráticamente) por el socialismo.[5] Samuelson reformuló esta tesis reemplazando “capitalismo” por “economía mixta” y “socialismo” por “populismo”. En su opinión, las democracias capitalistas no sucumbirían por su incapacidad de generar prosperidad sino de distribuirla de acuerdo a las preferencias del electorado. Como la democracia populista era incapaz de generar crecimiento económico y estabilidad de precios, el escenario más probable sería una estanflación secular. Samuelson consideraba a la Argentina como el caso paradigmático que validaba su teoría.[6]

Samuelson acertó en su identificación de las consecuencias del populismo pero no de sus causas. Primero, porque propuso una explicación economicista y monocausal del populismo. Segundo, porque desconocía la historia argentina. En 1943 la Argentina era la sociedad más próspera y más industrializada de América Latina, y, exceptuando a Uruguay, la más igualitaria. Una gran mayoría de los argentinos tenía entonces un estándar de vida superior al del 90% de los habitantes del planeta. Incluso un crítico del statu quo como Alejandro Bunge sostenía que con una política económica “acertada”, se podía esperar “un largo período fuertemente dinámico a recorrer”, ya que pocas naciones reunían “tan completas condiciones para [alcanzar] un elevado nivel de vida de su pueblo”.[7]

La revolución del ‘43, partera del populismo argentino, no fue una respuesta a la desigualdad económica sino una reacción de un grupo de militares ultra-nacionalistas a dos amenazas existenciales que percibían como inminentes: el ascenso del comunismo al poder a través del voto (como en España) y la creciente influencia de los Estados Unidos en Sudamérica en alianza con Brasil. Perón salvó la dictadura militar de un final ignominioso proponiendo una versión local de la demagogia nacional-socialista que había visto en Europa. A diferencia de Hitler y Mussolini, en vez de ganarse el apoyo del establishment empresario se aseguró su oposición. Un factor clave que contribuyó a la radicalización de su proyecto populista fue Evita, a quien se le deben sus aristas más anti-liberales y anti-norteamericanas.

Perón reemplazó el proyecto de democracia liberal por un caudillismo paternalista, autoritario, corporativista, intervencionista, patrimonialista y clientelista. En el plano económico su sistema populista se asentó sobre cinco pilares que se reforzaban mutuamente. Primero, el divorcio entre salarios y productividad. Segundo, el divorcio entre precios internos y externos y la confiscación de la renta agraria. Tercero, la autarquía financiera, el desaliento al capital extranjero y el control de cambios. Cuarto, el aumento del gasto público a niveles inéditos con fines clientelistas. Quinto, la confiscación arbitraria del ahorro privado. La narrativa populista identificó como “enemigos del pueblo” a quienes serían las víctimas del expolio.

Supuestamente de esta manera el país lograría su “industrialización total” y los trabajadores alcanzarían un bienestar económico envidiable. En realidad, el sistema populista abortó la posibilidad de una industrialización sostenible y consolidó la dependencia de las exportaciones del agro. Además, su persistencia generó un desequilibrio fiscal estructural, redujo el estándar de vida de los trabajadores y contribuyó a una pauperización creciente de la población.

Los ciclos inflacionarios desde 1945 han sido función directa de la intensidad con la que ha funcionado este sistema, que, a su vez, está relacionada con los ciclos de los precios internacionales de los commodities agrícolas. No es casualidad que el único período sin inflación, la década de los noventa, haya sido aquel en el que más se acotó al populismo.

Combinando economía, sociología e historia, Alberdi articuló una teoría multi-causal de las crisis argentinas que permite explicar esta peculiar cadena de causalidad.[8] En su opinión, el origen cultural de las crisis argentinas era una gran confusión heredada del régimen colonial. La mentalidad extractiva de los conquistadores había cimentado la creencia de que el origen de la riqueza era la abundancia de recursos naturales cuando en realidad eran el trabajo y el ahorro. Esta confusión había fomentado dos “vicios morales”: el dispendio y la ociosidad. Irónicamente, el libre comercio había contribuido a profundizarla, ya que el oro necesario para financiar el consumo de productos europeos era generado por las exportaciones de productos primarios. Los argentinos eran pobres pero se creían ricos porque vivían en un país con grandes extensiones de tierra fértil y clima benigno. Consecuentemente, gastaban como ricos el dinero propio y ajeno. “Imbuido de la misma infatuación”, el gobierno recurría a empréstitos externos y la emisión de papel moneda para embarcarse “en locas empresas de guerras y de pretendidas obras públicas”. Inevitablemente se imponía la realidad y sobrevenía la crisis.

Esta misma confusión anida en el proyecto populista. Pero en la Argentina de la posguerra, la prodigalidad gubernamental enfrentaba una seria restricción financiera. La dictadura militar había aumentado los déficits heredados de la Concordancia con un fenomenal aumento del gasto en defensa (que en 1945 llegó a representar casi 50% del total del gasto público). Miguel Miranda, presidente del BCRA desde marzo de 1946 y a julio de 1947, fue quien le mostró a Perón dónde podía conseguir las “cajas” para satisfacer las demandas que él mismo había alentado en sus discursos electorales: el ahorro en el sistema bancario, los aportes a las cajas previsionales y los ingresos del agro. La nacionalización de los depósitos, la estatización del BCRA, la reforma previsional y la creación del  Instituto Argentino de Promoción del Intercambio (IAPI) pusieron estos cuantiosos recursos a disposición del gobierno, que a partir de 1946 aumentó sus gastos de manera inédita generando “un desequilibrio fundamental, dinámico y de largo plazo” en las finanzas públicas argentinas.[9]  Tal como había advertido Alberdi, cuando la prodigalidad gubernamental infecta el sistema democrático y se convierte en “el medio heroico de hacerse popular, de conservar el poder cuando se le posee, de adquirirlo cuando otro lo tiene”, la sociedad inevitablemente se empobrece.

Miranda se ilusionó con que el precio del trigo seguiría aumentando. Perón, con que el mundo nuevamente entraría en guerra. Se equivocaron. La bonanza de precios duró sólo hasta principios de 1947 y no hubo otra guerra mundial. Las exportaciones de trigo a Italia y España contribuyeron a un superávit contable de la balanza comercial, pero fueron un “regalo” que no generó divisas. La política exterior anti-norteamericana garantizó la exclusión de la Argentina del Plan Marshall. En tres años pasó de ser uno de los tres países con más reservas de oro y divisas del mundo a enfrentar una severa crisis externa. “Cuando yo llegué al Banco Central –recordaría Gómez Morales– las divisas ya no estaban y no sólo eso, sino que estábamos debiendo 300 millones de dólares”.[10]

Desde 1945 en adelante los gobiernos populistas han logrado promover entre sus votantes la ilusión de que la Argentina es un país rico y que es posible redistribuir su riqueza simplemente aumentando los salarios y redistribuyendo ingresos a través del gasto público. Pero esta ilusión sólo es realizable en la fase ascendente del súper-ciclo de los precios de los commodities (1945-47, 1972-75, 2002-2012 y 2020-21). No es casual que en estos períodos se haya producido la mayor expansión del gasto público en términos absolutos y relativos.[11] La confusión “moral” sobre el origen de la riqueza se ha profundizado con el empobrecimiento de la sociedad argentina, que se deja engatusar con las soluciones simplistas, facilistas y arbitrarias que propone el populismo.

En los últimos 75 años los ciclos del populismo se repiten casi calcados, demostrando una notable incapacidad de aprendizaje colectivo. En la fase ascendente del ciclo de commodities, el aumento del gasto público es financiado con la confiscación de los ingresos extraordinarios del sector agropecuario. Pero la oferta del sector agropecuario no es inelástica. Cuando el ciclo se revierte y caen los precios también caen la producción, las exportaciones y las retenciones. El déficit fiscal aumenta a niveles insostenibles. Llega entonces el “manotazo de ahogado” del populismo.

En países normales los déficits fiscales se pueden financiar con impuestos, endeudamiento o emisión monetaria. El gran problema de nuestros gobiernos populistas es que los inversores internacionales no están dispuestos a financiar sus déficits y los locales son cada vez más escasos. Además, la presión impositiva es demasiado elevada e impone un límite a mayores impuestos. Para resolver su dilema financiero el populismo agregó una fuente de financiamiento adicional: la confiscación de ingresos y/o ahorros.[12] En teoría, su impacto negativo sobre la actividad económica debería ser el mismo que el de un impuesto, pero es mucho mayor. A corto plazo al aumentar la incertidumbre respecto a cómo se financiarán los déficits, alimenta expectativas inflacionarias, lo cual agrava la situación. Además, la confiscación es señal clara de anomia institucional, es decir, el imperio de la arbitrariedad gubernamental, un veneno para la acumulación de capital.[13] Es decir, reduce la sustentabilidad del déficit y del gasto, lo cual agrava el problema inflacionario estructural.

Como el gobierno populista se resiste a reducir el gasto público y los impuestos y las confiscaciones tienen un límite, no queda más recurso que la emisión monetaria. La política de esterilización del Banco Central permite retardar transitoriamente su impacto sobre los precios pero tiene un costo elevado. Un déficit cuasi-fiscal fuera de control puede detonar una corrida bancaria y desembocar en una hiperinflación.

La respuesta de los gobiernos populistas a la estanflación que generan sus políticas también se repite: la intensificación de controles sobre precios, exportaciones agropecuarias y el cada vez más escaso dólar. Profundizan así las distorsiones de precios relativos que ellos mismos introdujeron. La actividad económica se resiente por falta de insumos importados, reaparece el desabastecimiento, se agudiza la estanflación y aumenta el descontento.

Las inevitables crisis del populismo habilitan la llegada al poder de gobiernos no populistas, a quienes les toca hacer el ajuste inevitable. Como estos gobiernos consideran que la reducción del gasto público es políticamente inviable, recurren al endeudamiento externo, la “madre” del gradualismo, una estrategia económica tan inviable como la del populismo. En algún momento los inversores internacionales perciben que con ese nivel de gasto, ni la deuda pública, ni el déficit, son sustentables (ayuda en ocasiones la política de la Fed) y que probablemente el populismo vuelva al poder. Se produce entonces el clásico sudden stop. A la estanflación heredada del populismo se agrega una crisis externa. El país termina más pobre y con su futuro hipotecado en dólares.

Como señaló Armando Ribas hace varias décadas, el “determinante fundamental” del problema inflacionario en la Argentina no es la emisión monetaria, ni el déficit, sino el nivel del gasto público.[14] Cuando éste aumenta por encima de cierto umbral (que parece ser 30% del PBI), cae la productividad, la inversión y el tipo de cambio real. En esta situación de clara dominancia fiscal, una política monetaria restrictiva contribuye a agravar el problema inflacionario.

La mala noticia es que la inflación se está acelerando peligrosamente. La buena es que en la Argentina las reformas estructurales sólo son políticamente viables en momentos de crisis. Y sin reformas estructurales será imposible revertir la decadencia de las últimas ocho décadas.

Emilio Ocampo es economista e historiador


[1] Bolivia, Chile y Uruguay, que entre 1960 y 1999 también tuvieron episodios de alta inflación (e hiperinflación), también tienen tasas de un dígito desde principios de siglo.

[2] Friedman, M. y Friedman, R. (1979) Free to Choose. New York: Harcourt, Brace and Jovanovich, p.279.

[3] La tasa de inflación es alta cuando excede 10% por año. Sobre sus orígenes en el siglo XX ver García Martínez, C. (1965) La Inflación Argentina. Buenos Aires: Guillermo Kraft Ltda.

[4] Los parámetros que definen estos ciclos son arbitrarios. La fase de aceleración se inicia cuando la tasa de inflación acumulada supera 10% anual y se mantiene por encima de ese nivel al menos 24 meses. La fase de desaceleración finaliza cuando se alcanza la tasa mínima de 24 meses.

[5] Schumpeter, J. A. (1942) Capitalismo, Socialismo y Democracia. México: Fondo de Cultura Económica.

[6] Samuelson, P. A. (1980) “The World at Century’s End” (1980), en Tsuru, S. (Ed.) Human Resources, Employment and Development, London: Macmillan, 1983, Vol.I, pp. 58-77. Para una discussion de las tesis de Samuelson y Schumpeter ver Ocampo, E. (2021) “Capitalism, Socialism and Democracy: Revisiting Samuelson’s reformulation of Schumpeter”, UCEMA Serie Documentos de Trabajo, No. 796 (junio)

[7] Bunge, A. (1940) Una Nueva Argentina. Buenos Aires: Kraft, pp. 275, 510.

[8] Alberdi, J. B. (1877) Estudios Económicos. Buenos Aires: Universidad Nacional de Quilmes, 1996.

[9] Tanzi, V. (2007) Historia Fiscal Argentina. De Perón al FMI. Buenos Aires: Edicon.

[10] Ver entrevista a Alfredo Gómez Morales en Rapoport, M. (2015) Historia oral de la Política Exterior Argentina (1930-1966). Buenos Aires: Octubre, p.359.

[11] La experiencia populista de 2020-21 se combinó con la pandemia del Covid-19 generando una situación inédita.

[12] No hay una clara línea demarcatoria entre impuestos y confiscación. La principal diferencia es que los impuestos deben ser aprobados por el Congreso en el contexto de un debate sobre el presupuesto. La confiscación, aunque sea luego validada por ley, es una decisión arbitraria del Ejecutivo que viola principios elementales de igualdad ante la ley. Por ejemplo, la nacionalización de los depósitos en 1946, de los fondos de pensión en 2008 o las reestructuraciones forzosas de la deuda pública de fines de 2019.

[13] Sobre la anomia institucional ver Nino, C. (2005) Un país al margen de la ley. Buenos Aires: Ariel, pp.78-79.

[14] Ribas, A. (1982) Pensamientos para pensar. Buenos Aires: El Cronista Comercial, pp.253-256.


[i] Este artículo es un resumen de un estudio más extenso sobre los ciclos de inflación en la Argentina.

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