Ser persona y valorar es lo mismo. Cada vez que se rompen la indiferencia de nuestra voluntad estamos valorando; nuestras valoraciones son el presupuesto de nuestros sueños y nuestras pesadillas mientras dormimos, y mucho más cuando estamos despiertos. Entonces nos mueven a huir, a buscar otros horizontes, asumir desafíos, aceptar y quebrar reglas.

Si no valoramos, nada nos movería de nuestra indiferencia. Siempre valoramos: cuando elegimos en que gastamos nuestro dinero, cuando decidimos las prioridades en el uso de nuestro tiempo, cuando entregamos nuestro corazón, y los gobernantes cuando deciden a quién reciben y a quién no, cuando dan un discurso, cuando aprueban un nuevo impuesto. Ninguna de esas decisiones es posible sin un juicio previo de lo que más valoran y lo que menos valoran. En lo que dicen –y más en lo que hacen– se les ve el alma, es decir, se sabe qué valoran.

La persona no nace plena

La persona no nace plena, se va plenificando. Cuando decimos positivamente que una persona es madura, decimos que es plena, como el fruto sabroso de la vida, y no como quien se pasó (“te pasaste”, o “me tenés podrido” se escucha en una discusión) o quien “está verde” (o es un “viejo verde”). El tiempo sólo nos hace viejos, es el camino más directo y rápido entre “estar verde” y “pasarse”. Es lo que valoramos los que nos hacen maduros como personas y prudentes como gobernantes[1].

A partir de percepciones, apreciaciones y actitudes, en la familia y en la sociedad en la que vivimos, vamos valorando: el amor, el autogobierno, laboriosidad, competencia, orden, honestidad, iniciativa, sobriedad, ahorro, espíritu de servicio, fidelidad a las promesas; pero también la vitalidad, audacia, innovación, creatividad, entusiasmo, liberalidad; no menos que la belleza, la armonía; sin olvidar la compasión, la amistad, la confianza, la solidaridad…

Cuando sabemos de alguien en ese camino, decimos: es un hombre culto (sea varón o mujer, o como se autoperciba). En muchas oportunidades, trabajando con alguno de los más pobres del noroeste argentino, he escuchado a universitarios de Buenos Aires exclamar frente a un no alfabetizado: “¡Qué educación! ¡Qué cultura!”.

Tener autoridad

Se tiene poder sobre otros, se negocia el ascendiente con otros, pero tener autoridad no es algo que sale de nosotros, sino que nos vuelve de los demás.

Las personas reconocen autoridad a quien defienden o promueven con competencia unos valores que son percibidos como tales por una comunidad. Quien tiene autoridad, ejerce su capacidad para ver, juzgar, promover y defender con competencia, unos valores buenos, porque lo son en sí mismos, porque son adecuados a un aquí y un ahora concreto de su comunidad, siendo capaz de llegar hasta el punto en que la acción es premiada por la realidad con el acierto.

Le reconocemos autoridad al papá que es competente en hacer barriletes con nosotros, al amigo que sabes escuchar y aconsejar, al médico que ayuda nuestra naturaleza, al periodista que entiende y sabe expresarlo, al gobierno que hace buen uso del dinero que obtuvo de nuestro trabajo… Hay actos que se traducen en autoridad… que amores son obras y no sólo buenas intenciones.

Nuestro ser se expresa en obras, por nuestro obrar somos conocidos. Aunque la acción sea la resistencia pasiva, es un obrar y un primer llamado a la respuesta de la autoridad. Entonces, la pregunta tácita del otro es: ¿lo hace bien? ¿Es competente enlo que hace? El hacer bien lo que se haga es una segunda llamada a la autoridad que nos vendrá del otro. Los que hemos podido orientar comunidades de trabajo durante crisis –que apenas te dan margen de maniobra–, sabemos que aun lo que no se puede hacer, se puede no hacer bien.

La gente busca reconocer que se defienden o promueven con competencias unos valores; y aquí aparece la ambigüedad de lo humano en toda su fuerza. El reconocimiento de la autoridad en alguien puede llevar a la plenitud o a la desilusión, al gozo o a la desesperación, según sea lo que en verdad valora: sólo una atracción a mi voluntad, una consigna, una ideología, un mito, una utopía, o algo bueno en sí, algo que naturalmente conduce a mi plenitud a todo plazo.

Por eso es crítica la plenitud de vida (madurez) de quienes están en posiciones de ser reconocidos como autoridad: padre, maestro o gobierno. Su vida, en términos de actitudes, es el primer acceso que las personas tenemos para percibir y apreciar lo que es bueno en lo que ellos valoran, y eso es una fuerza enorme para la expansión de esos valores en las vidas de quienes viven en esa familia, escuela o sociedad.

Ciertamente nosotros podemos querer-valorar lo que queramos-valoremos, pero lo que escapa a nuestra posibilidad es hacer bueno lo que queremos-valoramos, ya lo era –o no– antes de nuestra decisión. Lo mismo sucede con los gobiernos, siempre los elegimos por lo que creemos que valoran. A veces acertamos y a veces no.

El autogobierno

Hoy la política –como macropolítica– trata tanto del gobierno del Estado nacional como del estado del mundo. Cuanto más del mundo sea la macropolítica, mayor es la importancia que va adquiriendo lo local en nuestras vidas: la micropolítica, el gobierno de la sociedad civil en manos de una multitud de responsables de familias, organizaciones sociales y religiosas, peñas y clubes, asociaciones, fundaciones, cooperativas y empresas.

Es en esa proximidad micropolítica donde se percibe con mayor claridad la existencia de un nivel más profundo de lo político, la nucleopolítica, es decir, el gobierno de sí mismo como núcleo de politicidad. Tanto cuando hablamos de un director gerente del FMI –ex candidato a la presidencia de una potencia nuclear– que debe renunciar luego de haber atacado sexualmente a una trabajadora en un hotel de Nueva York, como de un preso que pone fin al apartheid sudafricano, o un abogado sin armas que termina con el dominio imperial británico sobre India.

Cuanto más nos coloquemos en la macropolítica del mundo, más se percibirá la relatividad de los valores –a la geografía y el tiempo–; cuanto más nos acercamos al gobierno de sí mismo, más se percibirá la relación de lo valioso con lo bueno.

La relatividad no es relativismo, pero en una cultura relativista –como la que todavía prima– la relatividad no presenta dificultades para ser aceptada; pero sí propone dificultad hablar de la bondad del valor, o lo que es lo mismo, de valores humanos. Es decir, de aquellos que, aunque siempre se los conoce en un contexto cultural, su bondad no depende del lugar, ni del momento, sino que siempre serán buenos, porque son valores humanos.

La objeción que suele oponerse a este razonamiento es que aceptar la idea de valores humanos, como nuestro acceso a los bienes morales, equivale a aceptar el gobierno autoritario; pero entre el relativismo moral y el control político existe una tercera alternativa, es la autoridad que de algún modo provoca el autogobierno de sí, de las comunidades que integro, del pueblo en la tierra que habito.

El autogobierno es un camino muy distinto del autocontrol (self control). Fijarse la meta (lo bueno), arrancar (la norma que ordena a lo bueno) y perseverar (con una disposición estable), todos sabemos que con ello se logra lo que nos proponemos. Es la tarea de la sensibilidad, el razonamiento y la conducta, del bien, la norma y la virtud en reforzamiento mutuo.[2]

Ninguna costumbre perfectiva se alcanza por asalto; requiere iluminación y continuidad en el ejercicio. Se van armando cadenas de operaciones que van trabajando la costumbre para la realización de actos que me perfeccionen. La virtud es así la fuerza de mi libertad (el ejercicio me dispone a mayor continuidad –perseverancia– y ésta a recibir mayor iluminación).

Las virtudes (buenas disposiciones internas) nos motivan y capacitan para el logro de nuestras metas. Lo contrario lo llaman vicios o adicciones –que en cada acto nos esclavizan más–, cuya fuerza decrece a medida que crecemos en virtud, respecto de la misma facultad antes esclavizada.

Autogobierno desde la verdad

Sensibilidad ética Bienes morales Automotivación
Razonamiento ético Normas morales Autonomía
Comportamiento ético Virtudes morales Autodeterminación

En los productos culturales se registra una creciente preocupación por una democracia meramente formal que impida a las personas la decisión real sobre su destino. Actualmente, en el mundo, se necesitan personas que se muevan (automotivación) de modo autónomo (autonomía) que pongan límites al gobierno inmoral (autodeterminación), porque ser ciudadanos es una condición moral antes que jurídica, y sin ellos no hay República.

El ámbito de la autoridad

Las personas reconocen autoridad a quien defienden o promueven con competencia unos valores que son percibidos como tales por una comunidad.

El presidente de Francia no tiene autoridad para mí porque no soy francés; salvo que los valores que sostenga con competencia, y yo haya percibido como tales, sean de la humanidad, de la cual tanto el presidente de Francia como yo formamos parte.

Nuestros hijos pueden reconocernos autoridad, si nosotros y ellos somos miembros de la misma familia y mientras lo seamos (luego sólo seremos recuerdo); si los valores que hoy defendemos fueron descubiertos antes como valores por ellos; y si ese descubrimiento sigue siendo hoy percepción y apreciación de valor para ellos. Todos nuestros gobiernos han perdido autoridad cuando “votamos” en los Consulados por la nacionalidad de nuestros abuelos: algo se ha roto y en principio es muy difícil de sanar.

Toda acción po­lítica está encaminada a la conservación o al cambio. Cuando deseamos conservar tratamos de evitar el cam­bio hacia lo peor (defender); cuando deseamos cambiar, tratamos de actualizar algo mejor (promover). Toda acción política, pues, está dirigida por nuestro pensamiento sobre lo mejor y lo peor. Un pensamiento sobre lo mejor y lo peor implica, no obstante, el pensamiento sobre el bien.  Siendo así, la interacción entre las condiciones objetivas (bien) y lo que una determinada generación considera valioso (valores presentes o inminentes) es la “causa-pluricausal” del desarrollo. 

Quien tiene autoridad, ejerce su capacidad para ver, defender y promover con competencia, unos valores buenos, adecuados a un “ahora” y un “aquí” concreto de su comunidad.

Es la cultura y sus valores, antes que la política, la política antes que la economía, y la economía antes que la tecnología, lo que condiciona el progreso de las naciones y del ser humano en general. De allí que la cultura de sus autoridades (constelación de lo valorado por Los que mandan) sea clave a la hora de definir su posibilidad de desarrollo.

Un análisis de la historia reciente de América Latina nos revela que existen “valores regresivos”, apariencias de bien que, por su lejanía del bien del hombre, neutralizan el potencial de desarrollo de un pueblo.

Así, lo progresista y lo regresivo de un valor dependerá de su adecuación, o no, al bien del hombre en ese hombre con su naturaleza, en ese habitar su aquí y su ahora.

Roberto Estévez es Profesor titular ordinario de Filosofía política en FCS (UCA) y director de la Asociación Civil Santo Domingo de Guzmán en Tandil


[1] Con relojes que atrasan: epílogo ideológico, publicado en Criterio Nro. 2456, marzo de 2019.

[2] En la experiencia del área ética del IAE -durante quince años- partí de los tres momentos éticos diferenciados por la entonces profesora de Ética de la HBS Lynn Sharpe Panne, y los relacioné con tres dimensiones morales propuestas por el profesor de Metafísica español Leonardo Polo: la sensibilidad ética frente a los bienes morales, el razonamiento ético  frente a las normas morales, y la conducta ética frente a las virtudes morales, para desarrollar luego este framework sobre la automotivación, la autonomía, y la autodeterminación como dimensiones concretas para entender el autogobierno, y diferenciar a este, del victoriano autocontrol.

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