Días atrás Carlos Hoevel me hizo llegar un ejemplar de su libro así titulado. Lo leí con mucho interés, podría decir que “lo devoré”. Pero a la vez me llevó a reflexionar sobre mi experiencia personal de aquellos tiempos jóvenes en los que pasé por la Facultad de Ingeniería durante cuatro años antes de entrar al Seminario.
Yo venía del Nacional Buenos Aires, colegio dependiente de la Universidad, al que entré en 1948, durante la primera presidencia de Perón. La Universidad no tenía autonomía, dependía del Ministerio de Educación, pero era uno de los pocos bastiones resistentes al autoritarismo del gobierno. Y en el colegio los profesores no se privaban de hablar con toda libertad expresando sus aspiraciones a una democracia plena, y sobre todo inculcándonos un intenso deseo de vivir en libertad. Esta palabra fue para mí, en la adolescencia y primera juventud, mucho más que un concepto abstracto.
Como también integraba un grupo de Acción Católica en la parroquia de Santa Julia, asesorado por muy buenos sacerdotes, puede complementar mis ansias de libertad con los ideales de justicia. Visitábamos barrios pobres, hospitales…
Recordando esos tiempos, constato que fui un privilegiado. Si mis ideales de justicia no hubieran estado precedidos por los de libertad, quizás yo también podría haber sido una de los tantos desaparecidos de nuestra historia.
Pero volvamos al tema. Entrar en la Facultad proviniendo del Buenos Aires era como sentirse en casa. Además del espíritu de participación que traía del Colegio y de la Acción Católica, me llevó a integrarme en el Centro de Estudiantes (la línea recta) qué trabajaba en la clandestinidad porque estaba perseguido por el Gobierno. Allí estábamos los reformistas y los humanistas. Yo formaba parte de este último grupo. Pero en realidad en ese momento todos éramos reformistas porque reclamábamos la vigencia de la reforma de 1918 que se había dado en Córdoba y propugnaba la autonomía de la Universidad.
Caído el gobierno de Perón se logró la autonomía. Y apareció la nueva problemática: enseñanza libre o enseñanza laica. En el gobierno de Frondizi se logró que las Cámaras aprobaran la ley de libertad de enseñanza.
Recuerdo que en una conversación que tuve muchos años después con Frondizi, a mi entender el único presidente que tuvo un proyecto claro de país, lo cual implicaba volver a integrar al peronismo en la vida argentina, le pregunté cómo se atrevió a meterse en un lío tan grande como el de la libertad de enseñanza. Su respuesta fue más o menos así: “Para que la Argentina sea próspera, debemos permitir que todos aquellos que tengan capacidad de enseñar puedan hacerlo. Los monopolios estatales nunca son buenos”.
Con el correr de los años debemos reconocer que Frondizi tenía razón.
En cuarto año de la facultad llegó el llamado de Dios al sacerdocio. Sólo Él sabe por qué fue tan tardío. Pero yo creo intuir que Él mismo me permitió vivir estas experiencias sabiendo que iban a serme muy útiles en mi vida sacerdotal. Y sinceramente creo que así fue.
En otra oportunidad seguiré narrando alguna otra experiencia personal, pero todos estos recuerdos nacieron de la apasionada lectura de La industria académica, libro de Carlos Hoevel editado por Teseo y que entiendo pronto estará accesible en modo digital.
Es una obra en la que analiza exhaustivamente el mundo académico actual y la influencia que ejercen los distintos intereses económicos. Si se quiere ser un poco más prudente, en lugar de poderes económicos, podríamos hablar de tecnocracia global, término que utiliza el autor en el encabezamiento de la obra.
En última instancia la gran pregunta es si la Universidad sólo debe formar “especialistas” en ciencias o técnicas, olvidando que ante todo debe humanizar y personalizar; considero que corresponde intentar que todos los que pasen por sus claustros puedan al menos plantearse “el sentido” de la profesión elegida y el aporte humanista que desde ella podrán hacer a la sociedad.
Recuerdo que en segundo año de la Facultad llegó a mis manos un libro de Einstein, La Física, aventura del pensamiento. Además de devorarlo, me pregunté ¿a ningún profesor de física se le ocurrió recomendar la lectura de este libro? Leyéndolo aprendí mucho más sobre energía potencial y cinética que con las fórmulas abstractas y las ecuaciones de las clases de esa materia. Los humanistas decidimos contratar al filósofo Emilio Komar, que una vez por semana nos daba charlas en la casa de Ricardo De la Torre sobre el sentido de la vida universitaria.
En definitiva, este artículo pretende despertar la curiosidad por leer el libro de Hoevel. El autor no se limita a la crítica, que la explícita en varios capítulos recorriendo la situación de las universidades a lo largo y ancho del planeta, sino que presenta algunas propuestas posibles y valiosas. No es un libro teórico. Supone, como es lógico, que la Universidad debe capacitar para que los profesionales puedan vivir bien aplicando sus conocimientos… pero no todo puede reducirse a lo económico. La Universidad tiene que ayudarnos a ser buenos ciudadanos, proponer como meta principal el desarrollo personal y el bien común de la sociedad que integramos.