Como no soy crítico de cine o televisión, sino apenas un espectador curioso, advierto desde ahora que estas líneas no pretenden juzgar a la miniserie El Reino que se ve en estos días en Netflix desde un punto de vista artístico o técnico, aunque hay que decir que ofrece algunas actuaciones realmente atractivas. Y advierto también a quien no la haya visto aún, que habrá aquí inevitables spoilers. Quien desee verla sin saber de antemano su desarrollo y final, deje acá la lectura. El comentario no gira sobre el mérito artístico de la serie, sino sobre su contenido, las ideas que transmite y la polémica que ha suscitado.
El argumento es simple: un grupo de empresarios (miembros de la oligarquía, dirían algunos) forma en la Argentina un nuevo partido político, derechoso, en torno de un empresario importante lanzado a la lid política y organizado en las sombras por un personaje que, luego se verá, trabaja para el gobierno de los Estados Unidos. Ante una elección presidencial el partido convoca como candidato a vicepresidente a un carismático pastor evangélico que, junto con su esposa (o más bien, su esposa usándolo a él como mascarón de proa), dirige como propia una iglesia. Pero sobre el cierre de la campaña electoral el candidato presidencial muere acuchillado, de suerte que el pastor acaba siendo el candidato a presidente, con buenas chances de ser electo.
El argumento ofrecía una perspectiva interesante de análisis político, pero en ese aspecto naufraga irremediablemente. Si bien la serie se ambienta en la Argentina, casi no hay referencias al peronismo (salvo una muy incidental y casi humorística, cuando el pastor piensa en llamar “compañeros” a sus seguidores), ni tampoco a los demás partidos conocidos, lo que ya es de por sí inverosímil. Como también lo son los tiempos, porque supuestamente la muerte del candidato presidencial ocurre en el acto de cierre de la campaña (lo que supondría una elección inminente), pero a partir de allí se suceden los días sin que la elección ocurra ni los protagonistas se ocupen mayormente de ella. No hay partidos, no hay campaña, no hay periodistas políticos… recién al final reaparece la contienda electoral.
La trama se centra en cambio en el pastor devenido político, su familia, su iglesia, y apenas uno o dos allegados que parecen dedicarse a la política, incluyendo al agente norteamericano. Dicho sea de paso, la mirada sobre la intervención de los Estados Unidos en la política doméstica es cualquier cosa menos amable, y también bastante grosera en su exposición. Por lo que sólo cabe ocuparse de lo único que parece interesar a los autores (la escritora Claudia Piñeiro y el director Marcelo Piñeyro): el fresco acerca de la iglesia evangélica. Ellos han dicho públicamente que les preocupa el avance de la “ultraderecha” que identifican con “la iglesia evangelista”, sin olvidarse de mencionar al nazismo. Dicho sea de paso, es notable que a la “derecha” siempre se la califique como “ultra”, pero no ocurra nunca algo así con la izquierda.
En el “mundo evangélico” muchos se han sentido ofendidos, y con razón. Seguramente no están acostumbrados a la descalificación y escarnio que habitualmente se cierne sobre los sacerdotes y la Iglesia católica, que ya se ha naturalizado. Pero lo que el caso muestra es que para algunos sectores y grupos ideológicos se ha identificado un nuevo enemigo: las iglesias evangélicas, “los evangelistas” como inapropiadamente los llaman.
Los personajes que encarnan con maestría Diego Peretti y Mercedes Morán, y sus allegados, son una caricatura. Tal vez haya algún pastor con esos rasgos, pero nadie que conozca un poco el complejo y extenso entramado de las iglesias evangélicas puede pensar que todos, o la mayoría, sean así. Hay una intención bastante clara de ridiculizar y al mismo tiempo menospreciar la fe evangélica. Sólo uno de los miembros del grupo parece sano y sincero (y bastante näif), y por eso mismo “la excepción que confirma la regla”: los demás oscilan entre la cortedad mental y la perversión delictiva. En la serie no hay espacio para una religiosidad sincera, salvo una inverosímil línea argumental colateral que introduce sin ninguna necesidad un personaje digno de García Márquez y el realismo mágico. En cambio, los “evangelistas” o son delincuentes, o son idiotas.
Un aspecto sorprendente de la serie es ver a los pastores traficando bolsos llenos de dinero, y acumulando y ocultando grandes cantidades de dólares. Es algo que en la realidad hemos visto hacer a algunos políticos, significativamente la familia Kirchner y sus allegados. No a los pastores. Es cierto que hay alguna iglesia neopentecostal, de origen brasileño, cuyos manejos económicos son turbios (por decirlo de alguna manera). Pero es una “iglesia” a la que los evangélicos argentinos ni siquiera reconocen como tal. Quien conozca la composición social mayoritaria de las iglesias evangélicas, sobre todo las pentecostales, como parece ser la de la serie, quedará perplejo frente a la recolección de bolsos con dinero. No se entiende quienes son los que los aportan, ni por qué.
En la serie aparece de manera incidental un cura católico, que parece ser un “cura villero”. No hay ningún desarrollo al respecto. Pareciera tener una relación amistosa con los pastores, al menos con los “menos malos”. Pero tampoco hay ninguna profundización en torno a las relaciones entre ellos. Otra oportunidad perdida. Un tema muy interesante que sí se refleja con algún acierto en la serie es la presencia evangélica en las cárceles y el predicamento que en ella ejercen los pastores, con efectos generalmente benéficos. Pero tampoco en esto se profundiza demasiado.
La serie va demoliendo sistemáticamente la figura del pastor devenido candidato, y de su organización. El aspecto económico es uno, pero no parece ser el peor, acaso porque exista una velada simpatía por quienes en la vida real practican lo que la serie endilga a la iglesia. Lo que termina de descalificar al pastor protagonista es su práctica de la pedofilia, que se descubre al avanzar el relato. ¿Era necesario? Nuevamente: no es que no existan casos. De hecho, la jurisprudencia muestra tantos casos de pastores pedófilos como de sacerdotes católicos de esa deleznable condición, o acaso más (una diferencia, pero es tema para otra ocasión, es que los sacerdotes que caen en esta bajeza normalmente lo hacen de modo oculto, mientras que hay “pastores” que hasta diseñan alguna suerte de “justificación teológica” para sus perversiones o abusos sexuales). Pero ciertamente, del mismo modo que es tremendamente injusto pensar que un cura católico es naturalmente pedófilo o pervertido, lo mismo cabe decir de los pastores. Habrá alguno, pero no es lo que caracteriza al conjunto.
La conclusión fácil y no demasiado implícita que transmite la serie es que un pastor evangélico no debería acceder a posiciones políticas destacadas porque los pastores son corruptos, ladrones y abusadores sexuales, además de personas con escasa inteligencia e ideas retrógradas frente a los “avances” de la sociedad como el aborto y otros similares. El detalle es que esa acumulación de defectos no es real, o no lo es en la generalidad de los casos. Haber diseñado unas figuras tan repudiables para protagonizar la serie y publicitarla con la pregunta ¿qué pasaría si un pastor evangélico pudiera llegar a presidente?, es de una notable mala fe.
El Reino es una oportunidad tristemente perdida para explorar con seriedad la relación entre religión y política en la sociedad contemporánea, que es mucho más plural que antaño. Nadie ignora que en muchos países de América hay un protagonismo político creciente de iglesias evangélicas y de sus líderes. Quizás una pregunta que deberían hacerse quienes se alarman por la novedad, es por qué ocurre. ¿No será que en parte de la sociedad hay un hartazgo y un rechazo creciente a las imposiciones ideológicas que vienen de la izquierda, del feminismo radical, de la ideología de género…? Los autores de la serie (Piñeyro/Piñeiro) han dicho que están alarmados por “la imposición” de las ideas de “la ultraderecha” religiosa. ¿Seguro que es “la derecha” la que quiere imponer ideología?
Si realmente un líder evangélico incursionase en política en la Argentina con posibilidad de éxito, el primer lugar de intenso debate serían las propias iglesias evangélicas, que estarían muy lejos de encolumnarse masivamente en esa aventura. Nada de ese debate inevitable se insinúa siquiera en la serie, del mismo modo que tampoco aparece alguna reacción o intervención de otros grupos o líderes religiosos que seguramente algo tendrían para decir en ese escenario. O de los partidos tradicionales. Así, la pregunta con la que propone la serie (“¿qué pasaría si…?”) queda totalmente huérfana de respuesta. La discusión sobre la relación entre religión y política es muy antigua, muy compleja, y sin duda presenta nuevos matices en la sociedad contemporánea. Pero entretenidos en la caricatura descalificatoria, los autores de la serie no se preocuparon por explorarla. Y mucho menos en situarla en el mapa del sistema político argentino, que más allá de sus disfuncionalidades sin duda existe y no es totalmente equiparable al de otros países de la región.
Una última reflexión, sobre las reacciones. Conocida la serie, la Alianza Cristiana de Iglesias Evangélicas (ACIERA) hizo público cierto desagrado, en términos muy prudentes. Bastó eso para desatar toda clase de críticas escandalizadas, acusando de un intento de censura que claramente no era tal. Al punto que ACIERA (donde seguramente y como digo antes, habrán existido puntos de vista diversos) tuvo que retirar su declaración. Los artistas, comunicadores y activistas que se escandalizaron con esa reacción, deberían poder explicar por qué la libertad de expresión sólo es valiosa cuando la ejercen ellos, pero no cuando la utilizan los que piensan diferente. La crítica a un producto televisivo no es censura, sino sólo eso: una crítica. Quien está seguro de lo que piensa, no debería negarse al debate.