El presidente Alberto Fernández y su flamante ministro de Ciencia, Tecnología e Innovación, Daniel Filmus, anunciaron el mes pasado en la Casa Rosada, ante destacados científicos, un aporte de algo más de $ 12.000 millones para el Conicet. Filmus indicó que “nunca hasta ahora ha habido un programa de esta magnitud”. El aporte se destinará a la construcción de 20 nuevos edificios en institutos del Conicet y a 72 obras de refacción, todo en 21 provincias del país.

Hace varios años, una importante científica indicó que el Conicet era como una fábrica con operarios pero sin los elementos necesarios para trabajar. Lo decía pues observaba que gran parte del presupuesto del organismo se destinaba a la creación de estructuras y sus correspondientes gastos administrativos y de mantenimiento. De allí que un número creciente de científicos emigraba pues con sólo el edificio donde investigaban no era suficiente.

UNA OBSESIÓN DE BERNARDO HOUSSAY

Bernardo Houssay, Premio Nobel de Medicina 1947, inspiró la creación del Conicet que, en 1958, el gobierno de Pedro Eugenio Aramburu implementó. Desde su constitución y como presidente del organismo, Houssay sostenía la importancia de destinar recursos a universidades e instituciones existentes, para así ahorrar costos de estructuras edilicias. Invertir en ladrillos equivalía a hacerlo en escritorios, máquinas de escribir, más gente, secretarias, etcétera.

Por ello el Conicet no comenzó su labor construyendo institutos. Se concentró en crear la carrera del investigador científico, con dedicación exclusiva, estableciendo un escalafón para que los mejores fueran bien remunerados; también otorgó recursos para el personal de apoyo a la investigación y para becas doctorales y postdoctorales, y especialmente destinó fondos a proyectos de investigación innovadores. Fallecido Houssay, las autoridades del Conicet comenzaron a crear costosas estructuras para acrecentar los presupuestos de un organismo que, inicialmente, dependía de la Presidencia de la Nación, pero que con el tiempo fue descendiendo hasta ser parte de una Secretaría de Ciencia, la cual dependía de un Ministerio de Educación y Ciencia, que finalmente reportaba a la Presidencia.

La obsesión de Houssay era manifiesta, cuando insistía en fomentar, apoyar y crear instituciones privadas para que la ciencia no dependiera sólo del Estado. Así lo expresó en numerosas ocasiones y escritos: “Mi contacto con instituciones privadas como las fundaciones Sauberán o Campomar, o los institutos Mercedes y Martín Ferreyra de Córdoba y el de Investigaciones Médicas de Rosario, más otros, me demostraron su inmensa superioridad administrativa y técnica sobre los de las universidades públicas, donde las trabas burocráticas y administrativas, la lentitud e inseguridad, absorben gran parte de la actividad y distraen las investigaciones (…) Se ayudará a las investigaciones en laboratorios acreditados. (…) Que el Conicet organice laboratorios propios, es una iniciativa muy costosa. (…) En los Estados Unidos los fondos para investigación científica provienen en un 60% de la industria, un 30% del Gobierno y un 10% de otras instituciones. (…) Deben establecerse fundaciones para realizar investigaciones (…) están llamadas a ser un instrumento esencial de nuestro adelanto. (…) No es posible, ni justo, ni decoroso esperar que todo sea obra exclusiva del Estado. (…) Los laboratorios privados de investigación existen en las grandes naciones y prestan servicios extraordinariamente valiosos para la humanidad, con sus estudios y descubrimientos: Instituto Pasteur (París), Instituto Rockefeller (Nueva York), Lister Institute (Londres), Instituto Bento da Rocha Cabral (Lisboa), Kaiser Wilhelm Gesellschaft (Alemania) y otros”.

LELOIR SIGUIÓ SUS PASOS

Discípulo de Houssay, Luis Federico Leloir –Premio Nobel de Química 1970– siguió sus pasos. En 1973 abrió una oficina de fundraising (desarrollo de fondos) pues la Fundación Campomar que lo sostuvo inicialmente dejó de hacerlo al quebrar la empresa textil Campomar. Así obtuvo importantes donaciones para sus investigaciones y para construir un moderno laboratorio de 6.500 m2 en Parque Centenario. Cuando lo inauguró, recordó que gracias a las donaciones pudo concretarse tamaña obra, pues intentos anteriores habían fracasado por promesas oficiales incumplidas.

En los Estados Unidos, que ostenta el mayor desarrollo científico, las universidades reciben importantes fondos de dos fuentes: las donaciones que obtienen los fundraisers y las regalías que reciben de la industria cuando le transfieren conocimientos. El gobierno norteamericano aportó en los últimos años el 23% de la inversión total en investigación y desarrollo (I+D), las empresas el 63% y el resto instituciones mayormente privadas. En universidades de los Estados Unidos hay una tradición de donaciones de ex alumnos exitosos: el millonario Garald Chan, de Hong Kong, aportó a Harvard en 2015 la más alta donación que esta universidad recibió en su historia (US$ 350 millones), que fue superada en 2016 por la de John Paulson (US$ 400 millones), también ex alumno e inversionista de Wall Street.

En la Argentina ocurre todo lo contrario. La Universidad de Buenos Aires (UBA) que este año cumplió 200 años, ¿cuántos ex alumnos exitosos ha formado? Llama la atención que las universidades públicas dependan sólo de magros presupuestos oficiales. Se dirá que las grandes donaciones ocurren sólo en los Estados Unidos. No es así, la mayor donación a una universidad en el mundo fue de US$ 1.000 millones a la Universidad Vedanta (India). El Instituto Pasteur de París, uno de los mayores centros científicos de Europa que mencionaba Houssay, estimula las donaciones; Christian Bréchot, como director general, decía a sus donantes: “Más del 30% de nuestro presupuesto proviene de vuestra generosidad. Gracias a ella podemos realizar nuevas investigaciones. Cada donación es un paso adelante y un estímulo para nuestros científicos. Nosotros necesitamos de ustedes”.

EJEMPLOS EN EL PAÍS

Se dirá que esto no es posible en la Argentina. Sin embargo hay ejemplos, como el mencionado del Premio Nobel Leloir. O el de la Fundación Sales, creada hace 45 años, que a la fecha logró más de 130.000 donantes individuales, que crecen año a año y aportan a investigaciones del cáncer dirigidas precisamente por discípulos de Houssay y Leloir; con talento y recursos ellos logran avances de repercusión internacional; nunca les faltó lo necesario y hasta se les construyeron modernos laboratorios y bibliotecas pero equipados con altas tecnologías.

En 2001 se creó en la Argentina la Asociación de Ejecutivos en Desarrollo de Recursos para Organizaciones Sociales (Aedros), que reúne a fundraisers que se desempeñaron y se desempeñan exitosamente en universidades privadas.

NO PROTEGEMOS EL CONOCIMIENTO. PEOR AÚN, LO REGALAMOS

Tampoco la ciencia argentina recibe regalías de las industrias, pues el gobierno aporta a I+D mucho más del 70% y las empresas apenas el 19%. Por eso no hay crecimiento económico. El Banco Mundial criticó “la muy baja inversión de las empresas argentinas en I+D, su escasa cultura innovadora”.La relación universidad-empresa es casi inexistente.

Esto se refleja en la protección del conocimiento, donde los países desarrollados solicitan la mayor cantidad de patentes, pues sin ellas no puede haber transferencias de conocimientos científicos para que las industrias produzcan valor agregado. Los Estados Unidos, primera economía mundial, en los últimos diez años medidos (2009-18) solicitó un promedio de 278.000 patentes/año; en la década crecieron sus solicitudes de 225.000 a 285.000. Brasil, primera economía latinoamericana, solicitó un promedio de 7.750 patentes/año, con un crecimiento en diez años de 7.700 a 8.400. Argentina solicitó un promedio de 600 patentes/año, habiendo disminuido sus solicitudes, en dicha década, un 32%: de 640 a 435. De esta manera no llegan regalías a las instituciones científicas.

Nuestras casas de altos estudios, en su mayoría no protegen el conocimiento. Un estudio mostró que la UBA, que es la que destina más fondos a la investigación, no tiene volumen de proyectos transferibles a la industria pues, con centenares de trabajos publicados por año en ciencias duras, solamente solicitó 39 patentes en 40 años (1973-2013), o sea un promedio de una por año. Desde su creación en 1821, no llegan a un centenar sus solicitudes de patentes, mientras el Instituto Pasteur, creado mucho después (1888), tiene en su haber más de 6.000 solicitudes. Las 53 universidades nacionales, donde radica el mayor valor de la economía –el conocimiento– se declararon en 2016 en emergencia económica al no poder afrontar la nueva tarifa del gas.

Más grave aún es que, al no protegerse nuestros conocimientos, otros países los toman por lo que importamos tecnologías logradas por la ciencia argentina. Lo comprobaron profesores de la Universidad Nacional de Quilmes, en dos investigaciones publicadas en Journal of Technology Management & Innovation (2012 y 2018), donde se detallan las universidades y empresas de países desarrollados que patentaron nuestra “inteligencia regalada”, como ellos la denominan. Los conocimientos innovadores, cuando se publican en papers internacionales sin estar protegidos, son de dominio público y pueden ser tomados por otros. Por eso las grandes universidades del mundo exigen a los científicos que informen a sus oficinas de propiedad intelectual sobre los trabajos que van a publicar, para prever su protección. Harvard tiene normas sobre el particular desde 1934 y las actualiza para asegurarse las regalías, como así también beneficios a los científicos y al público que accederá a sus innovaciones a costos menores.

CONCLUSIÓN

Con los antecedentes aquí expuestos, ¿cómo se explica una inversión, considerada de histórica magnitud, de $ 12.000 millones para construir y refaccionar edificios del Conicet? ¿Cómo se desarrolla nuestra ley de economía del conocimiento, cuando desciende la inversión empresaria en I+D y se incrementa la del Estado? ¿Cómo se explica el descenso en las solicitudes de patentes, cuando se demuestra que otros países se apropian de nuestros conocimientos innovadores? ¿Cómo es posible que Houssay o Leloir, no siendo economistas, hayan entendido el debido proceso de una ciencia para crecer, mientras nuestra dirigencia política lo soslaya o peor aún lo ignora?

Arturo Prins es Director Ejecutivo de Fundación Sales

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