La teología, la filosofía y la ciencia concuerdan en la visión de un universo armónico, o sea, un verdadero «cosmos», dotado de una integridad propia y de un equilibrio interno y dinámico. 

San Juan Pablo II

Todos los días escuchamos preocupantes noticias: incendios forestales en Norteamérica, Australia, Amazonia, desmontes, desaparición de especies, degradación de suelos, tormentas severas, inundaciones y sequías, olas de calor intensas cada vez más frecuentes, desaparición de glaciares en distintos lugares y muchos otros eventos ambientales graves que producen tragedias humanas, pérdidas económicas y desfiguran los paisajes. Los eventos meteorológicos severos han crecido exponencialmente desde 1970. Estamos entrando en la sexta extinción masiva de especies, causada por las actividades humanas. Los estudios climáticos señalan que las actividades humanas están desestabilizando un periodo de alrededor de 10000 años de estabilidad climática, periodo durante el cual se desarrolló la humanidad y surgieron las civilizaciones. El producto bruto económico del siglo XX supera todo el producto bruto desde el comienzo de la civilización. La intensidad y la velocidad de cambio en los sistemas naturales por las actividades humanas no tiene parangón con lo ocurrido en decenas y cientos de miles de años en nuestro planeta. Esto es el Cambio Global.

La situación de perturbación y desestabilización de los sistemas naturales y humanos complejos ha alcanzado tal magnitud que se ha determinado que las actividades humanas son equivalentes a las fuerzas de la naturaleza, que estamos viviendo la era geológica del Antropoceno. La ciencia, desde diversas disciplinas naturales y físico-matemáticas viene alertando, desde hace más de sesenta años, con estudios y evidencias cada vez más contundentes, que la humanidad está destruyendo los sistemas naturales del mundo que sostienen la vida y la economía.

Vemos sin embargo que la crisis ambiental o, mejor dicho, la crisis socio-ambiental del Cambio Global señalada en varias ocasiones por Juan Pablo II y Benedicto XVI y analizada en detalle por el papa Francisco en la encíclica Laudato si, es considerada aún hoy cómo una cuestión controversial, pese a las evidencias contundentes acumuladas. Se habla mucho, hay gobiernos y sectores políticos que hacen política con el Cambio Global –cuando no lo niegan–, pero muy pocos hacen política para el Cambio Global con el fin de mitigarlo o frenarlo, para asumir y remediar sus consecuencias. Las negociaciones internacionales para resolver múltiples aspectos de esta crisis que no acata fronteras se dilatan años y décadas. Las conclusiones científicas son refutadas o debilitadas a los ojos de la sociedad mediante campañas de desinformación específicamente diseñadas para estos fines.  Los que se preocupan por el tema muchas veces suelen confundirse en slogans que no contemplan ni la diversidad natural y social ni aportan soluciones viables. Estudios recientes, en los países de mayor poder adquisitivo, mediante encuestas y análisis del comportamiento de los ciudadanos que se preocupan y denuncian la crisis socio-ambiental, muestran sin embargo que la mayoría no está dispuesta a cambiar hábitos de sobre e hiper-consumo que aceleran la crisis y generan inequidades intra y transfronterizas. En sociedades y sectores sociales pobres, principales víctimas junto con la naturaleza de este estado de cosas, la situación de vulnerabilidad y falta de medios y herramientas impide la acción efectiva para la prevención o mitigación de los procesos destructivos que los impactan. Sabemos que estamos avanzando directamente y a toda velocidad hacia un desenlace trágico, destructivo de la naturaleza y de la humanidad, de todos los dones de la creación, pero aun así no parecemos capaces de reaccionar.

El principal problema es que, como sociedades, no terminamos de tomar conciencia de nuestra íntima relación con la naturaleza. No terminamos de entender que somos parte de ella y que todo lo que hacemos depende de ella, que la economía humana es un subsistema de los sistemas naturales. Si nos sinceramos, el uso cotidiano del término ambiente parece ubicar a la naturaleza, a la creación, en el rol de mero escenario para nuestras vidas y fuente de recursos para explotar irracionalmente y sin límites. Hablamos de problemas “ambientales” pero no terminamos de entender qué significa el ambiente. No terminamos de relacionar nuestra vida con el resto de la vida en el planeta. Para superar este bloqueo hoy, más que nunca, es necesario ir a la esencia de la creación expresada en la biosfera, a saber, el sistema natural dinámico y complejo compuesto por la atmósfera, litósfera (suelos), hidrosfera y criosfera (agua y hielos) y la vida en todas sus formas.

La biosfera, espacio de la vida

Para San Francisco de Asís la naturaleza representa un modo de comunicación de Dios con la humanidad y la unión de la humanidad con Dios a través de Su Presencia inmanente en todo los creado (panenteísmo). La belleza de la naturaleza nos habla de la belleza de Dios, del Amor de Dios (Génesis 1, 31). Los dones de la creación son gratuitos y puestos a disposición de todos (Mateo 6, 24-33) y si la naturaleza recibe así la bondad de Dios, cuanto mayor es el Amor de Dios hacia nosotros y los dones que nos entrega gratuitamente, inclusive los de la naturaleza (Génesis 2, 7-25). Pero a su vez la creación es víctima de los pecados de la humanidad y espera la redención del hombre para recuperar su plenitud (Romanos 8, 22) y será también redimida por Cristo, que es el Señor de todo lo creado (Colosenses 1, 15-20). Por consiguiente y desde la perspectiva de fe, los cristianos tenemos amplios motivos para entender que la naturaleza es un bien gratuito que nos ha sido dado, donde vivimos y que debemos respetar, cuidar y sanar si es necesario.

Veamos, desde la perspectiva del conocimiento científico, cuál es la esencia de la biosfera. Para ello debemos ver en primer lugar cómo ha sido su evolución. Nuestro planeta tiene unos 4500 millones de años y gira alrededor del sol, una estrella secundaria formada hace unos 6000 millones de años. La atmósfera que conocemos es la tercera en la historia del planeta Tierra. La primera atmósfera, muy tenue, fue producto de la desgasificación de la corteza terrestre a medida que esta se solidificaba. El viento solar, una intensa corriente de partículas emitidas por la corona solar, se encargó de desgastar y hacer desaparecer esta tenue atmósfera que además todavía no contaba con la protección del campo magnético terrestre, en formación por aquél entonces. A medida que se consolidaba y se enfriaba la corteza terrestre, la gran actividad volcánica existente liberaba ingentes cantidades de gases con especies nitrogenadas – amoniaco, por ejemplo–, especies cloradas, dióxido de carbono y vapor de agua. Colisiones frecuentes con meteoritos y cometas aportaron gases.

A lo largo de más de mil millones de años se fue consolidando esta segunda atmósfera. También comenzaron a formarse los mares y océanos. Todavía no podemos decir a ciencia cierta cómo apareció el agua en el planeta. Parte puede haber venido del interior y otra parte, de las colisiones con meteoritos y cometas. También del cruce del planeta por estelas de cometas, compuestas de hielo agua y vapor de agua. Otra teoría propone que procesos con material orgánico (moléculas con base de carbón), presente en el espacio interestelar, podrían haber liberado agua al espacio y que en su desplazamiento alrededor del sol, la Tierra pudo haber recibido agua interestelar. Sea como fuere, se formaron los océanos primigenios, muy distintos a los actuales. Estos océanos tenían enormes cantidades de sales y diversas moléculas orgánicas e inorgánicas (sin carbón) que los convertían en densas “sopas” químicas. Pero antes de seguir es importante tomar conciencia de que nuestro planeta azul –visto desde el espacio aparece cubierto de agua– en realidad no tiene grandes cantidades de este valioso y esencial recurso. El volumen total estimado de agua presente en el planeta –considerando mares, lagos, ríos, aguas subterráneas, hielos, agua en la atmósfera– equivale al de una esfera cuyo radio es del orden de los 790 km. El radio medio de la tierra es 6.371 km. Para comprender mejor este dato, consideremos que el diámetro de esta esfera de agua es menor a la distancia de Buenos Aires a Bariloche. Sólo el 1% de esta esfera es agua potable disponible.

Si bien existen varias teorías sobre el inicio de la vida, hay acuerdo en que la aparición de las primeras moléculas de ARN con capacidad para autorreplicarse en formas prebióticas es el origen de la vida en la Tierra. Este inicio podría haber ocurrido muy tempranamente, hace 4000 millones de años, y en condiciones extremas. Las primeras moléculas necesitaron un entorno de agua para sobrevivir, y el desarrollo de los primeros organismos celulares probablemente ocurrió en las aguas de los océanos por lo menos a una profundidad de 1 a 2 metros para poder sobrevivir a la radiación solar en los rangos de ultravioleta a rayos gamma que, con una atmósfera comparativamente tenue, no eran filtrados y podían impactar y esterilizar la superficie del joven planeta.

Dentro de este caldo que eran los océanos primigenios tiene lugar una gran revolución, a poco de iniciarse la vida en el planeta. Los primeros organismos celulares tenían respiración anaeróbica: el oxígeno molecular (O2), o simplemente oxígeno de aquí en más, era un gas de traza de muy escasa presencia, al igual que en todos los planetas de nuestro sistema solar. Entre los 3500 y 3000 millones de años antes del presente (Ma.a.p.) surgen las primeras ciano-bacterias eucarióticas (células con núcleo) que comenzaron a producir energía mediante fotosíntesis de la radiación solar. Esta evolución de las formas de vida primigenias fue lo que cambió radicalmente el futuro del planeta. A partir de aquí nada fue igual y la Tierra comenzó a diferenciarse de los demás planetas del sistema solar.

De a poco el oxígeno emitido por estos primeros organismos unicelulares y posteriormente multicelulares (1600 Ma.a.p.) y hongos (1500 Ma.a.p.) se fue diluyendo en las aguas, interactuando con lo compuestos químicos diluidos en los océanos primigenios. Y hacia 750 Ma.a.p. aparecen las plantas. El ARN deja de ser primordial para la transferencia de información genética y el ADN lo reemplaza en este rol. Una vez que las aguas se saturaron de oxígeno, este gas, por aquél entonces un contaminante, comenzó a diluirse en la atmósfera y al poco tiempo comenzó a formar una capa de ozono por efecto de la radiación ultravioleta solar. Mientras tanto, lentamente, surgen las primeras formas de vida animal en las aguas.  El oxígeno disuelto en el agua y en la atmósfera en niveles crecentes generó un cambio en la química de las rocas y la corteza terrestre. Se forman grandes cantidades de depósitos minerales en forma de óxidos, característica única del planeta. Todo se desarrolla y consolida en medio de grandes cambios producidos por glaciaciones y movimientos tectónicos.

El cambio comienza a tomar velocidad. Poco después de las primeras plantas, el nivel de oxígeno en la atmósfera alcanza una proporción del 18% y la capa de ozono se aproximaba a valores actuales. Y hacia 500 Ma.a.p. la vida comienza a conquistar la superficie del planeta, primero con las plantas y luego con diversas formas de vida animal. Rápidamente crece la biodiversidad de superficie y la cantidad de oxígeno atmosférico. Alrededor de 260-280 Ma.a.p., los niveles de oxígeno alcanzan valores cercanos al 30%, justo por debajo del nivel de combustión espontánea de la materia orgánica. En este periodo, las plantas, animales e insectos alcanzan sus mayores dimensiones. Los registros fósiles, por ejemplo, contienen libélulas de 2 metros de envergadura. Entre los 250 y 240 Ma.a.p., se produce una brusca caída del contenido de oxígeno a niveles cercanos al 15%, un valor un poco por arriba del mínimo necesario para mantener la vida en superficie. A partir de allí los niveles de oxígeno van subiendo lentamente hasta alcanzar el 21% actual. El hombre moderno hace su aparición al final de la historia: hace poco menos de 2 millones de años el Homo Erectus y 130 mil años, el hombre moderno.

En este proceso evolutivo vemos que la vida tiene el poder de cambiar las condiciones del planeta, primero lentamente y luego de manera cada vez más rápida a medida que aumenta el oxígeno. Luego de la primera gran extinción de vida anaeróbica ocurrida hace 2450 Ma.a.p. en los océanos, causada por la saturación del oxígeno, la vida gana en complejidad y en diversidad aun cuando sufriera cinco extinciones masivas entre los 450 Ma.a.p. y los 66 Ma.a.p.

Los ecosistemas mantienen la vida en diversas formas y escalas, ajustándose a las particulares condiciones locales y regionales, que a su vez van modificando y dando forma a lo geofísico y geoquímico abiótico que los rodea. La relación entre vida y el entorno abiótico también crece en complejidad, buscando mantener un equilibrio homeostático y resiliencia frente a los cambios y variaciones. Los ecosistemas desarrollan equilibrio entre organismos productores, consumidores y fagocitadores (procesadores de residuos): son comunidades de vida. En la creciente complejidad, las interrelaciones son las llaves del éxito. La Tierra queda cubierta en una trama de vida. Hasta los humanos tenemos ecosistemas propios: los sistemas agrarios y los sistemas urbanos. Sin embargo, a diferencia de los demás ecosistemas, son sistemas imperfectos donde no existe hoy un equilibrio entre producción, consumo y procesamiento de residuos.

La conversión de la atmósfera y los océanos, en esta amplia relación entre la trama de lo biótico y lo abiótico, da pie al desarrollo del sistema climático, componente esencial de la biosfera. Se consolidan ciclos hidrológicos, cambios en la erosión, estructura y composición de los suelos. Con frecuencia nos olvidamos que los suelos son también materia viva por la gran actividad microbiana y de otras especies. Existen ecosistemas de suelos. La vida sostiene flujos biogeoquímicos entre ella y la atmósfera, la hidrósfera y la litósfera. Podemos decir entonces que la vida reformó la superficie del planeta más allá de los grandes procesos tectónicos. La vida generó sistemas complejos donde el todo es mucho más que las partes. La figura 1. muestra esquemáticamente estas relaciones entre la vida y las componentes abióticas de la biósfera.

Centralidad de la vida

Esta muy apretada síntesis del génesis visto desde la ciencia nos muestra a la vida, en su creciente complejidad, modificando por completo la cara de la Tierra. Ha sido un proceso lento, pero siempre avanzando, más allá de perturbaciones y cambios cómo las glaciaciones, tectónica y extinciones masivas, hacia procesos bióticos y abióticos integrados y de mayor interacción. La vida permitió el desarrollo de sistemas naturales dinámicos complejos en equilibrio con ella. La vida se ha encargado, a lo largo de millones de años, en mantener o recuperar, luego de eventos catastróficos que dieron lugar a grandes extinciones, condiciones de homeostasis planetaria que garantizan su continuidad.  La trama compleja de los ecosistemas, con una riqueza de formas de vida que cumplen funciones específicas, le dio mayor resiliencia para sostenerse y renovarse en el proceso evolutivo y las variaciones y ciclos naturales de la biosfera. Como dijo Pierre Teilhard de Chardin, sacerdote, geólogo y místico, la vida, mediante la evolución, asciende hacia un mayor nivel de conciencia.

Acabamos de ver que la vida es esencial y central al pasado, presente y futuro de este planeta. La vida que da vida, podríamos decir. Retomemos el misticismo de San Francisco de Asís ahora con el aporte del conocimiento científico. Desde una observación física y espiritual de la naturaleza, nos habla de una relación íntima entre Dios y creación, como expresión y vehículo de su Amor. Ya los salmos cantaban y prefiguraban la visión franciscana, por ejemplo, el Salmo 148. Esta aproximación, esta intuición e inspiración desde lo visible, está sin duda reforzada hoy por el avance del conocimiento científico. El estudio de la evolución nos demuestra concretamente que la vida, la comunidad de seres vivos, cambió todo en el planeta. Vemos conceptos como el de comunidad ecosistémica, con vínculos entre distintas formas de vida para generar y sostener espacios donde “el todo es más que la suma de las partes”, como diría el papa Francisco. En estas comunidades cada organismo o grupo de organismos tienen roles, funciones solidarias al sistema, y si en el proceso evolutivo alguno desaparece, otro evolucionará para ocupar esa función.  Si empiezan a faltar piezas de este rompecabezas, el sistema se debilita y puede llegar a entrar en colapso, como ocurre hoy.

Los ecosistemas y su dinámica prefiguran la Primera Carta a los Corintios, cuando San Pablo escribe: “Las partes del cuerpo son muchas, pero el cuerpo es uno; por muchas que sean las partes, todas forman un solo cuerpo”. Más adelante agrega: “El ojo no puede decir a la mano: «No te necesito». Ni tampoco la cabeza decir a los pies: «No los necesito»”. Hay muchas formas de vida, pero todas conforman la vida y todas son necesarias. Dios, a través de la naturaleza, vista desde la ciencia, nos habla de estas realidades espirituales. El ascenso de conciencia que propone Teilhard de Chardin tiene como fin al Cristo, el Señor de la Vida, que es el principio y fin de todo lo creado (Colosenses 1, 15-20). Y sabemos que Cristo es la Vida que da Vida. Sabemos que, si una comunidad comienza a perder sus integrantes, la comunidad de debilita y desaparece. Pero también sabemos que en la unidad espiritual de los diversos integrantes la comunidad se fortalece. Otra vez más la naturaleza y dinámica de la biosfera prefigura muy claramente el mensaje del Amor de Dios. Dios hace docencia con la naturaleza que nos rodea para que comprendamos la enorme e inabarcable magnitud de su Amor.

Por lo tanto, dando respuesta a la pregunta inicial, podemos decir que el ambiente es vida. El ambiente nos habla de Dios, Él nos enseña con el ambiente que nos comunica con Él.

¿Hacia dónde queremos ir?

Sin la vida de los sistemas naturales la humanidad no tiene futuro. Cómo dijo San Juan Pablo II, estamos inmersos en una cultura de la muerte. Al principio presentamos una muy apretada síntesis de la muerte de la biósfera que así lo demuestra. No sólo cuestionan nuestro presente el aborto, la eutanasia, la falta de sistemas de salud y la injusticia, el descarte de las personas sino también la destrucción de las formas de vida que nos sostienen y que nos hablan de Dios, que nos llevan al encuentro con Dios, que nos hablan de comunidad y de solidaridad. En el ambiente destruido y contaminado de una villa miseria ¿cómo podemos hablar de la belleza de Dios? Frente al agua contaminada que mata ¿cómo podemos hablar del agua fuente de vida? Frente a la destrucción de la vida que causamos, ¿cómo podemos decir que somos fieles a un Dios Creador, que somos co-creadores? Y podríamos seguir así, cuestionándonos…

San Juan Pablo II frecuentemente hacía referencia a “las estructuras de pecado” sociales y particulares que están enquistadas en la sociedad actual. Es necesario cambiar estos desvalores que descartan y destruyen simultáneamente a personas y la biosfera. Necesitamos construir nuevos paradigmas de desarrollo humano integral que respeten las personas y la naturaleza, que dignifiquen a ambas, como nos piden San Pablo VI en Populorum Progressio y Benedicto XVI en Caritas in Veritate. Necesitamos una conversión ecológica, como nos reclaman San Juan Pablo II y Francisco. Es nuestro deber como cristianos y como ciudadanos, seguir a Cristo, la Vida que da Vida, cuidando la vida que da vida en este planeta.

Pablo O. Canziani es Investigador Principal CONICET. Integrante del equipo de autores del 4to Informe del Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático. Miembro fundador del Movimiento Laudato si y miembro de número de la Academia Argentina de Ciencias del Ambiente

No hay comentarios.

¿ QUIERE DEJAR UN COMENTARIO ?