Algunas premisas para una pneumatología en perspectiva indígena

Un simposio es un laboratorio, una “una especie de laboratorio cultural providencial”, que permite a la Iglesia seguir interpretando “la realidad que brota del acontecimiento de Jesucristo y que se alimenta de los dones de Sabiduría y de Ciencia, con los que el Espíritu Santo enriquece en diversas formas a todo el Pueblo de Dios: desde el sensus fidei fidelium hasta el magisterio de los Pastores, desde el carisma de los profetas hasta el de los doctores y teólogos.”[1]. En concreto, un simposio teológico es un espacio de encuentro, escucha y diálogo entre las diversas disciplinas, que abordan la realidad “desde distintas perspectivas y con diferentes metodologías”; de allí que toda investigación o búsqueda teológica supone “reconocer otras dimensiones de la realidad […] otras ciencias y saberes”, en modo tal de “conocer la realidad de manera más íntegra y plena”.[2]

En este horizonte se enmarca la propuesta de una pneumatología cristiana en perspectiva indígena, que redescubre constantemente la presencia del Creador en cada una de sus creaturas, en todo cuanto existe y vive.[3] En efecto, la cual, la Iglesia “proclama desde el principio su fe en el Espíritu Santo” como “Señor y dador de Vida”, Dominum et vivificantem (τὸ Κύριον, τὸ ζῳοποιόν), “aquél en el que el inescrutable Dios uno y trino se comunica a los hombres, constituyendo en ellos la fuente de vida eterna”[4].

Lo que sigue pretende insinuar, a modo de introducción, la pertinencia de las pneumatologías amerindias en su relación concreta con la creación, la cristología y el misterio trinitario.

1.            Las teologías amerindias hoy: “desaprender, aprender y reaprender” dejándose empujar por el Espíritu

La II Conferencia de obispos latinoamericanos reunida en Medellín (1968) insistió en el protagonismo especialmente del laicado, llamado a trabajar en la superación de los neocolonialismos externos y de los colonialismos internos, a partir de una propuesta teológica autocrítica, profética y liberadora desde los pobres y excluidos.[5] Casi cuarenta años después, Aparecida (2007) constata todavía que “permanece aún en los imaginarios colectivos una mentalidad colonial con respecto a los pueblos originarios y afroamericanos”[6]. De allí la urgencia de “descolonizar las mentes, el conocimiento, recuperar la memoria histórica, fortalecer espacios y relaciones interculturales”[7] en todos los ámbitos tanto relacionales y socioculturales como también en lo específicamente teológico. Respecto a esto último, la descolonización de la teología, hay quienes piensan –y no sin razón– que uno de los desafíos es el epistémico, lo cual supone “saber situarse en un nuevo espacio, desde donde, y como locus enuntiationis y hermenéutico original”, lo que llevaría paulatinamente a “rehacer toda la teología”[8]. Se trataría entonces de una “conversión epistemológica”, “volvernos ‘epistemológicamente desobedientes’ también en la teología”[9], en un proceso de permanente conversión integral, espiritual, aprendiendo de las sabidurías de los diversos pueblos, entre ellos los indígenas. En otras palabras, urge “una conversión teológica de los estudios bíblicos, de la misionología, de la cristología y de otros temas importantes”[10], una “desobediencia epistémica” para volver a practicar la “obediencia evangélica”, en diálogo no sólo con biblistas y teólogas/os sino también con quienes buscan en modo serio la única Verdad desde otras miradas y pertenencias.

Afro-Indo-Latinoamérica y el Caribe, precisamente después de Medellín, tiene experiencias teológicas muy valiosas y originales que han colocado en el centro el caminar de los pueblos –sobre todo marginados o “descartados” en sus diversas expresiones– buscando así responder a los “signos de la época”[11] o de los tiempos, que son signos del Espíritu, para favorecer la vida en todas sus dimensiones. En este contexto surgen las teologías amerindias, llamadas, según Eleazar López, a “dar razón” de la “esperanza milenaria” de los pueblos indígenas, en cuanto “momento segundo” que buscan compartir a las/os demás los gozos y esperanzas, así como las espiritualidades y místicas de los pueblos que luchan sin cesar por una vida digna y armoniosa;[12] en cuanto “discurso reflexivo” buscan acompañar los procesos indígenas desde sus propias comunidades, necesitando para ello de instrumentos teóricos, críticos, dialogales y propositivos, que ayuden a las herramientas clásicas.

En este caminar teológico, es urgente tomar en serio lo que señalaba el Instrumentum laboris del Sínodo panamazónico (2019): “Dado que todavía persiste una mentalidad colonial y patriarcal, es necesario profundizar un proceso de conversión y reconciliación”[13], que “implica desaprender, aprender y reaprender” modelos, esquemas, estilos de vida, poco acordes tanto a las sabias y ancestrales tradiciones indígenas como a la espiritualidad fundante de Jesús de Nazaret y del cristianismo primitivo; de allí la necesidad de “una mirada crítica y autocrítica que nos permita identificar aquello que necesitamos desaprender, aquello que daña a la Casa Común y a sus pueblos”[14]. En el campo teológico amerindio, se requiere continuar con el camino posconciliar latinoamericano y caribeño para “desenmascarar las nuevas formas de colonialismo”[15], internos y externos, civiles y eclesiásticos; colonialismos neo-extractivistas y depredadores en sus múltiples facetas, también digitales. Son “las nuevas formas de colonización cultural”[16] que invaden y arrasan a los pueblos.

En este contexto, las teologías amerindias se colocan en sintonía (auto)crítica con las teologías poscoloniales o descoloniales, que persiguen un triple objetivo:

  1. “desenmascarar la complicidad de la teología con las relaciones coloniales en la historia y el presente”;
  2. “elaborar herramientas teológicas que ayudan a defenderse de la hegemonía epistemológica de la cultura dominante”;
  3. “poner su producción teológica al servicio de los subalternos y elaborarla en diálogo con ellos mismos”.[17]

Avanzar por nuevos caminos requiere dejarse “empujar” por el Espíritu, como el mismo Jesús de Nazaret (Mc 1,12), o, como recuerda el Papa Francisco, una plena “confianza en el Espíritu Santo”, que “no es meramente pasiva, sino activa y creativa. Implica ofrecerse como instrumento (cf. Rm 12,1), con todas las propias capacidades, para que puedan ser utilizadas por Dios”[18]. En efecto, si “el Señor quiere usarnos como seres vivos, libres y creativos, que se dejan penetrar por su Palabra antes de transmitirla” (EG 151), toda/o teóloga/o está llamada/o a dejarse guiar y compenetrar por la creatividad del Espíritu Santo. Es necesario crecer en la fides qua que sostiene a los pueblos más desfavorecidos, pero que, dejándose guiar y conducir por la Rūaḥ, viven la experiencia de encuentro kenótico-salvífico-sanante con el Kyrios, el Hijo de Dios vivo.

2.            “Y un viento de Dios aleteaba por encima de las aguas”: la creación subsiste y tiene consistencia por/en la Rūaḥ divina

Juan Pablo II identifica el inicio de la “nueva comunicación salvífica por el Espíritu Santo” (DVi 11) después de Jesús “con el misterio de la creación”: “En el principio creó Dios los cielos y la tierra […] y el Espíritu de Dios (wə-rūaḥ ’ĕlōhîm, אֱלֹהִ֔ים וְר֣וּחַ) aleteaba (mə-raḥep̄eṯ, מְרַחֶ֖פֶת) por encima de las aguas” (Gn 1,1-2). Como señalan diversos estudios, la Rūaḥ tendría al menos cuatro acepciones, “soplo y viento, fuerza viva personificada, fuerza viva en el hombre y fuerza viva de Dios”[19]. En efecto, es “el espacio vital que Dios posee” (cf. Gn 6,3) y del que participa y en el que permanece el ser humano mientras vive; es también acción, misterio y “fuerza vital” intensiva que se expresa en lo psicológico, físico, cósmico y teológico[20]. A propósito de la Rūaḥ cósmica, “se habla de las cuatro ruah del mundo, que son los cuatro puntos cardinales (Ez 37,9; 1Cr 9,24), siguiendo una expresión de origen babilónico”; es más, “en Ezequiel, ese Espíritu sigue siendo el que anima al Universo en todos sus rincones”, es decir, en todo cuanto existe, como bien queda expresado en el capítulo 1, donde “las ruedas o esferas cósmicas que van y vienen en sentido recto ante ellas, por las cuatro direcciones del cielo no son pura materia, ya que están llamadas por la ruah (1,20s)”[21]. Por tanto, si la Rūaḥ está presente en cada singularidad particular de la creación, le toca al ser humano vivir en relación o conexión profunda e integral con su entorno, escuchando y sintonizando con todas las voces que son presencia y revelan lo divino (pues todo vive) en la multiplicidad de sus expresiones.

Aquí conviene recordar el papel del ser humano en la creación originaria. Así, como bien señala el Papa Francisco, se han de “leer los textos bíblicos en su contexto, con una hermenéutica adecuada”, recordando “que nos invitan a «labrar y cuidar» el jardín del mundo (cf. Gn 2,15)”: “Mientras «labrar» significa cultivar, arar o trabajar, «cuidar» significa proteger, custodiar, preservar, guardar, vigilar”. De allí la “relación de reciprocidad responsable entre el ser humano y la naturaleza”.[22] Por tanto, hablar de vida, relaciones, acciones, actitudes, interioridad, espiritualidad, y todo el complejo mundo del ser humano, tendrá razón de ser y sentido profundo si él mismo reconoce, vive y es consecuente con su vocación originaria de ser tierra, pues “nosotros mismos somos tierra”: “Dios (’ĕlōhîm, אֱלֹהִ֜ים) formó al ser humano (hā-’āḏām, הָֽאָדָ֗ם) con polvo del suelo (hā-’ăḏāmāh, הָ֣אֲדָמָ֔ה)” (Gn 2,7; LS 2). Por tanto, la tierra “nos precede y nos ha sido dada” (LS 67): el ser humano debe asumir el compromiso de “labrar y cuidar” la creación, que es el espacio, entorno o ambiente donde la vitalidad y creatividad de la Rūaḥ es permanentemente muy activa.

Es muy significativa la imagen del soplo del Espíritu que da vida a los huesos secos: “infundiré mi espíritu en vosotros” (Ez 37,14). De modo que la Rūaḥ creadora no sólo genera o da vida o la aumenta, protege o acompaña, “sino que da la vida a los muertos, hace pasar de la muerte a la vida, genera esperanza cuando aparentemente todo es muerte y ya no hay esperanza”[23]. Es una Rūaḥ que desde el reverso de la historia y del cosmos y en situaciones críticas de salud, depredación, extractivismo, violencia y exterminio de las creaturas, sigue creando y criando vida en y desde los espacios marginales del mismo cosmos que “gime y sufre dolores de parto” (Rom 8,22) y que espera ser reconocido como creación redimida.

En la tradición cristiana, y a pesar del contexto de “cristiandad”, la Rūaḥ creadora está presente en los himnos medievales Veni creator Spiritus (s. IX) y Veni Sancte Spiritus (s. XIII), si bien con una carga muy intimista, que relega la dimensión relacional, social y cósmica. No obstante, este último himno llama al Espíritu “padre de los pobres”, que desde el punto de vista latinoamericano y amerindio, se comprende no sólo como “padre materno” o “madre paterna” de los pobres en relación con los pequeños y la gente sencilla expresada en la exultación mesiánica de Jesús (nepioi, cf. Mt 11,25-27)[24], sino como madre-padre de todas y cada una las creaturas, simbolizadas en la expresión de San Francisco de Asís retomada por Francisco de Roma: “hermana nuestra madre tierra” (San Francisco de Asís; LS 1). Por tanto, la fuerza vital de la Rūaḥ materna-paterna creadora se expresa en lo sencillo, pequeño, humilde o descartado; es decir, en lo kenótico de las creaturas y de todo el cosmos.

A partir de lo expuesto, es posible comprender la relación entre Espíritu Santo y “misterio de la creación”, una creación que, según Juan Pablo II, no sólo “da la existencia” al cosmos, sino que va más allá: es “presencia del Espíritu de Dios en la creación”, es decir, la comunicación de Dios en cada una de sus criaturas (DVi 12). En otras palabras, el cosmos está llamado no sólo a existir[25] en modo precario, derivado, dependiente o sumiso ante una realidad que le pudiera sobrepasar, sino que, por vocación, debe subsistir[26], es decir, ser creación (que reconoce a un/a Creador-Creadora), existir con fundamento, vivir con sentido, e inclusive resistir todo aquello que le impide una vivencia plena y auténtica. En términos teológicos, el cosmos-creación está llamado/a a manifestar y revelar aquella Presencia divina que le otorga subsistencia, para así adquirir una verdadera consistencia[27], es decir, establecerse en modo permanente siempre junto a, en relación con y en armonía intrínseca con su entorno. Este paso de la existencia a la subsistencia es posible por la “presencia del Espíritu de Dios en la creación” (DVi 12), es decir, por la Rūaḥ, que –en términos cristianos– otorga consistencia crística (Teilhard de Chardin) al cosmos para que llegue a ser creación. Se trata por tanto de una consistencia creatural que supera todo tiempo y espacio.

Dicho lo anterior, es claro que la historia de la salvación comienza con la creación, pues Dios crea para salvar o dar vida a todos y a cada uno de los seres vivos, “igualmente de todos y concretamente de todos”[28]. Dado que el ser humano es intrínseca y eminentemente relacional, la salvación histórica de Dios en el mundo pasa o se manifiesta no sólo en determinadas expresiones culturales (mitos, ritos, organización y ethos propios), sino también en las demás expresiones creaturales (otros seres vivientes, signos y símbolos cósmicos) con quien el ser vivo se encuentra en sus espacios cotidianos. Esta salvación-sanación de Dios es posible por acción continuada y creativa de la misma Rūaḥ divina que ha acompañado desde sus inicios todo el proceso cósmico en el cual se inserta el ser humano.

En tal sentido, las pneumatologías abyayalenses, en fidelidad a las tradiciones milenarias de los pueblos originarios, buscan recoger, discernir y explicitar aquellas expresiones vividas de la misma Rūaḥ (en sus diversos nombres) sobre todo –pero no solamente– en dichos pueblos, pues estas teologías reconocen la Presencia Vital (del Espíritu) en las dimensiones relacionales creaturales-cósmicas, muchas veces relegadas o no suficientemente valoradas por otras teologías cristianas. Entre tales expresiones se pueden señalar: el carácter profundamente relacional, interpenetrado (perijorético) y convergente del Misterio Divino; la preeminencia del Espíritu como “fuerza vital” especialmente femenina dialogal (Rūaḥ, Sophia…), que acompaña los procesos humano-cósmicos de los pueblos; la atención a los signos y símbolos creaturales que manifiestan la “revelación progresiva” del Misterio más allá de los loci theologici convencionales; la consistencia crística de la realidad (en sus diversos nombres), considerada como mediación, puente, “punto arquimédico” (Romano Guardini), chakana (teología andina)…

3.            Rūaḥ como Sophia: un arquetipo agápico femenino de lo creado

Conviene recordar el género femenino de la raíz semítica rūaḥ, que después se masculinizará casi totalmente: πνεῦμα (griego, neutro), spiritus (latín, masculino). Según la biblia hebrea, es “espíritu de sabiduría”, “rūaḥ ḥāḵmāh, ר֧וּחַ חָכְמָ֣ה” (Is 11,2). En los libros deuterocanónicos, escritos en griego, la Rūaḥ adquiere una personificación femenina en la Sophia: “La sabiduría es un espíritu filántropo” (φιλάνθρωπον γὰρ πνεῦμα σοφία, Sab 1,6); “el espíritu del Señor llena la tierra” (πνεῦμα κυρίου πεπλήρωκεν τὴν οἰκουμένην, Sab 1,7; DVi 54); “tú eres amigo de la vida” (δέσποτα φιλóψυχε, Sab 11,26). A propósito de la Sophia, la Patrística identificó la Sabiduría divina no sólo con el Verbo (cf. 1Cor 1,24: “Cristo, fuerza de Dios y Sabiduría de Dios”) sino también con el Espíritu Santo[29], un tema estudiado por la teología ortodoxa. En todo caso, la misión ad extra de la Rūaḥ sofiánica sería la de acompañar, liberar y dar vida al pueblo en situaciones difíciles y de muerte.

En esta línea de identificación de la Sabiduría con el Espíritu Santo, el teólogo ortodoxo Serguei Bulgákov, a partir de algunos textos bíblicos que hablan del “espíritu” de Sabiduría (Sb 1,5; 7, 22; 9,7; 24; Sir 1,8; Sal 104,24) y en sintonía con San Atanasio, interpreta Prov 8,22-31 (“Yhwh me creó”) no sólo en relación a “la Divinidad del Verbo ni a su origen eterno del Padre, sino a su Humanidad y a su Economía”[30]. De allí que se pueda fundamentar la distinción entre Sabiduría engendrada y Sabiduría creada, pero en relación con Dios Uni-Trino, Tri-Uno. En efecto, Bulgakóv lee Prov 8,22-31 en clave o alusión trinitaria; así la Sophia está estrechamente vinculada a las tres divinas personas: ella es “como Arquetipo de lo creado que contiene los prototipos o paradigmas de las cosas en Dios”; o, en términos platónicos, sería “el alma del mundo, es decir, el principio que vincula y organiza su multiplicidad”.[31]

Otro autor, Vladimir Solov’ëv, a partir de los libros sapienciales y San Pablo, considera la Sophia “un elemento esencial de la divinidad, aunque no sea una divinidad […] es el mundo eterno de Dios, el todo en la unidad”, pues el mismo Dios es “unidad total” que incluye e integra “la multiplicidad de ideas sustanciales, potencias o fuerzas” [32]. Según Solov’ëv, la Sophia es “la humanidad ideal, perfecta, contenida eternamente en la entidad completa, en Cristo”[33]; una humanidad ideal que incluye todas las particularidades vivas, al sintetizar todo cuanto existe en la unitotalidad o todounidad que se manifiesta como amor. Habla de un “conocimiento integral” no restringido a la razón, que culmina en la todounidad, entendida como aquella relación orgánica-espiritual-inclusiva, donde todos los miembros y sus elementos están intrínsecamente compenetrados[34]. La Sophia permite al ser humano ser “místico” y apasionado en su despliegue, relaciones y experiencias profundas con los demás organismos vivientes y así “reconducirlos a la unitotalidad”.

En otras palabras, para Solov’ëv, la Sophia le permite al ser humano encarnar en su vida el “principio agápico”, que es “divino-humano”[35], para superar todo dualismo y así avanzar en la liberación interior e integradora de todas sus dimensiones. Este principio agápico encarnacional hace teológicamente posible tal interrelación unitiva, pero no sólo por la vía del conocimiento racional-conceptual, pues incorpora la esfera creativa de la belleza, que es “encarnación del principio teúrgico religioso todounitivo”[36], un principio que comprende todas las dimensiones del ser humano en relación con su entorno. En definitiva, el arquetipo agápico, denominado por Solov’ëv principio teúrgico crístico de la todounidad, invita a experimentar la experiencia integral de la vida humana-divina-cósmica, más allá de todo dualismo. Es el presupuesto y camino para una verdadera experiencia espiritual y mística.

A manera de síntesis, lo eterno sofiánico se realiza, despliega y profundiza en lo histórico-cósmico; y, por tanto, existe una estrecha vinculación con la Rūaḥ creadora. Esta relación RūaḥSophia, como un fundamento de todo cuanto existe, permite comprender –desde la tradición cristiana–, por una parte, la omnipresencia del Espíritu que sigue creando y criando vida entre los pueblos y, por otra, el estilo articulador e interrelacional marcadamente femenino de tal Presencia. Todo ello tiene su impacto en la fundamentación, articulación e inserción de las teologías amerindias en el abanico de las teologías cristianas históricas y contemporáneas.

4.            El “otro Paráclito”, el Espíritu de la verdad, conduce al “primer Paráclito”: consistencia crística de todo lo creado

Como se ha recordado, en el Génesis la rūaḥ ’ĕlōhîm (Gn 1,2) aparece como “viento” o “soplo” de Dios, un “soplo vital”. En otro texto bíblico, Isaías 11,1-3, el Espíritu aparece no sólo como “aliento carismático” sino “como persona y como don, don para la persona” (DVi 15), para la persona del Mesías, aunque se mantenga una rūaḥ “totalmente «escondida»: escondida en la revelación del único Dios, así como también en el anuncio del futuro Mesías” (DVi 17). Desde una lectura cristiana, el “desvelamiento” del anuncio de Isaías se realiza en Jesús de Nazaret, quien “viene por el Espíritu Santo y lo trae como don propio de su misma persona, para comunicarlo a través de su humanidad”; así Jesús revela “de una manera nueva y más plena” al mismo Espíritu, quien “es no sólo el don a la persona (a la persona del Mesías), sino que es una Persona-don” (DVi 22). En efecto, “por el Espíritu Santo Dios «existe» como don”; el Espíritu es “la expresión personal” del amor trinitario: “Es Persona-amor. […] amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivus) toda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación” (DVi 10).

El Espíritu hace posible el desborde de Amor de Dios en el Hijo, que vino al mundo para que la humanidad tenga vida plena, auténtica, eterna (Jn 3,16; 10,10); pero a su vez el Hijo “trae”, es decir, “revela” en plenitud la Persona-don, o la donación de Amor por excelencia, el Espíritu Santo. El Resucitado hace posible el “nuevo inicio” o la “nueva creación” al donar a sus discípulas/os su Espíritu de Vida, que “viene para quedarse desde el día de Pentecostés con los Apóstoles, para estar con la Iglesia y en la Iglesia y, por medio de ella, en el mundo” (DVi 14).

Antes de su “partida”, Jesús anuncia que enviará “«otro Paráclito», el cual, siendo el Espíritu de la verdad”, “enseñará” (Jn 16,14), “recordará”, “dará testimonio” y “guiará a los apóstoles y a la Iglesia «hacia la verdad completa» (Jn 16,13)” (DVi 22 y 27). Existe, por tanto, una relación íntima entre el Espíritu Santo y Cristo mismo en la economía de la salvación, pues el Espíritu actúa como “otro Paráclito” (ἄλλον παράκλητον: Jn 14,16), siendo Cristo el “primer Paráclito” (DVi 3, cf. 1Jn 2,1: ἐάν τις ἁμάρτῃ, παράκλητον ἔχομεν πρὸς τὸν πατέρα Ἰησοῦν Χριστὸν δίκαιον). Cuando se afirma que el “otro Paráclito” guiará a los apóstoles “hasta la verdad completa” (Jn 16,13), no sólo se refiere al “escándalo de la cruz”, sino “a todo lo que Cristo «hizo y enseñó»” (DVi 6) con su propio ejemplo, es decir hacer presente la soberanía o Reino de Dios en todas y cada de las creaturas. El Espíritu hizo posible la misión ad extra del Hijo, Jesús de Nazaret, “curar y perdonar”: “Las numerosas curaciones demuestran su gran compasión ante la miseria humana, pero significan también que en el Reino ya no habrá enfermedades ni sufrimientos y que su misión, desde el principio, tiende a liberar de todo ello a las personas”[37]; su misión es la sanación integral de todo desarmonía y desencuentro en las creaturas. De este modo, revela un Dios “sensible a las necesidades, a los sufrimientos […] un Padre amoroso y lleno de compasión, que perdona y concede gratuitamente las gracias pedidas”[38].

Si en la vida de Jesús, las curaciones expresan la llamada a la salvación-sanación integral de todo pecado o desarmonía, él mismo es el verdadero Taumaturgo, Chamán o Curandero de Nazaret, que vino al mundo para que todos tuvieran vida plena (Jn 10,10). Si lo que “hizo y enseñó” fue posible porque el mismo Espíritu Santo estaba con él, también las generaciones posteriores están llamadas a reconocer, discernir y vivir como él: “aceptar con fe y confesar con lealtad el misterio de Dios operante en la historia” (DVi 6), una historia creatural, humano-cósmica. En efecto, “la suprema y completa autorrevelación de Dios, que se ha realizado en Cristo, atestiguada por la predicación de los Apóstoles, sigue manifestándose en la Iglesia mediante la misión del Paráclito invisible, el Espíritu de la verdad” (DVi 7, subrayado nuestro).

Esta autorrevelación de Dios en Cristo por mediación de la RūaḥPneuma es continua y permanente, y hay que “descubrirla” en toda la creación, pues “ninguna criatura queda fuera de esta manifestación de Dios”, como ya lo decía en su momento Juan Pablo II y lo recuerda Francisco: “junto a la Revelación propiamente dicha, contenida en la sagrada Escritura, se da una manifestación divina cuando brilla el sol y cuando cae la noche»” (LS 85). Sin ahondar en la distinción revelación-manifestación, es evidente que la misión del Espíritu Santo es justamente hacer emerger o explicitar el misterio Cristo en todo lo creado y en cada criatura. Es tarea de la comunidad cristiana evidenciar concretamente tal presencia crística en su realidad existencial-relacional-cósmica. Todo ello tiene su fundamento bíblico-teológico en aquel Pneuma que “sopla donde quiere” (Jn 3,8) y que “obraba ya, sin duda, en el mundo antes de que Cristo fuera glorificado”[39], permitiendo así a toda criatura asociarse al misterio pascual “en la forma sólo de Dios conocida” (GS 22). Esto es reafirmado por Juan Pablo II al recordar “toda la acción del Espíritu Santo aún antes de Cristo: desde el principio, en todo el mundo […] en todo lugar y tiempo, más aún, en cada hombre […] la gracia lleva consigo una característica cristológica y a la vez pneumatológica” (DVi 53). A propósito, el documento Diálogo y Anuncio (1991) va aún más allá al afirmar con claridad la acción universal del Espíritu Santo, que tiene una “presencia activa […] en la vida religiosa de los miembros de las otras tradiciones religiosas”[40], quienes “a través de la práctica de lo que es bueno en sus propias tradiciones religiosas y siguiendo los dictámenes de su conciencia […] responden positivamente a la invitación de Dios y reciben la salvación en Jesucristo, aun cuando no lo reconozcan como su salvador (cf. AG 3, 9 y 11)”[41]. Si esto es posible para miembros de otras tradiciones religiosas, que no conocen a explícitamente a Cristo, ¿cuánto más para los pueblos originarios de Abya Yala, históricamente relegados, pero que experiencial y comunitariamente han vivido y celebrado un cristianismo particular, auténtico, desde sus propios símbolos religiosos y tradiciones culturales?

En efecto, si “una mirada de fe sobre la realidad no puede dejar de reconocer lo que siembra el Espíritu Santo”, cuya acción es “libre y generosa” y, a pesar del propio pecado y en medio de las dramáticas situaciones que viven los pueblos originarios, corresponde a las teologías amerindias investigar y discernir no sólo los “valores” o “semillas del Verbo” presentes en tales pueblos, sino “una auténtica fe católica con modos propios de expresión y de pertenencia a la Iglesia” (EG 68, subrayado nuestro)[42]. Es preciso seguir trabajando en la identificación y profundización de los signos y símbolos socioculturales y religiosos propios, los cuales, después de un profundo discernimiento teológico comunitario-eclesial-sinodal, pueden ser considerados como presencia del misterio de Cristo en los pueblos y culturas indígenas[43]. Ya en su momento el teólogo aymara Domingo Llanque, afirmaba que se podían reconocer los frutos de la Rūaḥ “en los signos de vida, en las aspiraciones más profundas de la humanidad: actúa a partir del rol de la mujer en la familia; empuja al creyente a confirmar las obras de vida que se van realizando en favor del pueblo”[44]. O, en palabras de María José Caram, tales frutos o signos estarían latentes “en su vida cotidiana, en sus comunidades y organizaciones, en sus luchas por el reconocimiento de su dignidad, en los intentos de afirmación de la propia identidad, en la recuperación de su memoria histórica, en sus prácticas religiosas”[45].

Volviendo a la expresión bíblica joánica del “otro Paráclito” que enseña, recuerda, da testimonio y guía a las/os discípulas/os-apóstoles “hacia la verdad completa” (Jn 16,13), desde lo teológico-clásico, hay que sostener la unidad del plan de salvación-sanación de Dios, cuya revelación –gracias a la Rūaḥ-Sophia-Pneuma– adquiere un sentido definitivo y último en el evento Jesucristo (encarnación, vida terrena, misterio pascual), que representa la “clave interpretativa”[46] del plan de salvación. La economía del Espíritu converge con la economía del Hijo y viceversa. Es una reciprocidad convergente entre pneumatología y cristología, que las teologías amerindias toman muy en serio, porque representa uno de los horcones o pilares fundantes de la consistencia existencial y relacional de los pueblos; al mismo tiempo, sin embargo, las comunidades indígenas siguen redescubriendo, releyendo y profundizando en sus experiencias cotidianas la presencia vital del Hijo de Dios vivo, Cristo Jesús, que se comparten generalmente en significantes y ropajes muy diversos a las imágenes del Cristo históricamente traído por los misioneros.

5.            “Gloria al Padre por medio del Hijo en el Espíritu Santo”: “Mística indígena de la interconexión e interdependencia de todo lo creado”

Las teologías amerindias, como toda teología cristiana, son teologías trinitarias, que –en sus diversos lenguajes, estilos y nombres divinos– convergen en la glorificación de Dios Uni-Trino, Tri-Uno. ¿Cómo experimentar a ese Dios uni-trinitario? ¿Cómo acercarse desde los estilos, sensibilidades y lógicas indígenas? ¿En qué medida la variada y múltiple tradición cristiana se ha aproximado a las espiritualidades de los pueblos originarios?

Aquí no se pretende responder a estas y otras muchas interrogantes, simplemente señalar algunos posibles puntos de convergencia entre la milenaria tradición teológica cristiana y la también milenaria espiritualidad amerindia. Ya en su tiempo el Pseudo Dionisio Aeropagita se refería a la “teología negativa” como la vía más apropiada para un conocimiento experiencial o senti-pensante, de Dios; “más exacto es decir lo que Dios no es que lo que Dios es”; es la subida al Monte, en silencio, para contemplar al Misterio Inefable: “cuando uno intenta subir desde las cosas de abajo hasta lo Sumo, a medida que sube comienzan a faltarle las palabras y cuando ha terminado ya la subida se quedará totalmente sin palabras y se unirá completamente con el Inefable”[47]. La teología negativa no excluye la teología afirmativa (“bajar del Monte: explicar la revelación”), pues “la Causa, que está por encima de toda negación o afirmación, existe mucho antes y trasciende toda privación”[48]; no obstante, es la vía preferida para el encuentro con Dios, pues quien renuncia o relega a un segundo plano todo conocimiento racional especulativo, “queda unido en la parte más noble de su ser con Aquel que es totalmente incognosci­ble y por el hecho de no conocer nada, entiende por encima de toda inteligencia”[49]. En esta misma línea, según Juan Escoto Eriúgena (815-877), Dios es la causa omnium, a la vez “el que corre” y “el que ve”, movimiento estable y estado móvil; Dios al crear o, mejor dicho, al manifestarse, permite que podamos saber que existe (quia est), pero nunca qué es (quid est), al ser incognoscible por medio de la razón.[50] En otras palabras, las teofanías en todo lo creado, que para Eriúgena es un solo cuerpo lleno de vida propia, expresan lo inexpresable: la subida a Dios. De allí que la vía para acercarse a Dios sea la profunda experiencia interior, espiritual y mística de su existencia, que se vive en modo integral en lo cotidiano de todo lo creado. Este Dios es ciertamente Uni-Trino, Tri-Uno, como fue bien expresado por el mismo Pseudo Dionisio: “el Uno, el incognoscible, el supraesencial, el bien mismo, lo que es realmente, que nombro Uno y Trino, que es igual­ mente Dios y Bien, no nos es posible ni hablar de El ni com­prenderlo”[51]; “la Deidad es a la vez Unidad y Una en tres Personas”[52].

Desde la experiencia de los pueblos originarios, la vía negativa apofática de acceso a Dios es eminentemente relacional, comunitario-cósmico y celebrativo. Muchos pueblos viven todavía una convergencia existencial en todas las dimensiones humano-cósmicas, que obviamente se expresa también en sus relaciones con lo sagrado y con el Misterio divino, pues todo está relacionado e interconectado. Por tanto, para comprender desde dentro las espiritualidades –y la mística– indígenas, se precisa una actitud también simbólica, integradora, abierta y convergente. De modo que las teologías indígenas-cristianas, en fidelidad a la sabia tradición de sus propias/os ancestras/os y abuelas/os (sean del mismo pueblo o de otros), han de ser también simbólicas, espirituales y místicas.

Como se ha afirmado en otros escritos, la mística indígena es “mística de la experiencia” y no es exclusiva de un grupo de creyentes privilegiados ni, menos aún, se reduce a algunos modos particulares de expresión; tiene relación con la “mística popular”[53]. Al respecto, según Eleazar López, la religión popular “es primeramente obra de nuestras abuelas y abuelos indígenas”[54], cuya cosmovivencia ancestral habría marcado la estructura profunda de lo popular latinoamericano. En otras palabras, aquella experiencia unitiva, interior, inmediata, relacional y cósmica de armonía con el Misterio se expresa en diversos y múltiples modos, y de ninguna manera privilegia la racionalidad conceptual, como en la tradición europea occidental dominante. Por tanto, en sintonía con lo expresado antes, se podría decir que la mística amerindia enfatiza la experiencia de la Rūaḥ creadora, que se manifiesta en los “detalles” de la creación, donde el Hijo mismo está presente y vivo, y que confluye en el Misterio Último. No se trata tanto de “elevación” hacia “Algo” o “Alguien” fuera de sí, sino más bien de “profundización” interior, en lo cotidiano relacional, del Misterio Inefable, Incognoscible, Uno y Trino, Trino y Uno. En otras palabras, siguiendo a Juan Escoto Eriúgena, la corporeidad creacional llena de vida es el espacio pleno o la vía de acceso a la experiencia mística. En este sentido se podría entender al Papa Francisco y su insistencia en recuperar “la experiencia de los indígenas en su íntimo contacto con la naturaleza y estimular expresiones autóctonas en cantos, danzas, ritos, gestos y símbolos”[55], pues representan la vía concreta a una mística indígena fundamentalmente inclusiva, interrelacional y cósmica, centrada en “la interconexión e interdependencia de todo lo creado”[56]. El presupuesto cultural y teológico de esta vivencia es la inseparabilidad del ser humano de su entorno ambiental, como bien lo recordaba el mismo Francisco: “nosotros mismos somos tierra (cf. Gn 2,7)” (LS 2); “somos parte de ella [de la naturaleza] y estamos interpenetrados” (LS 139).

Precisamente, la vivencia consciente de toda la realidad creada, creatural, en clave de interpenetración e interrelación, es una auténtica experiencia perijorética del Misterio uni-trinitario, que a través de su manifestación ad extra permite el acceso al Misterio ad intra. Esta vivencia perijorética es un verdadero encuentro interior-relacional de envolvimiento e interpenetración con/en el Misterio Uni-Trino, que se sigue revelando en todo lo humano-cósmico creatural. En el caso indígena, el camino místico de profundización es uni-trinitario, pues se vive y experimenta la Presencia del Uno y Trino Inefable en la propia realidad cotidiana como retorno al mismo Uno y Trino inmanente. A propósito, según Karl Rahner, “la Trinidad dada en la historia de la salvación y de la revelación es la ‘inmanente’, porque en la autocomunicación de Dios a su creación por la gracia y la encarnación Dios se da y aparece realmente como es en sí”, es decir: “en la Trinidad económica de la historia de la salvación y revelación hemos experimentado ya la Trinidad inmanente en sí misma”[57]. Así el Misterio es vivido por los pueblos indígenas, como glorificación permanente del Creador en su creación o, mejor dicho, en sus creaturas vivientes. Y, por cierto, ¡todo vive!

Desde la teología patrística, esta fe trinitaria se expresa claramente en la doxología litúrgica que se conmemora en cada celebración eucarística, a partir de San Basilio: “gloria al Padre con el Hijo y con el Espíritu Santo” o “gloria al Padre, por medio del Hijo en el Espíritu Santo”[58]. Esta glorificación trinitaria se aprecia en la imagen de San Ireneo, donde aparece Dios con las dos manos, “el Hijo y el Espíritu, el Verbo y la Sabiduría”:

El Padre no tenía necesidad de los ángeles para hacer el mundo y modelar al hombre, en vista de quien fue hecho el mundo, y no estaba desprovisto de ayuda para la ordenación de las criaturas y la economía de los asuntos humanos. Al contrario, él poseía un ministerio de una riqueza inexpresable, asistido en todas las cosas por aquellos que son a la vez su progenitura y sus manos, a saber, el Hijo y el Espíritu, el Verbo y la Sabiduría[59].

Vuelve la relación Espíritu-Sabiduría, que representa un detalle muy importante en la percepción vivencial y espiritual de los pueblos indígenas y, por consiguiente, en las teologías amerindias, pues denota una dimensión particular de la pneumatología amerindia.

A modo de conclusión, la espiritualidad indígena tradicional vivida en plenitud se deja afectar por el Misterio con sus diversos Nombres. Así el cosmos, de extraño, genérico, exterior, se convierte en creación divina, donde el Misterio se revela como muy cercano, particular, interior. Se hace Presencia cotidiana, Alegría que acompaña, Ternura que cura, Sabiduría que cuida, Amor que protege y exige… Es en y desde esta experiencia que los pueblos indígenas viven la “mística de gratuidad que ama la vida como don, mística de admiración sagrada ante la naturaleza que nos desborda con tanta vida” (QA 73). Por eso, “hay mística en una hoja, en un camino, en el rocío, en el rostro del pobre”, pues el universo vive “en Dios, que lo llena todo” (LS 233).

Roberto Tomichá Charupá es Doctor en Misionología, Director del Instituto de Misionología de Cochabamba


[1] Francisco, Constitución apostólica Veritatis gaudium sobre las universidades y facultades eclesiásticas (27.12.2017), n. 3. Salvo indicaciones contrarias, todas las referencias a los documentos oficiales de la Iglesia (Concilio Vaticano II, magisterio ordinario, preparaciones a los sínodos, entre otros) han sido consultados en el portal web vatican.va en octubre de 2020. Este artículo fue presentado en el I Simposio virtual de Teología India, organizado por el CELAM desde Bogotá del 21 al 25 de septiembre de 2020 y publicado por AELAPI-Tomichá Roberto Charupá et al. (eds.), La acción del Espíritu en los pueblos indígenas, Cochabamba: Itinerarios, 2021, pp. 307-328.

[2] Francisco, Carta encíclica Fratelli tutti sobre la fraternidad y la amistad social (03.10.2020), n. 204.

[3] Este artículo complementa un texto anterior sobre el mismo tema: Roberto Tomichá Charupá, “Diez consideraciones para una pneumatología cristiana en perspectiva indígena”, Revista Teología, tomo LVI, n. 129 (agosto 2019) 117-151.

[4] Juan Pablo II, Carta encíclica Dominum et vivificantem sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo (18.05.1986), n. 1. En adelante en el mismo texto: DVi.

[5] Cf. II Conferencia General del Episcopado latinoamericano (Medellín, 24 de agosto-06 de septiembre de 1968); Documento final aprobado por el Papa Pablo VI el 4 de octubre de 1968; I. Justicia, 13; II. Paz, 2, 8; X. Laicos, 2; consultado en la red: http://celam.org/conferencias_medellin.php (09.10.2020).

[6] Documento Conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado latinoamericano y del Caribe (Aparecida, 13-31 de mayo de 2007); cuarta redacción inédita; texto no oficial aprobado por los obispos el 31 de marzo de 2007, n. 96.

[7] Documento Conclusivo de la V Conferencia General del Episcopado latinoamericano y del Caribe (Aparecida, 13-31 de mayo de 2007); texto oficial aprobado por el Papa Benedicto XVI (29.07.2007), n. 96; consultado en http://celam.org/conferencias_aparecida.php (09.10.2020).

[8] Dussel Enrique, “Descolonización epistemológica de la teología”, Concilium 350/2 (2013) 191-202, aquí 202.

[9] Silber Stefan, Poscolonialismo. Introducción a los estudios y a las teologías poscoloniales, Cochabamba: Itinerarios-CMMAL, 2018: 19, 139, 140.

[10] Ibíd., 94-95.

[11]  Concilio Vaticano II, Constitución pastoral Gaudium et spes sobre la Iglesia en el mundo actual (Roma, en San Pedro, 7 de diciembre de 1965), nn. 4.11. En adelante en el mismo texto: GS.

[12] López Eleazar, Teología india hoy, en: AELAPI, Teología India. Primer encuentro taller latinoamericano, México: CENAMI-Abya Yala, 1991, 7.

[13] Secretaría General del Sínodo de los obispos, Instrumentum laboris de la Asamblea Especial para la Región Panamazónica del Sínodo de los Obispos (6-27 de octubre de 2019), n. 117).

[14] Ibíd., n. 102.

[15] Ibíd., n. 104a.

[16] Francisco, Constitución apostólica Veritatis gaudium sobre las universidades y facultades eclesiásticas, n. 14.

[17] Silber Stefan, Poscolonialismo. Introducción a los estudios y a las teologías poscoloniales, 2018, 95.

[18] Francisco, Exhortación apostólica Evangelii gaudium sobre el anuncio del evangelio en el mundo actual (24.11.2013), n. 145. En adelante en el mismo texto: EG.

[19] Caram María José, El Espíritu en el mundo andino. Una pneumatología desde los Andes, Cochabamba: EVD-ILAMIS, 2008, 34.

[20] Cazelles Henri, “Espíritu y Ruah en el Antiguo Testamento”, El Espíritu Santo en la Biblia. Cuadernos bíblicos 52, Estella (Navarra): EVD, 23-24; Víctor Codina, No extingáis el Espíritu (1Ts 5,19). Una iniciación a la Pneumatología, Santander: Sal Terrae, 2008, 44.

[21] Ibíd.

[22] Francisco, Carta encíclica Laudato si’ sobre el cuidado de la casa común (24.05.2015), n. 67. En adelante: LS.

[23] Codina Víctor, El Espíritu del Señor actúa desde abajo, Maliaño (Cantabria): Sal Terrae, 2015, 54.

[24] Codina Víctor, El Espíritu del Señor actúa desde abajo, Maliaño (Cantabria): Sal Terrae, 2015, 58-59, 88.

[25] Del latín exsistere (aparecer, emerger, nacer, ser), compuesta del prefijo ex– (hacia fuera) y el verbo sistere (tomar posición, estar fijo, colocar), cf. red.

[26] Del latín subsistere (‘detenerse’, ‘hacer alto’) y sistere, cf. red.

[27] Del latín consistire, prefijo con– (todo, junto) y sistere (establecer, estar fijo), red.

[28] Dupuis Jacques, Alle frontiere del dialogo. Religioni, chiesa e salvezza dei popoli. Inediti, a cura di Giorgio Bernardelli, Verona; EMI, 2018, 29.

[29] San Ireneo, Adversus Haereses IV,20,1; Teófilo de Antioquía, Ad Autolicum II,10.

[30] Eymar Carlos, “La espiritualidad sofiánica de Serguei Bulgákov”, Revista de Espiritualidad 73 (2014), 217-244, aquí 225.

[31] Ibíd., 226 y 227.

[32] Ibíd., 229.

[33] Soloviev Vladimir, Teohumanidad. Conferencias sobre filosofía de la religión, Salamanca: Sígueme, 2006, 149.

[34] Rupnik Marko Ivan, L’arte. Memoria della comunione, Roma, 1994, 19-20, nota 1.

[35] Rupnik Marko Ivan, Dall’esperienza alla sapienza. Profezia della vita religiosa, Roma: Lipa, 1996, 23.

[36] Según Solov’ëv, la teurgia es “la comunión con el mundo superior a través de la actividad creadora interior”; “es la primera unidad de la creatividad absorbida por la mística”, Rupnik Marko Ivan, L’arte. Memoria della comunione, Roma: Lipa, 1994, 20, nota 1.

[37] Juan Pablo II, Carta encíclica Redemptoris missio sobre la permanente validez del mandato misionero (07.12.1990), n. 14.

[38] Ibíd., n. 13.

[39] Concilio Vaticano II, Decreto ad gentes sobre la actividad misionera de la Iglesia (07.12.1965), n. 4.

[40] Pontificio Consejo para el Diálogo interreligioso y Congregación para la Evangelización de los Pueblos, Diálogo y Anuncio. Reflexiones y orientaciones sobre el diálogo interreligioso y el anuncio del Evangelio (Pentecostés, 19.05.1991), en: La Iglesia Misionera. Textos del Magisterio Pontificio, Madrid: BAC, 1994, 555-595, n. 28.

[41] Ibíd., nn. 28 y 29, subrayado nuestro. Según el mismo documento, “el Concilio reconoció abiertamente la presencia de valores positivos no sólo en la vida religiosa de cada uno de los creyentes de las otras tradiciones religiosas, sino también en las mismas tradiciones religiosas a las que pertenecen” (n. 17).

[42] Al respecto, se consulten otros estudios ya publicados o en proceso de edición.

[43] Dupuis Jacques, Alle frontiere del dialogo. Religioni, chiesa e salvezza dei popoli. Inediti, 2018, 45.

[44] Llanque Chana Domingo, Vida y Teología Andina, Cuzco: CBC-IDEA, 2004: 167.

[45] Caram María José, El Espíritu en el mundo andino. Una pneumatología desde los Andes, 2008, 19.

[46] Dupuis Jacques, Alle frontiere del dialogo. Religioni, chiesa e salvezza dei popoli. Inediti, 2018, 49.

[47] La teología mística, cap. III, en: Pseudo Dionisio Aeropagita, Obras completas; edición preparada por Teodoro H. Martín, Madrid: BAC, 2007 [2002], segunda reimpresión, p. 249-250; cf. p. 246, nota 2.

[48] Ibíd., cap. I, n. 2, p. 246.

[49] Ibíd., cap. I, n. 3, p. 247.

[50] Cf. Eriúgena; estudio preliminar, selección de textos y traducción de Ezequiel Ludueña, Ciudad autónoma de Buenos Aires: Galerna, 2016 [primera edición en formato digital], 74-80. 

[51] Los nombres de Dios, cap. I, n. 5, en Pseudo Dionisio Aeropagita, Obras completas, 10.

[52] La jerarquía celeste, cap. VII, n. 4, en Pseudo Dionisio Aeropagita, Obras completas, 133.

[53] Documento Conclusivo de Aparecida; texto oficial, n. 262. Cf. Jorge R. Seibold, “La mística popular en la ciudad”, Medellín 39/154 (2013) 169-194.

[54] López Hernández Eleazar, Teologías Indias en la Iglesia, Métodos y Propuestas, en: CELAM, Teología India. Emergencia indígena: desafío para la pastoral de la Iglesia; vol. I, Oaxaca, México, 21-26 de abril de 2002 (Bogotá, CELAM, 2006) 71.

[55] Francisco, Exhortación apostólica postsinodad Querida Amazonia (02.02.2020), n. 82.

[56] Francisco, Exhortación apostólica postsinodad Querida Amazonia (02.02.2020), n. 73.

[57] Rahner Karl, Curso fundamental sobre la fe. Introducción al concepto de cristianismo, Barcelona: Herder, 19985, 169 y 170. Sobre el axioma “la Trinidad ‘económica’ es la Trinidad ‘inmanente’, y a la inversa”, se vea: J. Zarazaga, Dios es comunión. El nuevo paradigma trinitario, Homenaje a Karl Rahner, 1904-2004, Salamanca: Secretariado trinitario, 2004, 127-167. Cf. Ladaria L.F., La Trinidad, misterio de comunión, Salamanca: Secretariado trinitario, 20133.

[58] San Basilio, El Espíritu Santo, 1,3.

[59] San Ireneo, Adversus Haereses IV,7,4; cf. II,25,1; II,30,9; IV,20,1.3.4; V,1,3; V,6,1; V,16,1; subrayado nuestro.

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