En la nueva comunidad que Jesús convocó en torno a sí, la figura femenina asumió desde sus comienzos un papel inédito y relevante. En la posterior historia de la Iglesia puede leerse el repetido intento por interpretar creativamente la nueva concepción de la mujer que se desprende del evangelio, si bien acontece bajo el pesado condicionamiento social y cultural arraigado en el androcentrismo. La historia que va desde la época posterior a los Apóstoles hasta el siglo XIX muestra tres constantes: el ministerio sacerdotal conferido solamente a los hombres; una visión cultural que, a pesar de la presencia activa del fermento evangélico, sigue siendo sustancialmente androcéntrica y patriarcal; y el testimonio influyente y renovado del carisma femenino en múltiples formas.

 

Estos tres elementos, evidentemente, tienen diferente peso teológico y serán interpretados y evaluados de manera distinta a partir del momento en que, ya en la modernidad, la cuestión femenina se ubique en un nuevo marco sociocultural. El primero, si bien se apoya en razones antropológicas condicionadas, permanece inmutable por su referencia –considerada normativa– a la enseñanza y a la praxis de Cristo mismo. Y, en consecuencia, a toda la tradición eclesial, que sólo en la segunda mitad del siglo XX será puesta en duda en el ámbito confesional de la Reforma protestante y de la Comunión anglicana.

 

El segundo elemento en cuestión muestra, por su parte, la lenta y a veces incierta y hasta contradictoria lectura del evangelio con respecto a la mujer en la historia cultural y social de la humanidad. En efecto, si por una parte está fuera de discusión que en la cultura occidental de inspiración cristiana la mujer haya conquistado progresivamente espacios nuevos de autonomía y creatividad (libertad de elegir entre el matrimonio y la virginidad, libertad de elegir al esposo, prohibición de la poligamia y del repudio, derecho a la instrucción), por otra hay que reconocer que estas conquistas se encuadran en el contexto de una sustancial subordinación al hombre.

 

Mucho más relevante puede considerarse el tercer elemento en la historia del cristianismo. De maneras diversas, pero sin grandes interrupciones y con creciente eficacia, el carisma femenino se expresa en el ámbito del testimonio de la fe (hasta el martirio: Inés, Ágata, Perpetua, Felicitas, Cecilia… para recordar sólo los primeros siglos), de la entrega a Dios en la virginidad, de la profecía y de la experiencia y doctrina místicas (Escolástica, Clara de Asís, Juliana de Norwich, Brígida de Suecia, Juana de Arco, Catalina de Siena, María Magdalena de Pazzi, Teresa de Ávila, Margarita María Alacoque, Teresa de Lisieux, Edith Stein, Madeleine Delbrêl), de la actividad caritativa y social (Angela Merici, Mary Ward, Elizabeth Ann Seton, Pauline Jaricot, Laura Montoya, Teresa de Calcuta). Sin embargo, esta extraordinaria y fecunda influencia de la sensibilidad, de la espiritualidad y de la praxis femeninas a lo largo de los siglos, pocas veces ha encontrado apropiado reconocimiento en la Iglesia y en la sociedad. Especialmente en lo que hace a marcar pautas o a ejercer el gobierno en la vida eclesial, exceptuando los episodios de diaconado femenino en el Oriente cristiano de los primeros siglos (que no comportaba ministerio de la palabra y sacramental, ni jurisdicción), o la adquisición progresiva de autonomía en la reglamentación y el gobierno de las órdenes y congregaciones femeninas, y el de las abadesas medievales que tuvieron jurisdicción sobre el clero en virtud del derecho de patronato feudal (Conversano, Las Huelgas, Quedlinburg y Fontevrault, donde la abadesa gobernaba también el monasterio masculino anexo).

 

Todo lo cual no quita que –como señalara Juan Pablo II– “así como es verdad que la Iglesia en su jerarquía está conducida por los sucesores de los Apóstoles, y por lo tanto hombres, es aún más verdadero que en el aspecto carismático las mujeres la guían tanto como los hombres y quizás aún más” (Insegnamenti di Giovanni Paolo II, III, 1, Ciudad del Vaticano, 1980). Por otra parte, mujeres cristianas fieles al evangelio y a la Iglesia han denunciado con vigor el antifeminismo de ciertas expresiones culturales y sociales en el pensamiento y en la conducta de los cristianos. Baste recordar el grito de Teresa de Jesús a favor de las mujeres de la Iglesia del siglo XVI: “Señor, (…) cuando estabas en esta tierra, lejos de mostrar desprecio por las mujeres, trataste de favorecerlas con mucha benevolencia. Encontraste en ellas un amor mayor y una fe más viva que en los hombres (…). ¿Es posible, Señor, que no escuches súplicas tan justas? No puedo creerlo, Señor, dada tu bondad y tu justicia. Tú eres juez justo, no como los jueces de este mundo que, siendo todos hijos de Adán y luego hombres, no hay virtud en la mujer que ellos no miren con sospecha. Pero llegará el día, Rey mío, que todos se conozcan” (Camino de perfección, I, c.4, 1). Y el arrebato de la joven Teresa de Lisieux contra las exclusiones a las mujeres que advirtió en su peregrinaje a Roma: “¡Pobres mujeres! ¡Qué despreciadas son! Sin embargo, son más numerosas que los hombres las mujeres que aman a Dios, y durante la Pasión de nuestro Señor ellas tuvieron más valor que los Apóstoles, pues desafiaron los insultos de los soldados y se atrevieron a enjugar el rostro adorado de Jesús!” (Manuscritos auto-biográficos, A. Nº 184).

 

Se puede afirmar con fundamento que la promoción de la dignidad de la mujer y, de alguna manera, el mismo estallido de la “cuestión femenina” en la modernidad se ubican en el área sociocultural de un Occidente de tradición cristiana, ya que existían de manera activa y vital las raíces de la revelación bíblico-cristiana, no obstante lentitudes, desvíos y contradicciones. Alimentándose de esas raíces, la civilización occidental pudo cumplir, también en este campo y acaso luchando contra las resistencias del mundo eclesiástico, notables pasos adelante que luego se fueron extendiendo en todo el mundo.

 

Puede uno preguntarse si es posible identificar un hilo conductor que, de manera más o menos explícita, conjugue y proponga hoy, en perspectiva cristiana, las instancias y el complejo camino de la cuestión femenina. Quizás deba ser considerado en la relación entre lo “teológico” y lo “antropológico”. Lo antropológico, en efecto, no sólo necesita de una determinación histórica y situacional, sino que muestra su estructura concreta en la relación de reciprocidad entre lo masculino y lo femenino como paradigma originario de toda relación interpersonal y como gramática de la relación misma que, en Cristo, Dios instaura con la humanidad a través del Espíritu. Lo demuestran precisamente las figuras que comienzan y concluyen la gran narración de la Revelación: desde la creación de lo humano “a imagen y semejanza de Dios” hasta la boda escatológica del Cordero.

 

Ahora bien, podría pensarse que precisamente en la irrupción de esta conciencia antropológica, que a su vez se ilumina y se realiza en el acontecimiento cristológico, ganan relieve algunos elementos propios del camino teológico del siglo XX: la reivindicación de una lectura femenina de la revelación y de la praxis de fe, el delinearse del perfil mariano y carismático de la Iglesia, el testimonio de vida y pensamiento en la experiencia cristiana a través de figuras significativas en el ámbito cultural y religioso: Teresa de Lisieux –sumada como doctora de la Iglesia en el alba del tercer milenio, junto con Catalina de Siena y Teresa de Ávila–, Edith Stein, Simone Weil, Teresa de Calcuta, Chiara Lubich, entre muchas otras.

 

Cristo, presente en la historia de hoy a través del Espíritu, debe ser descubierto y vivido en otros términos: como fuente y forma de comunión y de igualdad entre el hombre y la mujer. No se anulan las diferencias, pero se ponen en relación como principio de recíproco enriquecimiento. En una Iglesia que corre el riesgo de presentar todavía un rostro de acentuada identidad jerárquica, clerical y masculina, resulta esencial que encuentre espacio y visibilidad la dimensión profética, laica y femenina.

 

La conciencia cristiana parecería estar hoy ante el aún no cruzado umbral de la reciprocidad. ¿Cómo serán el lenguaje, el pensamiento, el arte, la economía, la ciudad, las ciencias, la justicia, la paz, el desarrollo, la tecnología… una vez cruzado ese umbral? Y, en la Iglesia, ¿cómo serán la comunión, la misión, el diálogo y las formas de la caridad? Acaso algo se pueda intuir imaginando el primado del ser sobre el hacer, del confiar más en la alianza con Dios que en el proyecto humano, de la vida sobre la idea, del servicio sobre las muchas formas evidentes y ocultas del poder, de la misericordia sobre el juicio, de la paciente espera sobre la perentoria imposición, de la mirada universal sobre la asfixia del detalle.

 

La comunidad eclesial está, entonces, llamada a estudiar y a promover todos los caminos y los medios que ayuden concretamente a que la mujer ocupe el lugar que le compete. Para ello es necesario, entre otras cosas, asumir una responsabilidad cada vez mayor en los ministerios eclesiales, según los designios divinos, según los carismas, y no tanto siguiendo esquemas ideológicos y culturales que pueden considerar a la mujer de manera inauténtica o reductiva. Urge al mismo tiempo abrirse a la posibilidad de que la mujer determine creativamente la cultura eclesial y vuelva a plasmar el lenguaje teológico y litúrgico.

 

Ese horizonte exige un trabajo común y paritario de hombres y mujeres, capaz de superar modelos culturales unilaterales. En última instancia, será la vida misma, creativa y libre, de comunión en la alteridad, la que tendrá la última palabra.

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