La relación entre hombres y mujeres ha estado marcada tradicionalmente por las diferencias biológicas, y a menudo traducidas en desigualdades que tornan a la mujer vulnerable a la exclusión social. La exclusión de la mujer se da, a veces simultáneamente, en el trabajo, la clase social, la cultura, la etnia, la edad, la raza… y por ello es difícil atribuirla sólo a un aspecto específico. Difícilmente se pueda comprender la exclusión particular de la mujer sin antes conocer la trayectoria del género como categoría científica y el fenómeno de la exclusión y sus formas de manifestación.

 

Nuestra reflexión, por lo tanto, apunta en primer lugar a la trayectoria de la exclusión social que se enraiza en la cuestión de género para clarificar, con el análisis religioso y bíblico, lo que podría ser la construcción de una reflexión teológica.

 

Exclusión social, orígenes y significado

 

La exclusión social en Occidente se remonta a los griegos, donde esclavos, mujeres y extranjeros eran relegados, y el fenómeno era considerado natural. A partir de las crisis económicas mundiales contemporáneas donde se evidencia la pobreza, la exclusión social cobra visibilidad y sustancia. En particular desde los años ochenta, sus efectos generan desempleo prolongado y los huérfanos del mercado pasan a ser socialmente denominados excluidos. Desde entonces, el tema gana centralidad en medios académicos y políticos.

 

Según algunos pensadores contemporáneos, la exclusión es básicamente multidimensional: se manifiesta de varias maneras y alcanza en formas diferentes a las sociedades, con mayor profundidad a los países pobres. La exclusión se caracteriza principalmente por la falta de acceso al trabajo, a bienes y servicios, y también a la seguridad, la justicia y la ciudadanía misma. Se manifiesta en el mercado de trabajo (desempleo de larga duración), en el acceso a la vivienda y a los servicios comunitarios, a los servicios públicos, a la tierra, a los derechos… Conforman las varias categorías de excluidos, los viejos desamparados de la legislación, los sin-tierra, los analfabetos y las mujeres que, al mismo tiempo, a pesar de ser excluidas como individuos, en el ámbito privado dan apoyo a los demás excluidos de la sociedad.

 

La exclusión social de la mujer es secular y diferente de la del hombre. La lectura de la condición bipolarizada del sexo lleva a una exclusión social fundamentada en la diferencia. Es sabido que el fenómeno de la exclusión no es específico de la mujer, sino que alcanza a los diferentes segmentos de la sociedad. Es también notorio que la exclusión no es provocada únicamente por el factor económico, aunque se admita que éste es uno de los principales pilares de sustentación del fenómeno. La exclusión se genera en los ámbitos de lo económico, lo político y lo social, conociendo desdoblamientos específicos en la cultura, la educación, el trabajo, las políticas sociales, las etnias, la identidad y otros sectores, incluido el religioso.

 

Como se puede observar, este análisis muestra no sólo la persistencia sino también la agudización de las iniquidades económicas, políticas, sociales y de género expresadas en los problemas de pobreza creciente, deterioro de la salud física y mental, violencia intrafamiliar y social creciente, falta de condiciones para mayor acceso a la educación, discriminación laboral y bajos salarios, falta de acceso a los espacios de toma de decisiones y poca presencia en los medios masivos de comunicación. Éstas fueron justamente también las principales áreas de acción persistente y creciente de los movimientos de mujeres en los últimos años.

 

Después de constatar el impacto de las dificultades económicas sobre las relaciones de género, examinemos ahora otra área que también influye en estas relaciones: la cultura y la religión.

 

Religión y mujer, ¿una relación difícil?

 

Desde la religión siempre se manejaron las cuestiones de las diferencias de género de forma separatista y poco inclusiva. Por lo tanto, no es sólo en las consecuencias de un sistema económico o en el grado de participación en un sistema político donde la mujer experimenta la amarga herida de la exclusión. Sino también en campo espiritual propio de la religión.

 

Desde los tiempos más antiguos, y en todas las religiones, la presencia y la experiencia de la mujer fueron determinantes también para la comprensión de la organización interna de las comunidades, sus ritos y diferentes formas de expresión. La tradición religiosa judeo-cristiana, sin embargo, valora el papel de la mujer prioritariamente como esposa y madre (judaísmo y cristianismo), o en su consagración virginal a Dios (cristianismo), restringiendo durante siglos su actuación y movilidad casi al ámbito de lo privado (la casa o el convento).

 

Suma a este fenómeno la imagen de la mujer casi siempre asociada al pecado en el ámbito judeo-cristiano y, por lo tanto, a la tentación, a la seducción y al peligro, debido a la tradición bíblica del libro del Génesis que le otorga a la mujer la primacía en la dinámica de la caída de la humanidad y del así llamado pecado original. La mujer, factor de amenaza, generadora de miedo, estuvo siempre confinada al espacio privado doméstico y conventual, donde podía ser más fácilmente controlada y silenciada.

 

Los vientos de la emancipación femenina en el Occidente cristiano no soplaron inicialmente desde las Iglesias. Fue, por el contrario, desde el propio proceso de secularización y en el interior de luchas muy concretas y profanas (voto, salario, jornada de trabajo, sexualidad, derechos del cuerpo) que la mujer fue realizando una “evasión” del espacio doméstico privado hacia el espacio público, actuando en las estructuras sociales, en la política, en la producción económica y cultural.

 

La emergencia de la mujer en el mundo cristiano no registra más de cuatro décadas. Después del gran acontecimiento que fue el Concilio Vaticano II, comenzó a hacerse oír cada vez más la voz femenina, reivindicando la ocupación de espacios dentro de la Iglesia y realizándolo efectivamente: asumiendo la coordinación de la comunidad en distintos niveles, cuestionando la imposibilidad de acceso al ministerio sacerdotal, produciendo una reflexión teorética sobre la experiencia religiosa y los contenidos doctrinarios de la fe cristiana desde la propia perspectiva.

 

Sin embargo, resulta triste constatar que aún permanecen algunos mecanismos de exclusión con relación a la mujer que cuestionan su condición de criatura deseada y amada por Dios: su propia corporeidad suscita extrañamiento y es identificada siempre con la materia y lo profano, provocando un alejamiento de la esfera de lo sagrado.

 

El cuerpo femenino

 

La mayor discriminación contra las mujeres dentro de la Iglesia refleja algo más profundo y mucho más serio que la mera fuerza física, la formación intelectual o la capacidad de trabajo. La Iglesia aún está muy fuertemente configurada por lo patriarcal, tan presente en la tradición judeo-cristiana. Lo patriarcal subraya la superioridad del hombre no sólo en su faceta intelectual o práctica, sino en lo que podríamos llamar su faceta ontológica.

 

Para cierta tradición judía, las mujeres comienzan a ser excluidas por su propia constitución física. Su anatomía no les permite el rito de iniciación. Forman parte del Pueblo Elegido en la medida en que son capaces de concebir y dar a luz a niños varones que luego serán circuncidados. Los ciclos menstruales eran considerados impuros. Es más: impuros contagiantes, lo cual las segregó de muchas esferas de la vida social, pública y religiosa.

 

Las mujeres están obligadas por menos mandamientos que los hombres y, de alguna manera, eso las aleja de la Tora, gloria de la vida del judío piadoso y razón de ser de su vivir. Son ciudadanas religiosas menores y por eso tienen un lugar separado en la sinagoga y ciertas condiciones de su cuerpo absolutamente naturales son consideradas impuras.

 

En esta discriminación corporal hay una asociación muy fuerte con la imagen de la mujer responsable del pecado en el mundo, y de la muerte como consecuencia.

 

A pesar de toda la praxis liberadora de Jesús con relación a las mujeres, a pesar de que la Iglesia Primitiva asimiló sus enseñanzas, introduciendo por ejemplo un ritual de iniciación no sexista como el bautismo, más tarde la Iglesia volvió a asumir progresivamente la discriminación del cuerpo de la mujer.

 

 Las experiencias místicas de muchas mujeres a menudo fueron consideradas con desconfianza y sospecha, con severa y estricta vigilancia de varones encargados de controlarlas y exorcizarlas. Muchas experiencias místicas riquísimas de mujeres verdaderamente bendecidas por Dios permanecieron ignoradas en un universo donde las vías de divulgación permanecen en manos de unos pocos, y donde casos como el de una Teresa de Ávila son excepciones que confirman la regla.

 

A lo largo de la historia de la Iglesia, la mujer fue mantenida a prudente distancia de lo sagrado y de todo cuanto lo circunda, así como la liturgia, los rituales y la mediación directa con Dios. Todo eso, evidentemente, requiere un cuerpo “puro” y es grande la desconfianza en este aspecto con respecto a la mujer. A pesar de todos los avances y progresos en la participación de la mujer en muchos niveles de la vida eclesial, aún continúa pesando sobre ella el estigma de ser la seductora inspiradora de miedo, fuente de pecado para la castidad del hombre y el celibato del clero. Entre la mujer y el misterio, difícil y raramente se reconoció y legitimó una sintonía en términos de “alta” mística, de las experiencias más profundas de Dios, relegándola al campo de las devociones menores y poco importantes.

 

Dato terrible que demanda una reflexión muy seria dentro de la Iglesia. Pues, si es posible luchar contra la discriminación intelectual (por el acceso a los estudios y a la formación), contra la injusticia profesional (demostrando capacidad y especializándose), ¿qué pasa con la corporeidad? Más aún: ¿deberían las mujeres negar o sentir extraño su propio cuerpo, su especial y original cuerpo creado por Dios, para ser dignas de entrar en comunicación profunda con el Creador y ocupar su espacio dentro de la Iglesia?

 

¿Deberían aceptar pasivamente la exclusión que les ha sido impuesta, sin buscar otras vías de inclusión dentro del tejido eclesial?       

 

Otro “sentir” de Dios

 

 Dirigiendo la mirada hacia el universo femenino en la Iglesia de hoy, se advierte que en el campo de la espiritualidad la presencia de mujeres creció de manera notable. Cada vez más, su experiencia mística es rescatada, incluso como objeto de trabajos académicos.

 

Además, laicas o religiosas, son incontables hoy en el mundo entero las mujeres que se dedican a la pedagogía espiritual: la predicación de retiros, acompañamiento espiritual de personas y producción de material que ayude a organizar positivamente la experiencia de Dios, la oración y la liturgia en sus más diversos niveles. De esta experiencia espiritual emerge muchas veces la reflexión teológica hecha por las mujeres. Y ello le da a esa reflexión un color y un sabor de existencialidad, de experiencia, de vida, subordinando a la experiencia el rigor del concepto y de la reflexión, y no lo contrario, como muchas veces sucedió con la teología más tradicional.

 

Por su corporeidad abierta, la mujer puede evocar y transmitir experiencias espirituales difíciles para el hombre. Nos referimos, por ejemplo, a la experiencia de sentirse esposa de Cristo, de vivir el matrimonio espiritual, o a la experiencia tan central de ser fecundada por el Espíritu de Dios, dando cuerpo nuevo a su Verbo y mediando nuevamente la Encarnación en el mundo. Es evidente que hubo muchos hombres en la historia de la mística cristiana que vivieron con hondura esta experiencia. En general, hombres que liberaron su dimensión femenina, su anima, en la relación con Dios. Muchos de éstos, místicos y directores espirituales eximios, usaron el recurso lingüístico de referirse al ser humano, compañero amoroso de Dios, como “el alma”, introduciendo un vocablo femenino para significar una experiencia ofrecida por Dios a toda criatura humana, pero que en la corporeidad de la mujer puede ser contemplada y sentida de manera más palpable y evidente.

 

Una corporeidad ministerial

 

Quizá radique aquí la posibilidad de un rico camino para la renovación de la reflexión del futuro de la mujer en la Iglesia. Quizá, por su vocación mística que se expresa incluso corporalmente, la mujer esté hoy llamada por el Señor a recrear, en el interior del pueblo de Dios, una nueva manera de vivir el servicio y el ministerio, por otras vías distintas del ministerio ordenado permanente y tradicional, tal como ha acontecido hasta ahora. Que ese horizonte sea cercano o lejano, sólo Dios lo sabe. Mientras no acontezca, las mujeres en la Iglesia seguirán buscando, con humildad y capacidad, ocupar los espacios que encuentren abiertos y disponibles para realizar su servicio al pueblo de Dios en la libertad y en la comunión que el actual paradigma eclesial ofrece.

 

La corporeidad del otro –o mejor, de la otra– fuente de tantas sospechas, preconceptos y exclusiones a lo largo de la historia, puede ser un camino tan antiguo como nuevo, poderosamente iluminador e inspirador para la vida cristiana en tiempos de nuevos paradigmas, donde la cuestión del género se presenta como una de las cuestiones centrales.

2 Readers Commented

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  1. Jaime on 21 agosto, 2009

    Este tema está bastante bueno, me ha ayudado bastante para la realización de una tarea que me costó bastante encontrar… Gracias por la elaboraciòn de este material………………..

  2. Luisa I. Lisboa Medina on 14 septiembre, 2010

    Saludos cordiales. Estoy estudiando mi maestría en Trabajo Social y debo hacer un trabajo final para entregar. El tema está un poco difícil de encontrar y es el siguiente»El confinamiento de personas por razones políticas y religiosas como manifestación de opresión» Por favor si tienen material y me pyeden ayudar se lo agradeceré. Cordialmente,
    Luisa Inés

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