El enfoque de este artículo es el de la democratización de las relaciones familiares. Se propone la reflexión de las relaciones de autoridad y poder entre mujeres y varones, y el reconocimiento y puesta en práctica de los derechos de la infancia, en un marco que promueve la articulación entre la ética del cuidado/responsabilidad y la ética de la justicia. La vinculación entre ambas tiende a una concepción integral que considera a los sujetos de derecho en interrelación (Tronto, 1994; Shakespeare, 2000; Shanley, 2001) 1. A partir de la idea de ampliación de ciudadanía y democratización, se procura desentrañar los discursos hegemónicos de familia y de infancia, de relaciones de género y autoridad, de concepciones sobre la feminidad y la masculinidad que generan desigualdades.
El propósito es contribuir a la búsqueda de estrategias para evitar o mitigar la incidencia y reproducción del autoritarismo y la violencia, tanto dentro de las familias como en las relaciones sociales en general, promoviendo una convivencia basada en el respeto de los derechos y en el cumplimiento de responsabilidades, en un marco de cuidado y de interdependencia mutuos. Las prácticas autoritarias pueden derivar con facilidad en situaciones de abuso y violencia hacia los más débiles, en general mujeres y niños. El abuso es decir, el uso indebido y excesivo del poder tiene un núcleo central: el desdibujamiento del otro como sujeto. El individuo que ejerce algún grado de autoritarismo o maltrato verbal, emocional o físico suele ser una persona adulta, marido o padre 2.
Para ello, se coloca el acento en la dimensión política de las relaciones de género y en la necesidad de establecer una reflexión crítica sobre los valores y las costumbres culturalmente arraigados y sostenidos durante siglos (sistema patriarcal). Se trata de reconocer la importancia de un sistema de autoridad democrático, revisando las relaciones de autoridad entre hombres y mujeres y entre adultos y niños.
Relaciones de género y de autoridad
Siguiendo a Scott (1986), considero las relaciones de género como campo primario de articulación del poder. Por lo tanto, un tema central en las relaciones entre varones y mujeres es la posibilidad desigual de ser considerado/a como autoridad. Generalmente este lugar le es otorgado al varón, mientras que las mujeres suelen ejercer poder sin ser reconocidas como autoridad 3. Estas diferencias en la asignación de la autoridad remiten a un sistema de género que establece una relación jerárquica entre hombres y mujeres, ordenamiento apoyado en discursos que lo legitiman y naturalizan. El concepto de patriarcado forma de autoridad basada en el hombre/padre como cabeza de familia, con la mujer y los hijos subordinados a su autoridad resume las relaciones de género como asimétricas y jerárquicas.
La autoridad, concebida como legitimidad del poder, es el reconocimiento por parte del grupo hacia quien o quienes tienen poder (Weber, 1964): la gente reconoce y obedece voluntariamente a quienes la conducen. O, en palabras de Sennett (1980): la autoridad significa un proceso de interpretación y de reconocimiento del poder. En los sistemas de autoridad tradicionales, la relación entre el que manda y el que obedece no se apoya en una razón común ni en el poder del primero. Lo que tienen en común es el reconocimiento de la pertinencia y legitimidad de la jerarquía, en la que ambos ocupan un puesto definido y estable (Arendt, 1954, 1996).
Los discursos acerca del poder de hombres y mujeres se construyen sobre la desigualdad de las relaciones entre los géneros, de tal modo que la legitimidad del poder de las mujeres queda oscurecida, no reconocida o confinada a ser un poder en el mundo de los afectos, ámbito considerado como el lugar de la feminidad.
Autoridad y relaciones familiares
El hilo conductor que guía estas reflexiones es el de la relación entre poder/autoridad, conflictos y cambios. Los conflictos son muy buenos analizadores de las relaciones sociales en general y, en este caso, de las de género y autoridad; pues aunque no sean explícitos están develando, a través de alguna estrategia discursiva, las oposiciones que están vinculadas con relaciones de dominación. Al establecer un continuo entre poder y autoridad, conflicto y cambio, es que pensamos que se pueden jugar alternativas de negociaciones u otros mecanismos que favorezcan el diálogo y el debate, y conduzcan a desmantelar el autoritarismo y a ejercer la autoridad transformando las relaciones familiares.
La autoridad otorga seguridades, protege, confirma a los otros. Se construye con actos mutuos de delegación, de protección. La posibilidad de generar en algunos ámbitos una práctica de autoridad más flexible, donde el lugar de quien decide sea asumido a veces por un sujeto y a veces por otro, de acuerdo con las circunstancias, significa que no siempre la autoridad deba delegarse en una sola persona 4. La promoción de un discurso abierto por el cual se pueda enunciar la propia voz permite revisar las decisiones que llegan desde arriba de la pirámide y dar poder a los de abajo. Así como se exige que en el ámbito público las autoridades sean legibles y visibles para construir confianza, solidaridad y democracia, también esto es exigible en la vida cotidiana. El conflicto puede ayudar a transformar la autoridad: en la medida en que se vuelven a pensar las normas, la autoridad es desmitificada por el mismo grupo social, que de este modo muestra sus falencias, deconstruyéndola y construyendo nuevas autoridades (Sennett, 1980).
A menudo, no se considera la autoridad como una relación transformable sino rígida, naturalizada. En cambio, el acercamiento, la conversación, las preguntas acerca de las razones de las reglas, permiten transformar y reconstruir la autoridad. Esto no significa negarla. Revisar la legitimidad de las autoridades naturalizadas o tradicionales es lo que permite construir otras.
La familia ha sido la institución patriarcal clave como generadora de relaciones autoritarias y desiguales, basadas en las diferencias de edad y género. Su democratización implica el pasaje a una forma de convivencia basada en el reconocimiento de derechos y responsabilidades, donde los padres y las madres protegen, guían, ponen límites y los hijos, en ese marco, desarrollan sus capacidades hacia la autonomía y la interdependencia, incluyendo el derecho a opinar y decidir.
La posibilidad de repensar los modos autoritarios de relación familiar, que someten a niños, niñas y mujeres y facilitan el desarrollo de más violencia en una escalada en la que todos y todas se involucran, es una forma de comenzar a replantear el desarrollo de otras relaciones autoritarias 5. La democratización de las relaciones de familia puede retroalimentar la democratización de las instituciones próximas a la vida cotidiana.
Poder, autoritarismo y violencia
Actualmente algunos grupos familiares están abriendo procesos de negociaciones que cuestionan las relaciones de poder y autoridad, lo cual puede indicar que estarían en crisis los acuerdos que legitiman la desigualdad entre hombres y mujeres y se estarían problematizando los discursos legitimados de las viejas prácticas patriarcales. Si bien algunos de estos procesos, frecuentemente iniciados por las mujeres, están en marcha, existen grupos familiares donde aún predominan las formas tradicionales de vinculación y la manera de dirimir los disensos, explícitamente o no bajo el poder del padre u otro varón de la familia. Dada esta situación, nos parece central para la democratización de las relaciones familiares reflexionar acerca de modos de enfrentar los conflictos a través de negociaciones que contemplen la desigualdad de género en las que se inscribe. Así es que se habla de mesas de negociación desparejas, en virtud del poder y autoridad de unos y otras.
Negociaciones y democratización de las familias
Los cambios de las pautas de convivencia y el reconocimiento de las mujeres y de los hijos e hijas como sujetos de derechos en la dinámica familiar están indicando procesos democratizadores. Muchos de ellos son el resultado de negociaciones en la vida familiar.
Las negociaciones son procesos de mutua comunicación para lograr acuerdos cuando hay algunos intereses compartidos y otros opuestos. Se trata de discutir normas, acordar nuevas formas de interacción en algún aspecto de la vida de relación y/o asignaciones de recursos simbólicos o materiales. Son procedimientos de discusión que tienen como objetivo conciliar puntos de vista opuestos. Las negociaciones se realizan cuando el acuerdo no es evidente, y cuando los protagonistas en desacuerdo intentan encontrarlo.
La desigualdad de género dificulta la negociación por varias razones: las expectativas de género inciden negativamente en muchas mujeres a la hora de sostener sus deseos y objetivos y transformarlos en intereses. A muchos hombres les cuesta escuchar los deseos y los intereses de las mujeres. Las diferencias de recursos entre hombres y mujeres pueden plantear una gran dependencia económica, generalmente de las mujeres. Muchas sienten que su condición femenina las aleja de la posibilidad de negociar y prefieren ceder espacios y aspiraciones legítimas, ceder antes que negociar para mantener la armonía del hogar (Coria, 1998). Por estas razones, históricamente las mujeres han desarrollado múltiples formas para conseguir sus objetivos a través del no decir, del silencio, como disfraz de prácticas no autorizadas para el género femenino. Las tretas del débil, que se han constituido en tácticas de resistencia como señala Josefina Ludmer, dejan a las mujeres menos expuestas a la crítica en la lucha por sus necesidades, aunque simultáneamente les impiden lograr un reconocimiento explícito de sus derechos. Consecuentemente, es posible que obtengan algunos logros para ser más tenidas en cuenta, pero los demás no los evalúan como consecuencia de la negociación. O, por otra parte, pueden fracasar, lo que implica volver a la situación inicial sin ninguna posibilidad de modificar la situación.
En el espacio de negociación cada persona es portadora de sus necesidades, intereses y metas, ligadas tanto a la situación puntual como a situaciones previas, de su propia historia personal y familiar, modeladas por expectativas que van más allá de lo personal, derivadas de posiciones que ese sujeto ocupa socialmente, ya sea en la esfera privada como en la pública. Las negociaciones son complejas, más cuando se dan en un marco de desigualdad y subordinación. Si se parte de verdades naturalizadas acerca del sistema de género y de autoridad, las negociaciones tendrán lugar en una situación de inequidad, en una mesa despareja.
Los mecanismos de negociación entre varones y mujeres, para contribuir a superar la desigualdad, deben cuestionar la naturalidad de la desigualdad de autoridad y de recursos. La dominación masculina se legitima a partir de prácticas y discursos que hombres y mujeres toman como naturales y reproducen en la vida social. El poder simbólico construye a dominadores y dominadas, que se inclinan a respetar, admirar y amar a los que tienen el poder. La ruptura de esta relación de autoridad naturalizada, requiere una acción política para el logro de la transformación de las relaciones entre los sexos y el ocaso del orden masculino (Bourdieu, 2000). Esto significa no reconocer y resistir la legitimidad del poder de dominación de género.
Para construir formas de relación que no se sustenten sobre la base del silencio, la aceptación de la imposición del otro u otra, o la falta de consideración por el punto de vista de una persona, es necesario reconocer la desigualdad. Sin embargo, esto no es tarea fácil. Es preciso un proceso de desenmascaramiento de situaciones donde uno o una se encuentra en ventaja o desventaja para poder actuar en función de ellas. Para enfrentar las situaciones de desigualdad es necesario: reconocer y definir los propios intereses, sabiendo que están conectados con los de los demás; decir la propia verdad y reconocer las diferentes verdades de las otras personas involucradas; poner sobre la mesa la desigualdad, desnaturalizarla; no aceptar las situaciones definidas por costumbre o tradición, ya que al enmascarar las injusticias, se contribuye a perpetuarlas; expandir las posibilidades de resolución de los conflictos, cuando sea posible; mantener el diálogo, pero dar tiempo para que se procesen los intereses y necesidades de las partes; saber cuándo y cómo dejar la negociación si es imposible llegar a acuerdos (Beck Kritek, 1998).
A modo de conclusión
El discurso hegemónico acerca de las relaciones de género, aun con su enorme fuerza simbólica, se encuentra fracturado en la mayoría de las sociedades occidentales, y esto trae como consecuencia el desarrollo de procesos conflictivos que posibilitan el cuestionamiento del autoritarismo en las relaciones familiares.
Las negociaciones democratizadoras permiten la transformación del discurso familiar. Según nuestras investigaciones, son en su mayoría producto de las prácticas de las mujeres por adquirir reconocimiento y control en ciertos aspectos de la vida familiar, y son acompañadas por razonamientos que sustentan sus deseos y sus derechos a iniciar algunos cambios. Estos argumentos constituyen lo que denomino discurso de derechos. En trabajos anteriores lo he definido como las explicitaciones de las prácticas transformadoras que realizan las mujeres en el proceso de constituirse como sujetos: las luchas para adquirir mayor estima de parte del marido y de los hijos, para que el trabajo doméstico que realizan sea valorado, para que sus deseos de salir a trabajar o a participar en alguna actividad sean reconocidos, para que sus decisiones sean respetadas.
Para que se produzcan cambios en el discurso, además de lo que se hace, es necesario el argumento, la palabra. Es decir, que las personas expliquen por qué hacen lo que hacen, que se presenten como sujetos de derechos, aun cuando este discurso plantee contradicciones. La contradicción o ambigüedad, cuando es explicitada, abre un debate en el discurso familiar acerca de las conductas apropiadas para cada género.
Cuando las mujeres ejercen poder como resultado de negociaciones donde utilizan explicaciones tradicionales, no cambian el discurso familiar. A medida que rompen las argumentaciones tradicionales posibilitan la reconceptualización de sus representaciones de género.
Las prácticas de muchas mujeres (y también algunos varones) que resisten, cuestionan e intentan resignificar los vínculos entre los géneros nos indican las posibilidades de transformación de los modelos hegemónicos de relaciones entre sí. En la medida que en ellas se elaboran discursos que articulan la justicia y la responsabilidad interpersonal de uno mismo y de otros y otras permiten pensar el cuidado y las emociones como tarea y posibilidad tanto de las mujeres como de los varones. La interdependencia de los derechos y la interrelación de las personas se plasma así en el encuentro entre sujetos autónomos. Considero que tal desarrollo de la autonomía en relación está en la base de la ciudadanía de mujeres y varones.
1. Sigo en este artículo conceptos que se encuentran más desarrollados en Di Marco (2005), Democratización de las Familias. Estrategias y alternativas para la implementación de programas sociales.
2. Connell (1995: 44) señala dos patrones de violencia masculina: a) el de la violencia ejercida por muchos hombres para sostener la dominación hacia las mujeres y b) el de la violencia como eje de la política de género entre los hombres, en sus modos de vinculación y apropiación del poder entre ellos. Quienes reciben el impacto de esas prácticas generalmente son mujeres, niños y niñas, ancianas y ancianos. (En Di Marco, 2005)
3. El poder es un mecanismo que construye discursos, relaciones, y que produce nuevas realidades sociales. El poder consiste, en realidad, en relaciones, un haz más o menos organizado, más o menos piramidalizado, más o menos coordinado de relaciones (Foucault, 1983: 188).
4. Siempre y cuando cada uno o una haya tenido las mismas posibilidades de sentirse capacitado o capacitada para tal ejercicio.
5. Arendt (1954, 1996: 101) distingue entre poder, autoridad y violencia. Concluye que la violencia es invocada cuando el poder está amenazado y señala que la autoridad siempre demanda obediencia, la que es aceptada en el grupo gracias a la legitimidad y la confianza que se le otorga a esa autoridad. No es adecuado, entonces, confundir obediencia con violencia. Robert Connell (1995: 44) destaca que la violencia forma parte de un sistema de dominación, pero es al mismo tiempo, coincidiendo con Arendt, una medida de su imperfección, ya que una jerarquía legítima no tendría que usarla. La violencia surge de la negación del otro u otra. No es cualquier relación de poder, es una relación para anular al otro, para excluirlo, para ignorarlo. (En Di Marco, 2005)
Bibliografía
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