La ley 1420 de fines del siglo XIX, que organizó la educación primaria en nuestro país, fue progresista en sus definiciones “para lo femenino” y “para lo masculino”, aunque no dejó de establecer un capítulo de contenidos referidos a “labores domésticas” para las mujeres y de “ejercicios militares” para los varones. En la misma época, en el nivel secundario se perfila más claramente un proyecto social diferencial en las clases acomodadas: para “ellos”, el “nacional”, los estudios universitarios y la política; para “ellas”, la “escuela normal” y el trabajo en la escuela. Es innegable que estas marcas de origen, sumadas a la separación entre escuelas primarias “de varones” y “de niñas” en las primeras décadas del siglo XX, dejan planteado el problema del acceso de chicas y chicos a la educación formal. Sin embargo, la investigación ha mostrado que los valores de género 1 han impregnado, y aun lo hacen, a la educación formal en un sentido casi imperceptible, más vinculado a la calidad que a la cantidad de la educación que reciben alumnos y alumnas.

 

Un análisis de género sobre los procesos educativos ha permitido indagar aquellos mensajes y valores que, la mayoría de las veces de modo involuntario, permiten que se “filtren” los estereotipos de lo femenino y lo masculino en las prácticas cotidianas. La investigación desde esta perspectiva es muy comprehensiva y abundante, y prácticamente se ha volcado a todas las dimensiones de la educación escolar: el currículum “formal” –el que establecen los documentos–, el llamado currículum “oculto” y también aquello que no se enseña en las escuelas, que algunas investigadoras han denominado currículum “omitido” 2.

 

En el currículum formal encontramos algunos aspectos impactantes por la escasísima y/o estereotipada aparición de lo femenino. Tal vez el ejemplo más conocido y reconocible sea el de las ciencias sociales, donde las mujeres aparecen como “la hermana de”, “la esposa de” o “la hija de”, raramente con un perfil y accionar autónomos, raramente trabajando en forma remunerada, raramente en espacios de poder. O la selección de obras literarias para la lectura en clase, en la que la enorme mayoría de los autores trabajados son varones y muchas veces lo son también los personajes principales (porque pareciera que las mujeres “se incluyen” cuando se habla de varones, pero no a la inversa). O la separación en la educación física entre mujeres y varones, muy frecuente en algunas escuelas de nivel primario y casi total en el nivel medio… Estos contenidos están en pleno cambio, tanto en la producción curricular como en la producción editorial, pero subsisten estereotipos; y los estereotipos refuerzan la hegemonía de un “modelo” por sobre otras posibilidades.

 

Respecto de currículum oculto, existe abundantísima literatura que demuestra cómo, a pesar de su ideal igualitario, la escuela ofrece experiencias desiguales a los niños y a las niñas.

 

a) “Lindas” y “prolijas”. En una importantísima investigación desarrollada en España por Marina Subirats y Cristina Brullet (1987) acerca de la interacción cotidiana en la escuela desde la perspectiva del género, las investigadoras encontraron que el adjetivo más utilizado en la escuela hacia las chicas es “guapa”, equivalente en nuestro país de “linda” o “bonita”; y tenemos buenas razones para pensar que los resultados de una investigación similar también serían equivalentes en nuestro medio.

 

b) “Voluntariosas”. En una investigación sobre “Matemática y ciencias exactas y las mujeres” 3 se indagó sobre las representaciones acerca del propio rendimiento y del rendimiento del otro sexo en esas áreas. No aparecieron tendencias favorables hacia uno u otro sexo en forma significativa. No obstante, mientras las mujeres atribuyen las dificultades en matemática predominantemente a factores personales (“me cuesta”), los varones, mayoritariamente, la atribuyen a que no estudian lo suficiente o bien –menos frecuentemente– llegan a denunciar la forma deficiente de enseñanza, sin poner en duda su capacidad o habilidad.

 

Al argumentar acerca de las diferencias, uno de los chicos agrega: “los varones tienen más instinto para pensar que para aprender”.

 

Estas afirmaciones contiene dos nudos de significación: por una parte, en la evocación al instinto, la “facilidad” en la apropiación y la construcción de saberes es concebida como capacidad “natural” en los varones; por otra parte, el aprender aparece fuertemente teñido de una carga institucional: sólo acontece en las escuelas, la organización de la sociedad (no natural) establecida para enseñar.

 

Sin embargo, está ampliamente demostrado que la inteligencia se construye con estímulo, con ejercicio, con desafíos. La inteligencia, entonces, también “se aprende”. Es producto de un “trabajo” en el sentido filosófico más elemental del concepto: la modificación de la naturaleza, del orden natural. La bipolaridad escolar de género que encontramos en la relación con el conocimiento escolar –y que sin duda marca las subjetividades de chicos y chicas– se fundamenta por naturalización: los varones, por naturaleza, “son más inteligentes”, “saben más”, “les gusta más”, “les resulta más fácil”, “son superiores”, etc. La naturaleza no acompaña a las chicas; de modo que para tener éxito en la escuela tienen que quebrar el “orden natural”. Ahora bien, pareciera que el “esfuerzo” y la “dedicación” son contradictoriamente un modo de adaptación y al mismo tiempo de resistencia de las mujeres para permanecer en el mundo escolar hostil. Yendo más allá con nuestras reflexiones, podríamos afirmar que la cultura del esfuerzo se prolonga para las mujeres en el mundo del trabajo, donde pareciera que tampoco es “natural” ocupar espacios de poder sobre el orden simbólico o el económico. En todos los casos, hacerlo será producto de un “trabajo”.

 

Es interesante también que frente a la pregunta “para qué sirve estudiar matemática”, la respuesta “para ayudar a los hijos en la escuela”, aunque aparece con baja frecuencia, sólo lo hace en el caso de las mujeres.

 

c) “Graciosas”. No estaríamos –espero– denunciando ninguna verdad iniciática si afirmamos que el campo de la educación artística se caracteriza por un bajo status curricular, institucional y presupuestario. Es sabido que a lo largo de la historia ciertas áreas del currículum han sido más valorizadas que otras. Por ejemplo, durante siglos el latín o la retórica tuvieron una posición jerarquizada. Hoy en día son las ciencias, la matemática y la tecnología, las que ocupan un lugar privilegiado para los planificadores de políticas educativas y también para la opinión pública.

 

Lo interesante es remarcar que las áreas más valorizadas suelen ser connotadas como “lo masculino”. En general, pareciera que el arte sigue considerándose un campo “femenino”, si bien en ciertas disciplinas más que en otras. La danza es un arte “de mujeres”, mientras que en música hay más varones aprendiendo batería o guitarra eléctrica. En plástica, la escultura es considerada más masculina, en especial la de gran escala, mientras que el grabado se ve como femenino.

 

Pareciera existir consenso en que el cuerpo (de todas/os) es uno de los “negados” en la educación formal. Sin embargo, antes que “negado”, es posible encontrar al cuerpo en crudos estereotipos de género que permean la educación física, por un lado, y la educación artística, por el otro, especialmente en la recientemente incorporada al currículum “expresión corporal”.

 

En términos simplistas, podríamos decir que frecuentemente el valor del cuerpo de la educación física es el del alto rendimiento, la alta competencia, la fuerza. Evoca al atleta griego. Si se trata de expresividad, en cambio, se habla de comunicación, de mundo interior… de alguna manera se alude al estereotipo femenino. Y aquí son los varones los discriminados. Inclusive un compromiso muy elevado de un varón en la expresión corporal puede llegar a provocar sospechas sobre su futura orientación sexual.

 

 Por último, se ha denominado currículum omitido a todo aquello que debería tener un lugar en la institución escolar por tratarse de temáticas o problemas significativos en la infancia y/o la juventud y que aún no han encontrado un espacio de trabajo en las escuelas. Por ejemplo: ¿cuánto se habla en las escuelas de la violencia familiar y de los mecanismos institucionales y legales para enfrentarla?, ¿cuántas veces escuchan nuestros alumnos varones que “no se debe pegar a las mujeres, ni a nadie”? ¿Cuánto se habla del asedio sexual, o de la violación? ¿Cuántas veces escucharon nuestras alumnas en sus escuelas y frente a esos hechos “no es tu culpa y además podés hacer algo para protegerte”? ¿Cuántos espacios desprejuiciados y no burocráticos encuentran para hablar acerca de cómo prevenir el embarazo adolescente o acerca de las responsabilidades en la maternidad y paternidad, o acerca del derecho que tienen chicas y chicos a llevar un preservativo para no contraer el SIDA? ¿Cuántas veces se discutió a fondo el mandato social sobre el cuerpo de las mujeres?

 

Profundicemos el análisis de esta dimensión para ampliar de manera cabal los interrogantes que la perspectiva de género plantea a la educación. La aproximación explícita a las temáticas relativas a la sexualidad más reconocida en las aulas ha sido y es el tema de “la reproducción de la vida humana”. La reproducción se estudia en biología. Por décadas integró la formulación privilegiada como estrategia didáctica para el estudio minucioso del cuerpo humano: la serie de “los aparatos”; los enfoques más modernos que hablan de la “reproducción de la vida”, lo colocan en la serie de “los seres vivos”.

 

Sin embargo, las cuestiones sanitarias más significativas para el sistema escolar y de salud pública que irrumpieron en los ’80 –las enfermedades de transmisión sexual y en particular la epidemia del VIH-SIDA, la mayor visibilidad del embarazo adolescente, la iniciación sexual más temprana, etc.– tornan casi inevitable el abordaje de cuestiones relacionadas con la sexualidad en la escuela. El sentido que orienta sin embargo la incorporación de los temas relativos a la sexualidad en la escuela es el biomédico de la “prevención”: prevención del embarazo no deseado, prevención de la transmisión de enfermedades, prevención del abuso o la violencia… temas absolutamente indispensables pero que dejan de lado la fuente y el fundamento de toda práctica social (sea íntima, privada o pública): las relaciones de poder que existen entre las personas y las posibilidades subjetivantes que tienen las relaciones afectivas consensuadas y el cuidado de sí y del otro u otra. Además, el paradigma de la prevención articula las identidades de género “normales” a un único modelo de identidad sexual: la identidad heterosexual.

 

Estos son sólo algunos de los interrogantes que el enfoque de género plantea a la educación. Es evidente que esta perspectiva ilumina procesos educativos que van más allá de las cuestiones de “lo femenino y lo masculino”, sino que resulta, básicamente, una forma de mirar la discriminación.

 

  

 


1. Con el concepto de “género” aludimos al conjunto de significados culturales que, en un momento determinado, una sociedad construye y comparte acerca de cómo deben actuar, sentir y pensar las personas según sean mujeres o varones desde el punto de vista biológico.

2. En 1992 se publicó en los Estados Unidos un informe con un título elocuente: “Cómo la escuela defrauda a las niñas”. Allí se presentan de manera sistemática los resultados de investigación en alrededor de 1300 (!) informes y artículos publicados sólo en el país. Este volumen da una idea de la enorme producción académica internacional en el campo del género y la educación.

3. Cf. El artículo de Morgade, Graciela y Kaplan, Carina. “Mujeres esmeradas y varones inteligentes: juicios escolares desde un enfoque de género” en prensa en la Revista Argentina de Educación. AGCE, Buenos Aires.

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