Este razonamiento adolece por lo menos de serias deficiencias. La primera consiste en que la premisa “Cristo no llamó a las mujeres para las sagradas funciones” encierra una ambigüedad y se construye sobre una suposición gratuita. En efecto, de acuerdo con el texto evangélico citado, nuestro Señor llamó a varones para formar el grupo de los “Doce”, y es éste, sin más, el objeto del relato que se ofrece realmente al observador. Pero en virtud de una antítesis, bastante natural en el plano psicológico, surge agresivamente el pensamiento de que en esa circunstancia quedó sentenciada la exclusión de la mujer. Una entidad de suyo negativa e inexistente, algo que Cristo “no hizo” (a saber, “no eligió” a mujeres) comenzó a corporizarse para retacearles a ellas una prerrogativa que se considera destinada sólo al varón (conclusión excesiva y carente de sólido fundamento).

 

La segunda deficiencia del razonamiento –y con esto se simplifica el problema– radica en que se apoya en un pasaje evangélico marcadamente simbólico, en vez de recurrir para este caso a otros textos de contenido netamente histórico de los que se desprende que la situación eclesial de la mujer, en el primer siglo, no concuerda con la imagen que cierta tradición quisiera mostrarnos.

 

Antes de extendernos en estos dos aspectos deficitarios del argumento tradicional debemos reconocer que no aparece en ningún lugar del Nuevo Testamento o de la Tradición (con mayúscula), ni siquiera una sola frase en la que se afirme o en la que se niegue la posibilidad del sacerdocio femenino, de modo directo o explícito.

 

En cambio, podemos señalar, en numerosos pasajes neotestamentarios el relato de hechos concretos de la vida común y corriente de la Iglesia del primer siglo, que nos permiten por vía indirecta –no por eso menos eficaz y concluyente– alcanzar en esta materia resultados halagüeños y positivos.

 

Hasta hace unas pocas décadas, esos textos habían permanecido velados y soslayados. Pero merced a la constante y paciente investigación de los más destacados exégetas, esos mismos textos –con su lenguaje literal y propio, no metafórico ni simbólico– ponen en una gran luz el papel descollante de la mujer en la comunidad del cristianismo naciente.

 

Volviendo sobre nuestros pasos, comprobemos que la mentada premisa (según la cual “Cristo no llamó a mujeres para el orden sagrado”) no logra superar elementales objeciones.

 

Efectivamente, que Jesús en una determinada ocasión no haya convocado a mujeres para el ministerio apostólico no significa que no tuviera ninguna intención de hacerlo en otra oportunidad, ni que pensara excluirlas en absoluto de toda perspectiva en el futuro. ¿No pudo acaso delegar en los apóstoles la facultad de designar en su momento a algunas mujeres para asociarlas a su sagrado ministerio? Ni tampoco puede descartarse la hipótesis de que el Salvador haya nombrado directa y positivamente a ciertas mujeres con el título y carácter de apóstoles y que, sin embargo, el hecho no fuera consignado en los Evangelios. En realidad, sus autores no habían registrado todos los sucesos y actividades de Cristo: probablemente son más numerosos los omitidos que los mencionados.

 

Aun cuando no figuren mujeres como miembros del colegio apostólico en los pasajes evangélicos habitualmente consultados (cfr. Mateo 10, 1-4; Marcos 3,13-19; Lucas 6,13-16), ello puede atribuirse con mucha lógica a la mentalidad cultural de la época. Aquellos tiempos era poco propicios para que las mujeres ejercieran funciones que incluyesen algún poder de decisión como es el caso del sacerdocio. Jesús entonces habría juzgado oportuno no abrir por el momento un frente de recelos y controversias.

Por otra parte, esos textos (los relativos a la institución de los Doce) fueron durante muchos siglos la fuente informativa obligada para establecer quiénes eran los componentes del grupo apostólico, y, dado que allí evidentemente no intervienen mujeres, esa circunstancia dio pábulo a la suposición, ya señalada, de que el Señor las había excluido de las sagradas órdenes.

 

Pero, afortunadamente para todos, en el campo de la exégesis bíblica se instaló irrefutablemente un hallazgo feliz (la tesis de los “géneros literarios”) que abriría nuevos horizontes y disiparía excesos fundamentalistas. Después de muchas contrariedades y peripecias se ha llegado en el seno de la Iglesia a la comprobación y al convencimiento de que, en las Escrituras, se alternan y entremezclan con soltura y libertad múltiples y variados géneros literarios (histórico, novelesco, poético, apocalíptico, profético, sapiencial, etc.), incluso dentro de una misma obra. Lo cual nos ha permitido apreciar, por ejemplo, que los santos Evangelios no tienen como principal preocupación, ni mucho menos, transmitirnos en toda la línea un relato histórico de la vida y de los actos de Jesús, sino más bien señalarnos, de acuerdo con sus enseñanzas y testimonios, el camino de nuestra santificación y de la salvación humana.

 

En particular, en cuanto al fragmento que describe la institución de los Doce –que tradicionalmente había gozado de la atención preferencial de los intérpretes bíblicos–, la sana crítica moderna ve y reconoce en él un predominante sentido simbólico que no pretende atenerse a la estricta exactitud de algunos hechos circunstancialmente referidos.

 

Por cierto, en la tradición del lenguaje de la Sagrada Escritura es clásico el simbolismo del número doce: las doce tribus de Israel, las doce puertas de Jerusalén, las doce legiones de ángeles, las doce estrellas que rodean a la mujer, etcétera.

 

En las descripciones que se valen de ese símbolo –como sucede en el caso que examinamos– el acento debe ponerse en el significado simbólico del número doce (elección o designio divino, poder, fortaleza, continuidad…) y no precisamente en la exacta cantidad matemática. Las personas o cosas mencionadas podrán ser en la realidad doce, como también once, quince, treinta o más, sin que tampoco resulte relevante su sexo o género.

 

En lo que atañe al simbolismo de los “Doce apóstoles”, es clara su relación con el de las doce tribus. Así como Israel, en virtud de una libérrima elección de Dios, fue constituido como su pueblo elegido, con gran poder y fortaleza, mediante la unión de las doce tribus (que en rigor pudieron ser menos o más de doce), de igual manera, la Iglesia fundada por Cristo, asume el carácter de nuevo pueblo elegido. Este nuevo pueblo, por designio divino, hereda y trasciende a su antecesor mediante la inquebrantable unidad y constancia, hasta la muerte, de los “doce” apóstoles que, sin lugar a dudas, eran más de doce…

 

Por consiguiente, si buscamos conocer el pensamiento del divino Maestro acerca de la admisión, o no, de mujeres para las sagradas órdenes, el camino más indicado no es el que nos conduce a este pasaje de los Evangelios sinópticos que acabamos de analizar, al cual no se debe exigir lo que no puede proporcionarnos.

 

Desde hace mucho tiempo, la exégesis bíblica está focalizando otra fuente informativa que es anterior a la redacción de los evangelios, y que abunda en datos puntuales de la vida eclesial en las primeras décadas siguientes a la muerte y resurrección de Jesús. Nos referimos a las Cartas del apóstol san Pablo, que son un eco del pensamiento cercano del Señor y un claro testimonio de la praxis aceptada en la Iglesia naciente, que vivía en amorosa fidelidad a la memoria de su fundador.

 

Pero hay que alertar a muchos cristianos que, influidos por algunas interpolaciones efectuadas por terceros en las cartas paulinas y también por alguna que otra carta atribuida al Apóstol, aunque en realidad pertenezca a algunos de sus discípulos, han creído ver en san Pablo a un discriminador de las mujeres, dispuesto a coartar su intervención y su actividad en la viña del Señor.

 

Esta equivocada apreciación se desvanece por completo tras un atento análisis de las Cartas –sobre todo si se tiene a la vista su original en griego–, en las cuales, el Apóstol, con sus palabras, actitudes y decisiones confía a muchas mujeres tareas apostólicas de responsabilidad, a la par de los varones e incluso por encima de ellos en algunos casos.

 

Así, por ejemplo, en la Carta a los Romanos (16,1) menciona a Febe y le da el título de diácono (que no es igual que diaconisa, como se lee en algunas versiones), o sea, el mismo título que se otorgaba a algunos dirigentes varones en la comunidad cristiana. En el versículo 3 leemos: “Saluden a Prisca y a Aquila (su esposo)… En la correspondencia de Pablo esta mujer aparece a menudo desempeñando una labor pastoral destacada, y siempre se la menciona antes que a su marido, detalle bastante llamativo, ya que entonces era de rigor nombrar al marido antes que a la mujer. En el versículo 7: “Saluden a Andrónico y a Junia, ilustres apóstoles”… Es digno de notarse cómo Pablo atribuye a ambos la calificación de “apóstol”. En la Carta a los cristianos de Filipos (4, 2-3), se refiere a dos mujeres, Evodia y Síntique, que lucharon por el evangelio a su lado y al mismo nivel de muchos hombres. En el encabezamiento de la Carta de Filemón, Pablo incluye el nombre de “Apia, la hermana”, lo que permite suponer en ella una situación de responsabilidad en la comunidad cristiana local. Y se nos quedan en el tintero los nombres de muchas mujeres más, que en aquella época ocupaban puestos de importancia. Lo cual habría sido absolutamente impensable si se admitiera la “premisa” de que el Señor había excluido a las mujeres de la función sagrada.

 

Esto ha alentado a muchos estudiosos hasta el punto de afirmar que la situación eclesial de la mujer –en cuanto a nivel de responsabilidad y capacidad de decisión– era en aquella época, vale decir, en la joven Iglesia del siglo I, incomparablemente superior a su condición actual, aunque hayamos ingresado nada menos que en el siglo XXI… Pero tengamos confianza… ¡Dios proveerá!

 

Nos encanta terminar estas consideraciones con un delicado pensamiento y una profética intuición de Juan Pablo II. En septiembre de 1995, en vísperas de la Cuarta conferencia mundial de las Naciones Unidas sobre la Mujer, al hablar en Castel Gandolfo acerca de la plena participación del mundo femenino en el ámbito eclesial, nos desafiaba con el siguiente interrogante:

 

“¿Quién se imagina la enorme ventaja pastoral que habrá de ocurrir, y qué renovada belleza adornará el rostro de la Iglesia, cuando el genio femenino llene todas las áreas de su actividad?”.

 

Y desde nuestra insignificancia nos permitimos agregar: Así habrá de ser, y tanto más a partir del momento, de insospechable trascendencia para la humanidad, en que la mujer católica pueda “completar las áreas de la actividad eclesial” mediante el ejercicio de la función sacerdotal.

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