El proceso de globalización que en estos momentos protagoniza la humanidad tendrá, como todos los procesos históricos, variaciones a lo largo de los próximos años. Pero parece prudente pensar que estamos ante un fenómeno cuyas tendencias profundas permanecerán en las próximas décadas. Esto obliga a repensar lo político, lo económico, lo social y lo cultural a partir de nuevos presupuestos. También es preciso repensar lo religioso.

 

La Iglesia católica se encuentra en una posición teóricamente privilegiada para hacerlo, ya que tiene una constitución y misión universales. El cristiano debería sentirse cómodo con la globalización. Sus reacciones, sin embargo, están condicionadas por la experiencia histórica, por la forma en que la fe se ha vinculado con la cultura. Los católicos de Francia, de Brasil, de Nigeria o de Corea abordan el problema con sensibilidades diferentes. Por eso no debemos mirar exclusivamente al Viejo Mundo en busca de luz, sino estar atentos sobre todo a la novedad de los desafíos, dejándonos iluminar también por la experiencia de las jóvenes Iglesias de Asia y África, en pleno crecimiento.

 

¿Qué nos está pasando? Según nuestra hipótesis, el mensaje de la Iglesia no está llegando al hombre común porque aparece más preocupada por responder a la pregunta acerca de cómo debe ser la sociedad, y la Iglesia, que por responder a la pregunta de cómo debe ser el hombre de la sociedad globalizada. Las formas de organizar la sociedad y la pastoral de la Iglesia cambiarán a menudo en las próximas décadas. ¿Estarán los varones y mujeres cristianos a merced de los vaivenes de la cultura de su tiempo, o deberán, por el contrario, anclar sus vidas en algo permanente que dé sentido a sus existencias?

 

Necesitamos encender la imaginación de nuestros contemporáneos con una propuesta cristiana no meramente crítica o adaptativa a los cambios, sino radical desde el compromiso de vida personal. Jesús vino a llamar al hombre a la santidad. A elegir el camino angosto que lleva a la vida. La Iglesia no debe limitarse a repetir ese llamado. Pablo VI lo vio con claridad. “El mundo exige y espera de nosotros, sencillez de vida, espíritu de oración, caridad para con todos, especialmente para con los pequeños y los pobres, obediencia y humildad, desapego y renuncia. Sin esta marca de santidad, nuestra palabra difícilmente abrirá brecha en el corazón de los hombres de este tiempo” (E.N.,76).

 

El camino de la Iglesia no ha de ser el de las palabras sino el de la ejemplaridad de vida de cada uno de sus miembros. No podemos vivir del rédito de las Madres Teresa. Pero en el mundo de hoy, ser testigo de Cristo requiere asumir con heroicidad los múltiples desafíos que la cultura contemporánea nos plantea a cada momento. No es casualidad que cuando Pablo VI habla de la importancia primordial del testimonio (E.N.21) cite a autores que escribieron durante el imperio romano antes de su “cristianización”. Hay martirios de sangre, y nuestro siglo ha sido pródigo en derramamientos de sangre causados por violaciones a la libertad religiosa. Pero hay también hoy una nueva forma de martirio: la de quienes no aceptan las pautas “políticamente correctas” que su sociedad les propone, y están prontos a padecer discriminaciones con tal de preservar su identidad y coherencia de vida. Existen razones suficientes para pensar que la cultura secularizada, por no decir pagana, que nos rodea, está socavando los usos y costumbres heredados de la primera evangelización, erosionando seriamente la fidelidad de los cristianos al mensaje de Jesús.

 

Los cristianos debemos aprender en nuestro tiempo a ser mártires “culturales”. Para ello debemos evitar caer en dos situaciones que espontáneamente se nos presentan. La primera es la actitud “reaccionaria” que pretendería restaurar un pasado presuntamente más cristiano que el presente. La segunda es bendecir toda novedad cultural, “cristianizándola” como con un barniz superficial. Vincular la fe con la cultura de un modo positivo exige un trabajo permanente de discernimiento, en el que asumimos todo lo verdadero, bueno y bello, pero rechazamos lo que contradice la dignidad de vida a que hemos sido llamados.

 

Pongamos ejemplos para ilustrar nuestra posición. Si proclamamos el respeto de la vida humana, debemos preocuparnos menos de la ley del aborto que de la conducta del aborto. Con o sin ley, el cristiano no ha de abortar. Si conducimos un automóvil, respetemos las leyes de tránsito que marcan prioridades de paso, límites a la velocidad y uso de cinturones de seguridad.

 

Si queremos ser honestos, no transijamos con prácticas deshonestas, por más extendidas que estén, en vez de reclamar más controles. Si un programa de televisión o cine es indecente, evitemos verlo cambiando de canal, en vez de satisfacer nuestra curiosidad y reclamar luego censura. En una cultura sexualmente “liberada”, vivamos con humildad y pudor la castidad en vez de denunciar la inmoralidad ambiente. ¿Por que vivir así implica un martirio? Porque significa aceptar ser tratado como un tonto no emancipado de mitos antiguos. Y todos sabemos lo doloroso que es vivir incomprendido y desaprobado.

 

El varón y la mujer cristianos necesitan un código actualizado de vida para vivir en el mundo sin ser de él. Sin grandes sofisticaciones, deben encontrar el modo de santificarse en la trama de la vida cotidiana siendo fieles a la voluntad de Dios. Para ello hay que volver a lo básico, no tanto en materia de conocimientos cuanto en materia de conductas. Poner mayor énfasis en los mandamientos de Dios que en los preceptos de la Iglesia. Estar menos preocupados por denunciar las estructuras de pecado, y más ocupados en ofrecer estructuras ejemplares de santidad que verifiquen en la práctica que la Iglesia es “signo e instrumento de la unión íntima con Dios y de la unidad de todo el género humano” (L.G.1). En otras palabras, la Iglesia debe hacer un profundo examen de conciencia y reconocer la debilidad actual de sus miembros. Con mucha paciencia y humildad, en el silencio y la abnegación, reconstruir desde la persona individual y la familia el tejido comunitario.

 

La Iglesia debe aceptar con alegría que, si vive radicalmente su misión, será un signo de contradicción como su Maestro y Señor. No porque busque competir con los poderes de este mundo en el control de la sociedad, sino porque la fe hecha vida se transforma en cultura, y ofrece, sin proponérselo, una alternativa contracultural. ¿Por qué “alternativa”? Porque el cristianismo no es una ideología sino una forma de vida derivada del seguimiento de Jesucristo; la vida del hombre nuevo en el Espíritu tal como la describe S.Pablo. Forma de vida estable, y no mera protesta. ¿Por qué “contracultural”? Porque esa forma de vida, que se propone pero no se impone, se nutre de valores y adopta conductas generadoras de una cultura distinta de la prevaleciente.

 

La santidad de vida verificada en personas de carne y hueso constituye, de por sí, un acontecimiento trascendente de cultura. San Benito, San Bernardo, Santo Domingo, San Francisco, San Ignacio de Loyola, Santa Rosa de Lima, San Martín de Porres, Santa Teresita, no ocuparon grandes cargos ni en la Iglesia ni en la sociedad, y sin embargo dejaron una huella indeleble en la historia humana. La lista podría extenderse muchísimo, y sería apasionante cotejar lo efímero del paso de tantos hombres y mujeres mundanamente “importantes”, con la trascendencia de estos varones y mujeres que vivieron radicalmente su fe. Los santos han sido, son y serán grandes creadores de cultura. Pero, y esto es esencial, no sólo los canonizados, sino los innumerables discípulos de Cristo que siguieron y siguen fielmente a su Maestro en el compromiso cotidiano, renunciando a vivir para ser vistos por los hombres, pero viviendo luminosamente en la presencia de Dios.

 

¿Por dónde pasa hoy el encuentro entre fe y cultura? La respuesta no es sencilla, pero la pregunta es crucial. Si no nos dejamos interpelar a fondo por la novedad de la situación correremos el serio riesgo de obrar en función de un diagnóstico del pasado. Si damos por sentado que existe una cultura contemporánea, para que haya encuentro es necesario que haya fe. No simplemente fe proclamada y dicha, sino fe enamorada y vivida, que implica un compromiso personal con Cristo muerto y resucitado. Llegados aquí, es probable que nos ocurra hoy lo mismo que a S. Pablo en Atenas: nos prodigarán una sonrisa, y nos dirán ‘de eso te oiremos otro día’. Pero Cristo muerto y resucitado, luz del mundo, camino, verdad y vida, es el punto de partida de nuestro encuentro y la razón de nuestra esperanza. Callarnos buscando un mínimo común denominador es abortar de entrada el encuentro, porque la fe no es un sobre-añadido a mi comprensión del mundo, sino aquello que da sentido y valor a mi existencia.

 

Si el encuentro entre fe y cultura pasa, a nuestro juicio, ante todo por la santidad, no es porque la santidad sea una perfección moral alcanzada por el hombre mediante su propio esfuerzo, sino porque es la vida divina –amor– derramada en nuestros corazones por el Espíritu. Si esa vida divina no se manifiesta, no es reconocible porque no está presente, el dialogante cristiano pierde credibilidad y no es considerado un interlocutor válido.

 

“Ante todo” no significa, sin embargo, “exclusivamente”. Desde los mismos orígenes del cristianismo el encuentro de fe y cultura pasó también por una multitud de otras mediaciones suscitadas por la luz natural de la razón iluminada por la fe. Una meditación sobre el tema de la luz tal como lo vemos propuesto en el evangelio de Juan (cap.1), como el conocimiento de la historia de la Iglesia, nos muestran que la opción por la prioridad de la santidad está muy lejos del oscurantismo antiintelectual. El encuentro se producirá en muchos niveles, pero la condición necesaria por nuestra parte de un encuentro verdadero es que la palabra esté autenticada por una experiencia de Dios que se refleje en un ejemplo de vida.

 

Santidad, ejemplaridad, martirio, signo de contradicción, alternativa contracultural, encuentro. Estos son algunos de los desafíos que el proceso de globalización nos lanza hoy a los cristianos.

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