Muchas veces he escuchado en este mismo ámbito del Museo Nacional de Arte Decorativo, que dirijo desde hace 14 años, las nostalgias de los noveles académicos y los agradecimientos a padres y familiares, y en la medida en que eran testimonios de historias ajenas, me resultaban reiterativos y, en cierta manera, prescindibles. Hoy, que me toca a mí la honrosa designación de académico, me siento en la feliz obligación de insistir en el profundo reconocimiento a mis propios padres (que ya no están), a mi mujer, que me acompaña y me sufre desde hace cuarenta años, a mis cuatro estupendos hijos y sus cónyuges, y a los nietos una maravillosa docena hasta hoy que fueron agregándose en el tiempo para enriquecernos como familia fuerte, diversa y unida. Como dijo André Malraux frente a la Acrópolis: cada uno es la suma de todos los que lo hicieron, juntos.
Y en esta historia personal de agradecimientos no olvido a mis maestros y profesores, que alguna vez fueron mis padres, y mis muchos alumnos que hasta hoy han ido siendo, camada tras camada, un poco mis hijos.
Pero, a riesgo de vulnerar el protocolo, quiero destacar la presencia de una persona que está aquí presente, un arquitecto, un ilustre miembro de esta Academia que me hizo junto a él. Me refiero a Alfredo Casares. La vida me dio la oportunidad de conocerlo de niño, de ser su alumno en la Facultad, luego dibujante en su estudio, más tarde su socio, y siempre lo admiré como profesional, como docente y sobre todo, como persona noble e íntegra en todas sus actuaciones.
También él, habitualmente tan formal en sus presentaciones, en 1965 violó el protocolo cuando, siendo decano de la Facultad de Arquitectura de la UBA, tomó el juramento de práctica a los nuevos graduados, pero al llegar mi turno detuvo la ceremonia y dedicó a mis padres, a mí y a la que todavía era mi novia, hoy mi esposa, un breve discurso con conceptos laudatorios (y sin duda exagerados). Reconozco que me sentí muy feliz y bastante incómodo, y me puse colorado de pies a cabeza. Hoy, a cuarenta años de ese episodio, tomo desquite de esa generosa impropiedad y hago lo mismo, pero a la inversa. Alfredo Casares, juicioso arquitecto, profesor extraordinario; maestro de vida y hombre de bien, muchas gracias por todo lo que recibí de usted, y muchas gracias a mis colegas académicos por haber permitido quizás sin ser conscientes de ello esta oportunidad de seguir mi camino avanzando sobre las huellas de mi gran maestro. Repito: Alfredo, muchas gracias.
Me reconozco como un becario permanente de la vida, entre otras cosas porque siempre he tenido la suerte de trabajar en lo que me gusta y porque me han gustado y me gustan, y sigo desenvolviéndome en relación con muy diversos géneros del gran árbol del arte, además de ser jardinero de tres invernaderos de la gestión museológica. A esta altura reconozco que mi currículum es un verdadero galimatías y cada tanto me pregunto, como si fuera un universitario veinteañero, hacia dónde deberé enderezar mi vocación en el futuro.
Como dije antes por boca de Malraux, todos somos un poco el resultado de los que nos han hecho, juntos. Hoy veo a muchas personas que han formado partes de mi ADN artístico y cultural, personas que a lo largo del tiempo han dado diversidad y riqueza de sustancia a mi formación, a mis inquietudes y a mis trabajos. Varios de ellos, que he seguido y admirado en diversas etapas de mi vida, están aquí y son desde ahora mis colegas académicos, arquitectos, pintores, escultores, grabadoras, fotógrafo, diseñador industrial, compositores, musicóloga, catedráticos y críticos de arte y empresarias del arte y la música, así como quien me acompaña en este ingreso académico, este gran profesor, director de orquesta y noble amigo que es Guillermo Scarabino.
¡Cómo no dar gracias a la vida, cómo no reconocerme y reconocerse un becario de este tiempo de peregrinaje terrestre si se ha recibido desde arriba la oportunidad de un itinerario tan fascinante y desde aquí abajo el regalo de guías excepcionales y de compañeros de viaje tan calificados! Por todo eso, lo que tantas veces mis oídos escucharon desde afuera, como testimonios ajenos, hoy me toca repetirlo desde mi corazón (o sea desde muy adentro). A la Academia Nacional de Bellas Artes y a todos los que habitan dentro de mí y que me han ayudado a ser lo que soy (o lo que parezco ser, porque nunca se está seguro de serlo): ¡muchas, muchas gracias!