Carlos Páez de la Torre, miembro de número de la Academia Nacional de la Historia, tiene en su producción una treintena de libros y cientos de notas, muchas de ellas publicadas en La Gaceta, sobre personalidades y acontecimientos de su provincia natal, Tucumán, que se proyectan a la región y, más allá, a la historia de la Argentina. Quien dice Tucumán evoca espontáneamente la Batalla librada por Belgrano el 24 de septiembre de 1812, la Declaración de la Independencia en 1816, la cabeza de Marco M. Avellaneda clavada en una pica y rescatada por una valerosa dama, a dos de nuestros más grandes presidentes, Avellaneda y Roca, a figuras de la relevancia política de don Pepe Posse, el amigo de Sarmiento, el vicepresidente Marcos Paz, Uladislao Frías, Salustiano Zavalía y Delfín Gallo, o de la talla intelectual de Alberto Rougés, Ernesto Padilla, Juan B. Terán, el sabio Miguel Lillo, y en el desarrollo de la industria azucarera, empezando con José Eusebio Colombres y, adentrados en el siglo XIX y principios del XX, los Nougués, Hileret y, nuevamente, Rougés. La lista, sabemos, es harto incompleta. En Páez de la Torre, cronista ameno, historiador riguroso, nunca falta la calidez de quien frecuenta el pasado como una dimensión de las propias y más entrañables raíces. Dedicó biografías a la gran escultora Lola Mora, al canciller de las flores, Gabriel Iturri, un tucumano que recalando en París, llegó a ser secretario, y algo más, del proustiano conde de Montesquiou-Fezenzac, y, más recientemente, a Nicolás Avellaneda.
Y es natural que la figura de Groussac rondase al autor, que confiesa que éste ha sido un libro de largo trámite. El punto de contacto del francés, nacido en Toulouse en 1848 en las postrimerías del reinado de Luis Felipe, con el mundo que Páez de la Torre conoce de manera inigualable, está en ese primer encuentro entre el joven ministro de Educación de Sarmiento, hijo del mártir de Metán, y el veinteañero francés, que apenas desembarcado se había ganado la vida como ovejero en San Antonio de Areco. José Manuel Estrada fue quien los reunió y así se decidió el rumbo futuro de Groussac: Avellaneda le ofreció dos cátedras en el Colegio Nacional de Tucumán, hacia donde partió en 1871. Aunque un apremiante encuentro romántico en la Recoleta lo hizo levantar apurado de la reunión, Groussac quedó por siempre agradecido a Avellaneda a quien dedicó un antológico y admirable retrato, físico y psicológico en Los que pasaban. Groussac se afincó unos años en Tucumán pero quedó ligado a ella para siempre, por la labor docente, intelectual y política, por los amigos que se ganó, e incluso por lo que recordaría en su ancianidad de amores antiguos, como dice la zarzuela, con el sabor de la nostalgia.
El biografiado dedicó muchas páginas a su propia historia, valiéndose en ocasiones del género novelístico (Fruto vedado por ejemplo, que lo tiene de protagonista apenas disimulado). El biógrafo, con singular pericia, ha sabido entrelazar la larga existencia de Groussac a partir de su propio testimonio, lo ha confrontado con los de sus contemporáneos, ellos mismos a menudo plasmados en textos ora entusiastas, ora despiadados, que les dedicara este francés de brillante inteligencia y de carácter colérico, como acertadamente resume el título de la obra. Groussac amó apasionadamente la Argentina, en la que eligió quedarse para que fuera patria de sus numerosos hijos. Pero la amó con impaciencia, con dosis de intolerancia frente a los defectos y mezquindades de sus contemporáneos, reproches de los que él mismo no estuvo exento. Anudó grandes amistades, Goyena, Roque Sáenz Peña, Carlos Pellegrini, y sufrió el desgarro de muertes prematuras, que dejaban un vacío en el país mismo. Fue un hombre de cultura universal, renacentista, dominó el castellano con igual fluidez que el francés de origen, y hasta escribió en inglés. Viajó mucho, aunque para ello dejara más de una vez a su esposa en vísperas de parto. Hasta el final de sus días se sintió unido a su Francia natal, aunque Toulouse (de donde salió por un conflicto familiar que queda en la oscuridad), progresivamente se le fuera haciendo más extraña. Como quien peregrina, fue a visitar a Víctor Hugo, quien ya caía en la senilidad. No pudo entablar un diálogo con el autor de Hernani, había llegado demasiado tarde. Pero sí lo hizo con Alphonse Daudet, Émile Zola y el tigre Clemenceau. A Rodin intentó convencerlo de modificar su estatua del Sarmiento que hoy admiramos en Palermo. No tuvo éxito, y al desvelarse el bronce, se escucharon manifestaciones de rechazo a una obra en la que no se reconocía a la persona evocada.
Director de la Biblioteca Nacional, Groussac hizo del solar de la calle Méjico un poderoso foco de irradiación de las letras, la filosofía y hasta la música (los conciertos de la Biblioteca tenían a su frente a su pariente político, el compositor Alberto Williams, alumno de César Franck y pionero de la música argentina). Contribuyó desde ese cargo a la cultura argentina desde dos publicaciones periódicas que recogieron lo más granado del pensamiento de su tiempo y del suyo propio. Como historiador, legó obras sobre los fundadores de Buenos Aires, sobre Liniers, su compatriota de trágico fin; y algo que hoy día sigue teniendo vigencia, Les iles Malouines, reivindicación de la soberanía argentina sobre ellas en base a cuidada documentación. En sus últimos años quedó ciego, al igual que su predecesor, José Mármol, y que Borges, el más ilustre de sus sucesores. Antes de morir, el 27 de julio de 1929, cedió en su férreo agnosticismo, y recibió los sacramentos. Su hija Cornelia, el báculo de su vejez, había logrado horadar su resistencia. Quizás recordó entonces sus confesiones de niño con el P. Lacordaire, quizás fue la apuesta pascaliana, quizás la imagen de San Vicente de Paul, estrechando en sus brazos un niñito huérfano como expresión de la más alta caridad, o la palabra oportuna y respetuosa de Enrique Ruiz Guiñazú.
Groussac se preguntó alguna vez, y esta biografía nos lleva a formular el mismo interrogante, si de haber regresado a Francia en su juventud hubiera logrado una celebridad de que gozaron escritores contemporáneos en Europa. La pregunta es de aquellas que se llevan a la tumba, porque no tiene respuesta. Hoy, Groussac es un virtual desconocido, como puede comprobarse con sólo preguntar a los estudiantes universitarios. No sé si, como en mis tiempos de la secundaria, se sigue leyendo su retrato de Avellaneda, con aquello de la barba asiria luego felizmente recortada. Pero quizás este olvido no sea mayor a la de tantos que un siglo atrás estaban en Francia, de una u otra manera, sous la Coupole y cuyos nombres tampoco dicen mucho a las nuevas generaciones. Tempora fugit
El historiador tucumano logra que los personajes y situaciones de esta vida multifacética adquieran nueva dimensión a partir de un doble soplo creador, el de Groussac y el suyo. Uno y otro están, puede decirse, en diálogo, en sintonía intelectual y afectiva, sin por ello ser complaciente con los defectos, el egocentrismo en primer lugar, de su biografiado. Páez de la Torre nos permite conocer y recuperar una figura excepcional de nuestra cultura y a través suyo, de una Argentina llena de promesas y de no pocas realizaciones. Al respecto, merece señalarse que Criterio publicó un trabajo de Fernando Madero titulado: «Groussac y su visión del centenario en el ochenta» (22.3.1984, nº 1919). ¿Cuál no sería la impaciencia de Groussac si fuera nuestro contemporáneo en las proximidades del Bicentenario?
En esta vida de Paul Groussac, cada capítulo está seguido de notas que acreditan el minucioso trabajo del autor. Hay buenas ilustraciones pero se echan de menos los índices bibliográfico y onomástico, peccata minuta de una edición en tantos otros sentidos impecable. Desde la cubierta, la caricatura que le dedicó El Mosquito muestra a Groussac como el gallo simbólico de Francia, con una mirada que dice mucho de la cólera de la inteligencia. Con ella mira al lector en irresistible invitación a la lectura de esta biografía y, como el mejor fruto, de la obra que dejó a su país de adopción.