Muchas versiones se han hecho de Anna Karenina. Greta Garbo protagonizó dos, una muda (Loves) y otra hacia el fin de su carrera, ya embargada por cierta solemnidad formal. Esta última es la más famosa y prestigiada. La Garbo luce casi tal como la soñó el escritor: ojos tristes, vivacidad contenida, media sonrisa, un poco descreída del amor, hasta que, con “el espíritu lleno de emoción y alegría culpable”, con un perturbador “sentimiento de decadencia moral”, finalmente, y simultáneamente, con “vergüenza, espanto y felicidad”, se descubre enamorada. En la película, dirigida por Clarence Brown, también hay un ferroviario demasiado premonitorio, un marido deplorable, siempre afligido por el qué dirán, y unos diálogos precisos (de S.N. Behrman) sobre el amor que exige dedicación absoluta, y el que descubre otros intereses en la vida.

 

Para el caso, el amante conde Wronsky le hace abandonar todo, incluso al hijo de su corazón, pero después él se deja llevar por la vida social, y por la doble moral de la sociedad que maltrata a esa mujer enamorada y confundida, al tiempo que halaga al rompehogares. Por fin, Wronsky se va con sus camaradas en busca de la gloria de las armas, y Anna, rechazada por todos, amada por nadie (excepto por su hijo, al que no puede ver), se mata. Con el tiempo, Vivien Leigh, Zully Moreno, Jacqueline Bisset y Maya Plisetskaia, protagonizaron resúmenes más o menos similares. Dicho sea de paso, la versión rusa es un film-ballet de Margarita Pilijina, digno de revisar. No un ballet filmado, sino un film-ballet, una categoría en que los rusos fueron maestros, y que hoy prácticamente desapareció. Y la versión argentina llamada Amor prohibido, fue algo bastante libre, ya poco recordado, lo último que hizo en Argentina el matrimonio Amadori-Moreno antes de embarcarse para España (se filmó en 1955, sólo se pudo estrenar en 1958).

 

Todas esas obras logran transmitir la historia de Anna Karenina. Pero, sin embargo, apenas asumen un aspecto de la novela. En ella, Anna Karenina aparece casi al final de la primera parte, y desaparece con la séptima. Los lectores confirman efectivamente su muerte al promediar la octava y última parte, y aún les queda por leer lo que ocurrió con los otros personajes, amén de las conclusiones que saca el otro personaje principal, que, curiosamente, no es ni el marido ni el amante de Anna, sino un allegado indirecto a la familia.

 

Eso es lo que recupera la nueva versión, que ahora vemos, y cuyo título original, Leo Tolstoy´ s Anna Karenina, dice a las claras su integración a esa bienvenida tendencia actual, desde Bram Stoker´s Dracula en adelante (si no un poco antes) de volver a las fuentes literarias, en vez de seguir refritando guiones resumidos, que a veces, para colmo, no provienen de la novela, sino de alguna pieza teatral inspirada en la novela (p.ej., para seguir con el caso, el famoso Drácula con Bela Lugosi).

 

Bernard Rose, el director de Amada inmortal, recuperó la importancia, la figura y los textos de ese personaje principal pero descuidado, apenas mencionado por las anteriores versiones: el amigo Constantino Dimitrievich Levine, el aparentemente torpe y campiriño pretendiente de la princesita Kitty Cherbatzky, concuñada de Anna Arcadievna, esposa de Alexis Karenin. Se entiende, con tantos nombres y parentescos, muchos guionistas anteriores prefirieron simplificar. Kitty, Constantin, mucho gusto, y a otra cosa. Pero este hombre, tomémosle confianza y llamémosle Kostya, es, de algún modo, la propia voz de Tolstoi en las varias cuestiones sociales, morales y espirituales que el libro considera a lo largo de sus páginas. Y es quien redescubre una luz lateral, de comprensión y descanso, junto a las conocidas estaciones de amor pasional, sacrificio, prejuicio, desamor, despecho y locura que la mujer enamorada va sufriendo.

 

Constantino es el hombre lúcido de su tiempo, que trata de acompañar la angustia de su hermano, integrado a la clase trabajadora pero destruido por el alcohol, y siente el beneficioso placer de las labores rurales, y la pureza de la vida sana, ajena a las intrigas y los abusos de la clase parasitaria. Está a favor de la ciencia, y descree de la religión y de los filósofos oficiales, pero es sensible a algo superior. Cuando su esposa, la finalmente alcanzada y transformada Kitty, comienza a dar a luz, él comienza a rezar. Y al terminar la historia, hace las más sinceras y hondas reflexiones. “Este sentimiento nuevo no me ha cambiado, no me deslumbra ni me hace feliz como pensaba. Sé solamente que se deslizó en mi alma con el sufrimiento (…) Continuaré rezando sin poderme explicar por qué razón lo hago, pero ¡no importa! (…) cada minuto de mi existencia tendrá un sentido indudable que estará en mí poder imprimir a cada una de mis acciones: ¡el sentido del bien!”.

 

Kostya aprende del dolor ajeno, y piensa en Dios, mientras Anna endiosa a un hombre, con sed de absoluto, y al sentirse desplazada solo piensa que “estamos todos destinados al sufrimiento, y buscamos sólo el medio de disimularlo”. Curiosamente ninguna versión, ni aun esta última que se acerca un poco más al libro, registra que la pobre infeliz se arrepiente en el último instante, y se echa atrás, pero ya es tarde (algo parecido a lo que le ocurre con su enamoramiento). Dicho sea de paso, tampoco nadie advirtió que en esa circunstancia Tolstoi hace pasar la vida entera de su criatura en un segundo, como se dice vulgarmente, y como dicen que suele ocurrir ante el peligro de muerte. Cinematográficamente, eso sería traducible por una suerte de “clip” que agilice y dramatice al mismo tiempo la acción, y que además es un recurso moderno. Por desgracia, Rose se apoya en otro párrafo, y saca una evocación de infancia (la protagonista arrojándose al agua limpia y fresca) que está en el libro, pero que detiene la película. O peor aún, la estira.

 

No es el único error. También sintetiza la evolución de Nicolai, de místico a borracho, y de borracho a miembro de una cooperativa de trabajo, presentándolo apenas como un comunista provocador. Ignora, como todos, la complejidad de Wronsky, realmente generoso y atento, aunque inmaduro y cómodo, como buen hijo soltero. Y reduce el papel del hijo de Anna, casi a la mínima expresión. En cambio, mejora un poco el retrato habitual del muy feligrés pero poco cristiano conde Alexis Karenin, y casi alcanza la excelencia en el viaje de la angustiada mujer hacia la estación ferroviaria, algo que el libro desarrolla mediante un doloroso monólogo, y que el filme expresa en un preciso y muy explícito ralentado sin palabras. Y, sobre todo, aunque no termine de empalmarse con los otros, recupera la importancia de Kostya. Eso solamente ya justifica la existencia de esta película.

 

Alguna crítica sólo vio, sin embargo, la belleza de las locaciones y de la protagonista, Sophie Marceau.

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