Marilyn Crispell pasó de formarse sólidamente en la música académica a participar de las míticas sesiones del Creative Music Studio de Woodstock. Allí los vientistas Roscoe Mitchell y Anthony Braxton o el pianista Cecil Taylor actuaban de profesores. Aunque no en una tradicional transmisión de conocimientos y técnicas, sino más bien refiriéndose a energía, intensidad, moviéndose más allá de las estructuras habituales.
Estamos hablando de los generadores del free jazz allá por los años 60, una música que rompió con todos los parámetros establecidos, improvisando libremente, utilizando el ruido como materia prima indiferenciada del sonido, con formas determinadas por el azar y la interacción de los músicos, sin criterio tonal ni melódico, ni diferenciación de roles instrumentales, con rítmicas sin pulsación regular, generalmente catárticas.
Tal vez el lenguaje más difícil del cual obtener resultados genuinos, sin armazones tras los cuales ocultarse, con exhibición total de espíritu o la nada. El free realizó una evolución interesantísima, encontrando sus propias estructuras y formas de organización, aunque manteniendo aquella vitalidad y radicalidad.
El vientista Anthony Braxton fue un protagonista esencial en este desarrollo, especialmente en su cuarteto, donde participó Crispell como pianista durante 10 años, hasta 1995.
Crispell a su vez edificó una particular carrera como solista, improvisando conciertos completos, sola, o junto a una batería, por ejemplo; o en trío.
También fue buscando estructuras que le permitieran obtener los mejores resultados de sus improvisaciones, sin componer; tampoco tocando los ya cansados «Standards» a los que el Bebop aún suele recurrir sino proveyéndose de compositores interesantes. Una rara combinación.
En Nothing
la vemos junto al contrabajista Gary Peacock y el baterista Paul Motian, dos seres experimentados, que pasaron respectivamente por grupos junto a Keith Jarrett, Bill Evans y un sinnúmero de emblemáticas agrupaciones propias y ajenas.
Tocan en trío, una formación clásica de la que pocos esperan ya resultados interesantes, interpretando composiciones de Annette Peacock, y generando aquí uno de los mejores discos de los últimos años.
Un trabajo paisajístico, entre las sutilezas debussyanas y el misterio de lo atonal, sin rítmicas precisas, más bien combinando texturas. Finamente expresivo aunque sin ser romántico, este disco de Crispell encuentra en su impresionante sonido también un punto clave; certeramente en eje con quien se exhibe en técnica, vitalidad y profundidad como una de las más interesantes pianistas de la actualidad.